Trece cuentos. Luisa Carnés

Trece cuentos - Luisa Carnés


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amigos.

      —De compañía no anda mal —observó Sacramento, sacudiendo una chinche que caminaba por el borde de la almohada de Faustino.

      Al despedirse, Benita le ofreció con timidez:

      —Si le hiciera falta alguna cosa… ¡Como dice usted que aquí le atienden tan malamente!

      No esperó respuesta afirmativa. Al día siguiente volvió a ver al enfermo, y al otro, y al otro; y ya todos los días.

      Faustino la veía ir y venir por la habitación estrecha, pasar un trapo humedecido sobre los cristales del ventanuco, y acompañando con una frase de indiferencia todo cuanto hacía, para que perdiese importancia ante sus propios pensamientos, que le preguntaban con frecuencia: «¿Por qué haces esto con ese hombre? ¿Por qué te preocupas de tal modo?». Y cada día, al marcharse, dejaba sobre la mesita de noche un vaso de leche caliente y algunas galletas finas. También le dio a la patrona algún dinero, para que «le pusiera aparte un pucherito con un poco de gallina». «No se le olvide a usted; ya sabe que si no estos hombres no se ocupan de nada.»

      Con estas cosas, después de su enfermedad, Faustino se encontró unido a Benita por un lazo fuerte: la gratitud.

      *

      Un día Benita se sorprendió mirándose al espejo más tiempo del que tenía por costumbre. Porque, habitualmente, apenas se detenía a contemplar su boca, grande y desdibujada, ni su cuerpo, que jamás inspiró a los hombres una frase afable o grosera, ni sus ojos, donde la alegría de sentirse joven no había brillado nunca.

      Y recordó rostros extraños. El de aquella misma Sacramento, su compañera de trabajo; en sus ojeras falsas, en su lunar, también falsificado: en todas sus graciosas mentiras físicas, que excitaban el entusiasmo de los hombres, y comprendió que todos aquellos mejunjes no harían de ella otra cosa que poner de manifiesto la pequeña redondez de sus ojos y la abertura desmesurada de la boca, adonde asomaban los dientes separados, de forma cónica.

      Y se apartó del espejo, y empezó a llorar.

      Fue cuando tuvo la seguridad de estar enamorada de Faustino y de que sus cuidados de días anteriores no fueron otra cosa que amor, y pensó que aquella misma afabilidad de Faustino hacia ella, desde el instante de conocerse, pudiera ser amor también. Aunque él era demasiado guapo, y ella demasiado fea, en el amor se dan casos tan raros.

      Ante estos pensamientos secó sus lágrimas y, al acercarse casualmente otra vez al espejo, le parecieron menos feos sus ojos, humedecidos por el llanto.

      *

      Los amigos, sabedores de las visitas de Benita a casa de Faustino, empezaron a tejer una espesa urdimbre de maledicencia.

      —Ya sabemos, ya…

      —No la hagas y no la temas.

      —Os aseguro que…

      —A otro perro con ese hueso.

      Faustino protestó:

      —No consiento que digáis burradas. La Beni es una santa.

      —Bueno; no te pongas trágico, tú.

      —Claro. Y peor para ti, si no es verdad.

      El temor de que llegase a oídos de Benita el concepto falso que se tenía de su virtud, y que le perseguía constantemente como el remordimiento de una culpa, fue el único impulso que empujó un día la mano de Faustino hacia el brazo de Benita, sí que también el único gesto sentimental de su vida.

      —Mira, Beni: cuando quieras nos casamos. ¿A qué pensarlo tanto? Eso de los papeles se arregla en cuatro días.

      ¡Entonces sí que brillaron de juventud los ojos redondos de Benita!

      *

      Se casaron.

      Benita entregó a Faustino sus ocho mil pesetas, ahorradas a costa de muchos sacrificios. Desistió de sus sueños de la tiendecita de confección en la calle céntrica para que él realizara el suyo de la peluquería en la calle modesta.

      Benita era feliz en su cocina, lavando los paños blancos de la tienda, y al cuidado de que no le faltase nunca carbón a la olla del agua para afeitar.

      Con frecuencia, empinándose un poquito, atisbaba detrás de la vidriera de la tienda la figura de su marido, ennoblecida por la bata blanca de faena, que tanto le asemejaba a un hombre de ciencia —un químico o un doctor en Medicina—, y se sentía orgullosa de ser la esposa legítima de aquel hombre tan guapo, que olía siempre a los perfumes intensos de las lociones y que sabía como pocos hacer vibrar una guitarra.

      Él se sentía halagado con la sumisión de aquella mujer que adivinaba sus menores deseos y recibía sus espaciadas caricias con gratitud felina. Le estaba agradecido porque había independizado su vida, y a veces la alegría de sentirse libre le impulsaba a decirle:

      —Anda, vámonos un rato a un bar.

      Y le daba golpecitos cariñosos en las manos, única gracia del cuerpo desgraciado.

      Pero lo más frecuente era que agarrase el estuche de la guitarra y se marchara.

      —Me voy a casa de un cliente.

      En un principio le esperaba Benita en la cocina, planchando los paños de la barbería, que despedían el mismo olor a colonias fuertes que las manos de Faustino, hasta que el sueño la rendía sobre la mesa tibia. Después, cuando veía salir a su marido, se acostaba y adormecía llorando; un llanto que amortiguó enseguida el brillo fugaz de juventud que los primeros días de matrimonio regalaron a sus feos ojos.

      *

      —¡Claro!

      Le dijeron que Faustino «había puesto cuarto a una mujer del barrio», y no tuvo otra exclamación.

      —¡Claro!

      Comprendió entonces que su marido nunca le tuvo amor. Pensó que en su acercamiento a ella no hubo más que lástima, y le agradeció profundamente aquella ternura de que la había rodeado en los primeros días de convivencia.

      Así se resignaba a los caprichos de él, a sus exigencias, con una sumisión de mártir que apaciguaba las iras violentas de Faustino, quien se decía: «Es una infeliz que no tiene la culpa de que yo me haya sentido romántico y haya hecho la mayor tontería de mi vida».

      Casi todas las noches dormía en casa de su amante: una mala cantante de ópera que le llamaba «mi capricho» y «Fígaro mío», y que firmaba las cartas que le dirigía con un cursi tutta tua que encantaba al barbero.

      La cantante dio pronto fin de las escasas ganancias que rendía la tienda.

      A Faustino no le causó gran extrañeza que le dijera una mañana su mujer:

      —Hoy habrá que empeñar tu traje nuevo para pagar la contribución.

      —Pues me has partido —fue lo único que objetó—; tengo que salir a la noche. Podías llevar algo tuyo.

      —Como quieras. Yo lo decía porque por tu traje darán más.

      Siempre igual. Sumisa.

      Faustino pensaba: «Si a esta mujer se le ocurriese marcharse…».

      Su gratitud, su compasión hacia Benita se habían agotado. Ya no tenía una palabra cariñosa para ella, ni una ligera caricia para sus manos, que las faenas rudas fueron deformando. Solo un pensamiento persistente: «¡Si se cansara de mí esta mujer!». Porque ya la inminente ruina le hacía presentir una insoportable vida de escaseces junto a una esposa hacia la que no sentía la menor atracción.

      Para despertar su furor y originar un motivo de ruptura fingía olvidar las cartas de su amante encima de los muebles, y preguntaba después: «¿Has visto por aquí una carta mía?». Y ella, «Sí. Ahí está», sin el menor gesto de rebelión.

      Al fin se vieron precisados a traspasar su establecimiento.

      El poco dinero que percibieron


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