La señorita Pym dispone. Josephine Tey
Desterro no le gustan los deportes», le había dicho Henrietta, «de modo que le diré que te haga compañía esta tarde». Lucy no deseaba compañía alguna —estaba acostumbrada a estar sola y eso le gustaba— pero la mera idea de una mujer sudamericana en una escuela inglesa especializada en educación física despertó su curiosidad. Y cuando Nash se acercó corriendo hacia ella después de comer y le dijo: «Me temo que esta tarde se quedará usted sola si no le gusta el críquet», otra muchacha de último curso que pasaba a toda prisa le dijo: «No te preocupes, Beau, Bollito de Nuez cuidará de ella». «Ah, bien», había sido la respuesta de Beau, al parecer tan acostumbrada al apodo que parecía haber perdido todo significado.
Lucy, sin embargo, esperaba ahora ansiosa la llegada de aquel bollito y, sentada plácidamente bajo la luz del sol mientras digería las maravillas dietéticas del menú del día, reflexionó sobre aquel mote. ¿Acaso las nueces eran originarias de Brasil? Y en cualquier caso, ¿por qué ese nombre?
Una alumna de primero pasó a toda velocidad en dirección al cobertizo de las bicicletas y se volvió hacia ella dedicándole una sonrisa, entonces recordó que la había conocido esa misma mañana en el pasillo.
—¿Conseguiste devolver a George sano y salvo? —le preguntó.
—Sí, muchas gracias —sonrió la menuda señorita Morris, deteniéndose un instante sobre una de las puntas de sus pies como quien va a ejecutar un paso de baile—, pero ahora creo que estoy metida en otro lío. Verá, la señorita Lux entró en el aula justo cuando estaba colocando a George de nuevo en su sitio. Digamos que por poco me pilla con las manos en la masa y no creo que sea capaz de inventarme una buena explicación para salir indemne de algo así.
—La vida es difícil —asintió Lucy.
—Al menos ahora creo haberme aprendido las inserciones de una vez por todas —gritó la señorita Morris, alejándose de nuevo a toda prisa por el jardín.
Buena chica, pensó la señorita Pym. Buenas, honestas y sanas muchachas. Qué agradable era ese lugar. Aquella mancha oscura que se dibujaba en el horizonte era neblina contaminante en Larborough. Y sobre Londres habría sin duda otra mucho mayor. Desde luego era mucho mejor estar allí sentada bajo los cálidos rayos del sol, respirando el aire puro y el embriagador aroma de las rosas y disfrutando de las amables sonrisas de aquellas hermosas y jóvenes criaturas. Se estiró un poquito y le dio el visto bueno a la robusta mole georgiana de la casa rectoral bajo aquella luz casi vespertina; la única pega que tenía eran esas alas de construcción añadidas más recientemente con fachada de ladrillo. Aunque para ser edificios modernos tampoco estaban tan mal. En la parte antigua había aulas encantadoramente espaciosas y pulcros dormitorios modernos en las mencionadas alas de construcción más reciente. Un equilibrio ideal. Y por supuesto, la horrible mole del gimnasio permanecía debidamente oculta tras todo ello. Antes de marcharse el lunes no quería perderse la gimnasia de las chicas de último curso. En ello encontraría un doble placer. El placer de observar a expertas entrenadas para alcanzar la perfección y el inefable deleite de saber que jamás en su vida tendría que volver a trepar por las espalderas.
Al mirar hacia el extremo del edificio vio aparecer una figura ataviada con un vestido de seda floreado y una sencilla pamela. Su porte era esbelto y gracioso y, viendo cómo la joven se acercaba Lucy se dio cuenta de que inconscientemente la había imaginado algo rechoncha y de más edad. También entendió de dónde venía aquello del Bollito de Nuez, y no pudo evitar sonreír. La austera indumentaria de las jóvenes estudiantes de Leys no era precisamente colorista, mucho menos aún tan sugerente y ajustada como aquel vestido estampado. Y desde luego sus sombreros no eran ni remotamente parecidos a esa pamela.
—Buenas tardes, señorita Pym. Soy Teresa Desterro. Siento haberme perdido su conferencia la otra noche pero tenía que dar una clase en Larborough.
Desterro se quitó el sombrero con estudiada gracia y lentitud y se dejó caer en la hierba junto a Lucy con un único y suave movimiento. Todo en ella era delicado y natural: su voz, la lenta cadencia con que pronunciaba cada palabra, su cuerpo, cada uno de sus movimientos, su cabello oscuro y sus ojos color miel.
—¿Una clase?
—Clase de ballet, para dependientas. Tan formales, tan meticulosas, tan rematadamente malas. Me regalarán una caja de bombones la próxima semana porque se acerca el final de las clases, porque me han cogido cariño y porque esa es la costumbre. Y yo me sentiré horriblemente mal. Es una misión imposible. Nadie sería capaz de enseñarlas a bailar.
—Espero que al menos disfruten de las clases. ¿Es habitual que las alumnas impartan clases fuera de la escuela?
—Por supuesto, todas lo hacemos. Es una manera de coger práctica. Colegios, conventos, clubes, ese tipo de cosas. ¿De modo que no le interesa el críquet?
Lucy, que pareció salir del sopor que la embargaba ante el repentino cambio de tema, le explicó que algo como el críquet solo se le hacía soportable en compañía de una bolsita de cerezas.
—¿Cómo es que usted no juega, por cierto?
—No participo en ningún deporte. Correr detrás de una pelota me parece algo absolutamente ridículo. Yo vine a la escuela exclusivamente por la danza. Tiene muy buena fama.
—Pero, sin duda —respondió Lucy—, habrá excelentes escuelas de danza en Londres y con un nivel superior de enseñanza al que se pueda esperar de una escuela de educación física.
—Ah, pero para eso hay que comenzar siendo muy joven y yo nunca he sentido el baile como una profesión sino más bien como afición.
—Y espera usted poder enseñar cuando regrese a Brasil, ¿no es así?
—¡Ay, no! Espero casarme —respondió la señorita Desterro—. Vine a Inglaterra para alejarme de un amor desgraciado. Él era encantador y absolutamente inadecuado. De modo que me vine a Inglaterra para superarlo.
—¿Su madre es inglesa, entonces?
—No, mi madre es francesa. Mi abuela es inglesa. Adoro a los ingleses. Hasta aquí —Y alzó entonces su delicada mano, con la muñeca debidamente equilibrada, hasta colocarla a la altura de su cuello—, son todo romanticismo; pero de ahí para arriba son solo sentido común. Fui a ver a mi abuela, empapé de lágrimas sus sillas de exquisito tapizado y le dije: «¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?». Con respecto a mi amante, quiero decir. Y ella me respondió: «Lo que vas a hacer es sonarte la nariz y marcharte inmediatamente del país». De modo que le dije que iría a París, viviría en una buhardilla y llevaría una vida bohemia. Pero ella me respondió: «De eso nada. Viajarás a Londres y sudarás un poco para variar». Y yo, que siempre le hago caso a mi querida abuelita, y puesto que siempre me ha gustado bailar y soy buena en ello, decidí venir aquí. A Leys. Me miraron con cierta desconfianza cuando les dije que solo tenía intención de bailar, pero...
Y eso era lo que Lucy se estaba preguntando. ¿Cómo era posible que hubieran aceptado a aquel encantador bollito en esta estricta escuela típicamente británica?
—Pues el caso es que una de las estudiantes tuvo una crisis a mitad de curso, no es algo raro aquí, ¿sabe usted?, y como quedó una vacante, lo cual nunca es bueno para una escuela, debieron pensar: «Está bien, dejemos que esa alocada muchacha que ha llegado de Brasil ocupe la habitación de Kenyon y asista a las clases. Al fin y al cabo no hará daño a nadie y será beneficioso para las cuentas de la escuela».
—De modo que comenzó como alumna de último curso.
—Como bailarina, sí. Yo ya era bailarina antes de venir aquí, ¿sabe? Pero voy a clase de anatomía con las de primero. Los huesos siempre me han interesado. También asisto a otras clases siempre que me apetece. He ido a casi todas. Menos a fontanería. Me parece algo indecente.
La señorita Pym imaginó que con eso de fontanería se refería a higiene.
—¿Y le han gustado todas las demás?
—Es una educación bastante liberal. Las chicas inglesas son tan ingenuas... Son como niños de nueve años. —Al percibir