Poesía y censura en América virreinal. Sarissa Carneiro
que volvió a desempeñar entre 1614-1615. Tuvo otros cargos y menciones especiales, como las de provisor y vicario general de la sede vacante de Lima en 1606, que justifican el calificativo que le dio el arzobispo Toribio de Mogrovejo de hombre “muy docto”.59
El deán Muñiz tenía además otros intereses importantes que lo movían a participar en este proceso. Entre estos destacan sus vínculos con la ciudad de Quito de la época en que fue procurador de la Iglesia de aquella ciudad; asimismo, como ayudante principal del arzobispo Toribio Mogrovejo, tenía una actitud hostil al virrey García Hurtado de Mendoza, quien durante su virreinato tuvo constantes choques con el arzobispado limeño; y también mantenía conflictos personales con el padre Esteban de Ávila,60 sacerdote jesuita que había certificado la aprobación teológica del Arauco domado, por pugnas entre franciscanos y jesuitas y desavenencias en materias académicas, ya que ambos estaban vinculados a la Universidad de San Marcos.
La intervención del deán Pedro Muñiz permite entender otros aspectos del proceso basados en la religión católica. Los regidores quiteños, como hemos apuntado más arriba, indicaban que la acción de Oña causaba “grande daño, inominia y afrenta de la dicha ciudad”, por lo que su mentira cabía dentro de las llamadas “mentiras perniciosas”, las cuales “se decían con la intención de causar daño y, en efecto, podían hacerlo en gran medida, por lo que se consideraban pecados mortales”.61 De acuerdo con la opinión de Martín de Azpilcueta, remitiendo a la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, la culpa se presenta en tres modos: iocosa, officiosa y perniciosa.62 Estos fundamentos teológicos jurídicos de la calumnia parten del octavo mandamiento de la Biblia: “No dirás falso testimonio”. Como explica Max Deardorff: “La categoría de calumnia otorgaba al imperativo moral del octavo mandamiento una definición jurídica en el espacio de un proceso legal”.63 Por otra parte, Martín de Azpilcueta en su Manual para confesores clasifica las mentiras en tres tipos: formales, materiales, y formales y materiales a la vez.
Este autor identificaba como formales aquellas falsedades que surgían cuando una persona decía la verdad mientras pensaba que estaba mintiendo. Llamaba materiales a aquellas falsedades que una persona pronunciaba pensando que decía la verdad. Finalmente, identificaba como formales y materiales a aquellas que surgían cuando una persona decía una mentira a sabiendas. La calumnia solo podía darse en la tercera situación porque la intención era una condición necesaria.64
Los regidores solicitan contra Oña una pena vindicativa: “condenando al autor del en las mayores e más graves penas por derecho establecidas; y pedimos justicia”. Las penas vindicativas eran consideradas
penas en sentido estricto y provienen de la potestad pública que tiene la autoridad de castigar con un fin honesto. Éste es la enmienda del delincuente o al menos la función ejemplarizante. Ha de guardarse la proporción aritmética y equidad de la pena con la culpa, como corresponde en los actos de la justicia conmutativa. No obstante, deben atenderse las circunstancias de los delincuentes.65
La petición es afín al sentir de la literatura jurídica de la época, como vemos en la obra de Jerónimo Castillo de Bobadilla Política para corregidores y señores de vasallos: “En una bien instituyda República los calũniadores han de ser gravemênte castigados”.66 Como recuerda Deardorff: “El delito de la calumnia fue un asunto tanto espiritual como temporal. Juristas ilustres (Julio Claro, Luis de Molina, etc.) coincidieron en que acusar a otro falsamente de un delito se calificaba como un pecado grave”.67 Uno de los efectos más significativos y duraderos para aquellos que resultaban culpables de calumnia era ser considerados infamados (de hecho) de forma permanente.68 Aunque en este caso Max Deardorff se refiere a la calumnia procesal, es decir, al acto de mentir por una de las partes durante el juicio, estos son los mismos fundamentos teológico-jurídicos, ya que los regidores afirman que en Arauco domado el autor miente en su relato sobre la rebelión de las alcabalas,69 acción que lo convierte en calumniador, por lo que en caso de ser hallado culpable por la Audiencia sería considerado infame de por vida en la figura jurídica del infamado de derecho. En otras palabras, Oña con su supuesta mentira provocaba ignominia y deshonraba para siempre a los quiteños, porque se consideraban “infames de hecho a las personas cuya reputación se resintiera debido a los rumores que circulaban públicamente sobre su comportamiento indebido o ilegal”.70 Tanto para los quiteños como para Oña la infamia tenía importantes consecuencias sociales. Según Bernd Marquardt: “bajo influencias canónicas, los jueces pretendieron individualizar la pena según las circunstancias del delito (…) complementaron lo objetivo con lo subjetivo, ponderando y teniendo en cuenta las motivaciones, distinguiendo entre intención y negligencia”.71 Debido a ello, el deán Muñiz a lo mejor consideró a Oña solamente culpable de calumnia material porque pensaba que decía la verdad sin mala intención y por esa razón la condena fue la confiscación del libro sin consecuencias penales graves para el poeta. Recordemos que el deán Muñiz era además calificador del Santo Oficio, y en ese cargo podía referir el caso de Oña al Tribunal de la Inquisición, un tipo de justicia penal eclesiástica diferente al Tribunal eclesiástico ordinario de la Audiencia Arzobispal de Lima, que entre su potestad estaba imponer penas de mayor rigor en materias de fe. Asimismo, el deán Muñiz podía excomulgar de forma permanente a Oña.
De acuerdo con tratadistas de derecho canónico como Murillo Velarde en su Cursus Iuris Canonici72 la jurisdicción de los tribunales era territorial y esta se ejercía en cuatro maneras: según el domicilio, el contrato, el delito y la ubicación de la cosa.73 Curiosamente, entre los comentarios de derecho canónico dedicados al fuero de domicilio se encuentra el Tratado de domicilio, de Esteban de Ávila.74 Su autor fue el mismo sacerdote jesuita que aprobó la publicación de Arauco domado. Aunque el fuero de domicilio era el más importante según Murillo, no era aplicable a Oña porque este se encontraba en un barco listo para partir a su corregimiento en Jaén de Bracamoros y no podía considerarse en ese momento vecino de Lima. En el caso de Oña fue aplicada la jurisdicción del fuero del delito por varias razones, entre estas porque se trataba de una causa criminal, y en las causas de este tipo se aplicaba la “regla territorial”, es decir, “el fuero competente era el tribunal del lugar en el que el delito se cometió”, y “dado el carácter ejemplar del castigo y su función de resarcimiento a la comunidad a la que se había ofendido, convenía que la sentencia se diera en el lugar de la comisión del delito”.75
A esto se agregaban los denominados fueros privilegiados, los cuales, como indica su nombre, otorgaban a ciertos estamentos y corporaciones la exclusividad de presentar querellas directamente ante la Audiencia sin acudir a los tribunales inferiores.76 Entre los fueros privilegiados, autores como Hevia de Bolaños reconocían el de los cabildos que gozaban de la prerrogativa del acceso directo a la Audiencia: “el qual asimismo tienen los Cabildos”.77 Los Regidores de Quito aprovecharon esta posibilidad que les otorgaba el Derecho Procesal para presentar su demanda como un caso de corte ante la Real Audiencia y Chancillería de la Ciudad de los Reyes del Perú, así buscaban una respuesta rápida a su reclamación y trataban de impedir la circulación de Arauco domado. Otro de los fueros privilegiados era el de las causas de difamación, como explica Aurora María López Medina: “Las fuentes de la época se referían a la difamación, en sentido amplio, para denominar cualquier caso en el que una persona ‘va diziendo del otro mal ante los omes’”. En efecto, en su Glosa López analizó a quién se quería referir el legislador cuando decía “aquel contra quien son dichas, puede yr al juez del logar”.78
Cuando examinamos el juicio de Oña nos preguntamos por qué intervino la justicia eclesiástica ordinaria si el caso estaba bajo consideración de la justicia secular en la Real Audiencia y Chancillería de la Ciudad de los Reyes del Perú. Para ello no basta decir las razones teológicas generales que eran aplicables en este caso –y a las cuales nos hemos referido anteriormente– sino que debemos explicar las técnicas procesales que otorgan una situación privilegiada a un fuero en relación con el otro, lo que en la doctrina jurídica recibe el nombre de jurisdicción del fuero competente. Como aclara Aurora María López Medina había
una jurisdicción secular y otra eclesiástica, según la ejerciera la potestad civil o la de la Iglesia. Estando vigentes ambas potestades sobre un mismo espacio es lógico pensar que fueran frecuentes los problemas de límites, personales y materiales, en la actuación de cada una y por ello se hizo