Trece cuentos. Luisa Carnés

Trece cuentos - Luisa Carnés


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      (1931)

      Al penetrar en el tranvía la joven pareja, el ambiente se llena de un aroma exótico que atrae la curiosidad de una monja, único viajero del destartalado Sol-Ventas.

      Es joven. Tiene unas cejas negras y anchas. En la barbilla, una pequeña cicatriz le finge un hoyuelo gracioso. Sus ojos grandes, redondos, bobos, miraban al exterior vagamente, sin dejarse prender un solo instante por los agujeros de los balcones; las moles blancas, grises o rojas de los edificios; sus persianas verdes o amarillentas.

      Bajo la falda, de innumerables pliegues, le asoman las puntas chatas de las botas. Las manos se hunden en las profundas bocamangas de estameña obscura.

      Inmóvil. Solo la aparición de la joven pareja logra distender ligeramente sus labios apretados; solo la joven pareja consigue estremecer los párpados de sus redondos ojos bobos.

      Se sientan en un extremo del coche, muy juntos los cuerpos, y ella le pasa al hombre un brazo por debajo del suyo y le oprime con ternura.

      La monja desvía los ojos con un marcado mohín de desagrado y los dirige hacia el cobrador, que lía un cigarrillo en la plataforma, entre los dedos cortos y torpes. Pero enseguida los fija de nuevo en la joven pareja, que se contempla en silencio, y comienza a sentirse presa de extraña inquietud que la impele a sonreír. Ha cogido entre sus dedos redondos el borde de uno de aquellos pliegues innumerables de su hábito, y lo retuerce con fuerza. Luego se mira las punteras de sus botas horribles, y las esconde enteramente debajo de la falda pesada. Después se pone a observar al hombre, cuyos ojos entornados envuelven a la mujer en caricias imaginadas, cuyas manos delgadas, finas, buscan una mano desnuda de la amada, abandonada sobre su brazo.

      Tan próximos, que la misma sensación de vértigo que tiende a enlazarlas las aparta de pronto, y ambos miran fijamente al piso, coloreado por multitud de billetes rugosos, al tiempo que estrechan sus dedos muy fuerte.

      «¡Dios mío, se van a besar aún!», piensa la monja, y comienza a contar rápidamente las bolas negras de su rosario, evitando la influencia de la joven pareja. Pero sus ojos bobalicones, curiosos de súbito, no la obedecen, y se posan sobre los zapatos claros de la mujer; sobre sus piernas, encubiertas por un vestido obscuro; en sus uñas, pintadas de rojo, y en el perfil moreno del hombre; en la sombra que hacen las pestañas sobre sus ojos entornados.

      Los dedos ágiles de la monja vuelan sobre las cuentas del rosario. «Señor, se van a besar aquí.»

      Y el tranvía no llega nunca al punto de destino; trémulo, chirriante, se detiene frente a todas las señales eléctricas que halla al paso.

      La monja ya no puede sostener las bolas de su cadena de penitencia, ya no sabe dónde dirigir su mirada estúpida y curiosa, y la lleva a los letreros negros: «Se prohíbe fumar»; a los azules, «Sombreros baratos»; a los rojos, «El supremo laxante», para detenerla, finalmente, indefectiblemente, en la joven pareja.

      «¡Oh, se van a besar aquí!»

      La frente le arde.

      «¡Se van a besar aquí!»

      Pero no. Porque él hace de pronto una indicación rápida al tranviario, y se apean del coche.

      La monja vuelve la cabeza hasta verlos desaparecer entre la gente; suspira, turbada hasta el temblor; saca un breviario del bolsillo y comienza a mover muy deprisa los labios, fijos los ojos bobos en las páginas invertidas.

      LOS MELLIZOS

      (1932)

      Uno de ellos nació tres minutos antes que el otro, dándole este espacio de tiempo categoría de mayor edad ante el hermano que había nacido tres minutos después.

      No se sabe por qué el mayor de los mellizos apareció en este mundo con la pierna derecha un poco más corta que la izquierda (la madre murió víctima del esfuerzo que supone el echar dos hombres al mundo, y el nombre del médico que la asistió se perdió en la nebulosa de los recuerdos de la familia Pérez González, honesta raíz de la clase media española a la que pertenecían los mellizos).

      El renqueo fue la ligadura más fuerte que ató a los hermanos durante su larga vida. Al iniciar juntos sus primeros pasos, el mellizo de la pierna corta padeció un fugaz vértigo, determinado por su falta de equilibrio, y hubo de asirse a su hermano, con lo cual los dos fueron a dar en un piso de dura pizarra, que les hizo humedecer en un fuerte llanto simultáneo y les marcó con un doble chichoncete rosado.

      Este accidente mínimo señaló el punto de partida de la similitud en sus vidas de mellizos.

      Crecieron redondos. Eran dos bolas color de rosa, que rodaban juntas, unidas entre sí por el brazo derecho del hermano mayor, que buscaba el equilibrio de su cojera en el hombro del hermano tres minutos menor.

      Más tarde asomaron al cuadrito tierno de una escuela de barrio. Llegaban a clase de los primeros, y eran igualmente correctos con los condiscípulos y dóciles ante el señor maestro.

      Pero ¡cuánto hubo de luchar el profesor hasta conseguir que los mellizos pasaran sus lecciones sucesivamente! Porque ellos —extraños siameses unidos por el brazo derecho del hermano mayor—, cuando el nombre Pérez González era emitido por el profesor, se ponían en pie y lanzaban, simultáneamente, un monótono rosario de oraciones gramaticales.

      En los primeros días de curso fueron el hazmerreír de la escuela. Llegaban, confundidos en el mismo afán de aspiración a unas buenas notas en los próximos exámenes. Se envolvían en trajecillos a listas y andaban deprisa a saltitos parejos, y con idéntico ritmo en la mutua renquera.

      Porque los dos hermanos cojeaban. El menor habíase adaptado tan perfectamente al defecto físico del mayor que quien los miraba no podía apreciar con exactitud cuál de los dos era el cojo auténtico. Tan perfecta llegó a ser la adaptación, que cuando el mellizo menor se levantaba del banco del colegio, después de haber elevado hacia el profesor el aspa breve de su dedo índice, el entarimado de la clase se estremecía todo él con el ritmo de su renquera. Y la perfección culminó en un paso en falso, del mellizo sano, una vez en que le faltaron el brazo y el hombro del otro mellizo.

      Su credencial de cojo se la dio una mujer que los vio en la calle, camino del colegio, el brazo de uno en el del otro, cartera a la espalda y las piernas derechas dando cortes al viento frío de una mañana de enero.

      —¡Pobrecitos, cojos los dos!

      Entonces los niños se miraron, y el mayor estuvo a punto de gritar a la mujer, torcido en una triste mueca: «¡Eh, señora, el cojo soy yo!».

      Fue el menor quien exclamó, sonriendo:

      —¡Pues claro que somos cojos!

      Con lo cual reconoció el título con que le acababa de investir la espontaneidad callejera y estrechó los lazos íntimos que le unían al otro mellizo.

      *

      A los dieciocho años componían una escueta pareja de cirios enlutados (aquella familia Pérez González tenía de continuo algún difunto a quien llorar).

      Su padre, don Gonzalo Pérez, era médico, hijo y nieto de médicos, y soñaba con que algún día sus hijos figurasen en un futuro registro fotográfico, editado por el Colegio de Médicos de Madrid, que luciría un centenar de rostros rasurados en las antesalas médicas de España, y en el comedor, tibio de coliflor hervida, de todas las viudas de médicos españoles.

      Estudiaban los mellizos en la Facultad de San Carlos, y más bien parecían seminaristas que estudiantes de Medicina, con aquella apariencia de cera quebradiza, los recortados sombreros de fieltro negro partiendo por la mitad su translúcida frente y los libros beatamente reprimidos bajo el brazo izquierdo.

      Nada tenían en común con la algarera juventud que bordaba de risas y claras palabras las mañanas alegres de la calle de Atocha, olorosas de aguardiente y de la flora medicinal del Jardín Botánico.

      Como aconteciera en el colegio, diez años antes,


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