Baila hermosa soledad. Jaime Hales

Baila hermosa soledad - Jaime Hales


Скачать книгу

       BAILA, HERMOSA SOLEDAD

      JAIME HALES

      © Jaime Hales, 2022

      RPI 75.363

      ISBN epub: 978-956-6131-40-3

      Diseño de portada: Bernardita Zegers, regalado al autor.

      Diagramación digital: ebooks Patagonia

       www.ebookspatagonia.com

      [email protected]

      Le agradecemos que haya comprado una edición original de este libro. Al hacerlo, apoya al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos y que estén al alcance de un público mayor. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización por escrito de los titulares de los derechos

      Comencé a escribir esta novela en 1985, después del segundo secuestro de mi hermana Carmen. La terminé en 1989. Fue publicada en 1991 y se agotó, pero no encontré quien quisiera reeditarla. Al parecer nuestra sociedad no estaba todavía preparada para este tipo de libros que, aunque fuese en forma de novela, daban cuenta de una tragedia reciente. Hoy sí, especialmente cuando ya han nacido tantos que no conocieron los rigores tan largos e intensos que vivimos en Chile y en casi toda América Latina.

      Pensaba en mis padres Adela y Alejandro, en mis hijos Pablo, Mariana y Sofía, en su madre Ana María. Hoy debo agregar a mis nietos Micaela, Alejandro y Amparo.

      Tenía presente a tantas personas que sufrían, como yo y más que yo, los rigores de la dictadura.

      Recordaba al escribir, a toda una generación de hombres y mujeres que hemos sido protagonistas y testigos privilegiados de tantos hechos importantes para el mundo entero: todas señales del parto doloroso aunque esperanzador de una nueva era, la de Acuario.

      Menciono y agradezco a mis amigos Miguel Villablanca y Aníbal Bascuñán, claves en la hora de editar la primera edición de esta obra; a Bernardita Zegers, artista, que me regaló el cuadro para la portada; a Roberto Garretón y Carmen Hertz, abogados con quienes vivimos la experiencia de esos años y a quienes debo tanto de lo que sé.

      Y dos agradecimientos especiales: para Maru Hernández, mujer que con amor me ha ayudado en la corrección de esta nueva edición y para Javier Sepúlveda Hales, mi sobrino, hombre generoso y empresario eficaz en el ámbito de la cultura.

      Hay tantos más que vienen a mi memoria. Pero sus nombres permanecen en un lugar privilegiado de mi corazón y su mención duplicaría la extensión de esta obra.

      Jaime Hales

      Mirando el mar, al terminar el verano de 2022

      Los personajes de estas historias son verdaderos; ellos poblaron mis sueños noche a noche. Ellos estarán vivos, cuando nosotros estemos muertos.

      Mahfúd Massís

      Poeta chileno, en la edición de su obra “los sueños de Caín”

      UNO

      Rafael sintió calor, calor y cansancio. Todo se mez­cla­ba: la tensión, la sor­­pre­si­­va tem­peratura para el mes, el mie­do. Si, el miedo, que estaba muy pre­­sente, aunque los otros no lo notaran, un miedo que no lo dominaba, pero que le re­co­rría las venas, le humedecía las manos y lo obligaba a pal­par­se los mus­­los. Rafael siempre se palpaba los mus­los cuando te­nía miedo, como un ac­to reflejo. Había veces en que se per­ca­ta­ba del miedo cuando probaba la du­re­­za de los muslos, bus­can­do en ellos quizás la seguridad que le faltaba.

      Había caminado muchas horas y resolvió sentarse en un banco som­brea­do. Sus­piró, re­lajando el cuerpo en­tero. En­tonces se dio cuenta que había llegado a la misma plaza de siem­­pre, esa doble Plaza Ñuñoa llena de grandes ár­bo­les y ar­mo­nías, la misma llena de re­cuer­dos y que busca en sus mo­men­tos tris­tes, en sus melancolías frecuentes, en sus largos pa­­seos desde la tem­pra­na adolescencia.

      Se alarmó, pues había hecho justamente lo que no de­bía ha­cer un hom­bre en su situación: buscar refugio en me­­ca­nismos de ru­ti­na. Falsa alar­ma. Mi­ró a su alrededor y no vio ni sapos ni policías. Sonrió. Una vez más había so­brees­­ti­ma­do a los agentes: si eran una bue­na policía po­­lí­tica de­bían saber que él, en sus momentos di­fí­ci­les, ter­mi­naba buscando re­fugio en la misma plaza. Les habría bastado, si es que de ver­dad lo que­rían detener, con ir a sentarse a la Pla­za Ñuñoa y es­perar tran­­qui­­lamente, pues tarde o tem­prano llegaría, ol­vi­dan­do los me­canismos de se­guridad y las instrucciones ela­boradas por él mis­mo para los dirigentes del Comando. Pero no lo hicieron.

      Hoy, este mar­tes de tanto calor, cuando el pro­ble­ma era ma­yús­culo y es­taba completamente solo, Rafael re­gre­só a ese san­tuario de penas.

      Solo.

      Completamente solo, recibiendo el calor de la tar­de, con nubes ne­gras en el cielo y desconcierto, demasiado des­con­cierto, más del prudente al me­­nos, anidado en el al­ma. Pa­só sus manos por las mejillas, repitiendo el ges­to que se había con­vertido en rutina de tantos años con barba. Se había afei­ta­do co­mo medida de seguridad. Se preguntaba, con el do­lor del sa­­cri­fi­cio, si acaso ser­viría de algo, si era ne­cesario, pues los agentes debían tener fo­­tos su­yas sin barba y entonces lo re­co­no­cerían. Nuevamente sonrió. Esta vez no de haber so­bre­va­­lo­ra­do a los agentes, sino de su propia va­nidad. La úl­­ti­ma foto su­ya sin bar­ba era de 18 años atrás, cuando sólo tenía 18 y por­ta­ba 75 kilos bajo una piel joven y suave. Cuando ano­che se afei­tó, es­tu­vo frente al espejo lar­go rato y no fue capaz de re­co­no­cer­se. Nadie lo re­co­no­­cería: pálido, con la piel arrugada, ave­jen­tado. Disminuido, por lo menos en relación con la ima­gen que él tenía de sí mismo.

      Dejó caer su cuerpo en el banco de la plaza y en ese ins­tante percibió re­cién el can­san­cio en toda su enor­midad. No tenía ganas de moverse y sentía pe­­sa­dos los brazos y las pier­­nas. Sabía que allí no podría permanecer mucho tiem­­po, que debía buscar refugio para pa­sar el pe­li­gro y la urgencia, por lo me­nos, mientras se aclaraba la si­tua­ción simplemente, mien­­tras recibía ins­truccio­nes.

      ¡¿Cómo mierda iba a recibir instrucciones?!

      Esa era la mayor incógnita, pues había perdido con­­­tacto con el pre­ca­rio me­ca­­nismo de seguridad del Par­tido. El operativo había comenzado en la no­che mis­ma del domingo, po­­cas horas después que se supo lo del atentado y una vez que el General retomó el control de la situación y pro­clamó como res­­puesta un endurecimiento de las con­diciones contra los di­ri­­gen­tes políticos, co­­mo si ellos fueran los responsables del aten­tado o eso le significara al go­bier­­no una so­lu­ción para los pro­blemas que estaba viviendo.

      Poca gente circulaba por las calles, como era ha­bi­tual en los barrios y a esta ho­ra de la tarde.

      ¿Qué estaría pasando en el centro de la ciudad?

      Desde su asiento veía a los transeúntes, hom­bres y mu­jeres, co­mo siem­pre tranquilos, con las ca­ras un poco tris­to­nas, portando sus pro­­pios pro­ble­mas y sin saber las di­men­sio­­nes reales de lo que estaba sucediendo. To­do había sido una sor­pre­sa, pese a que, en los niveles políticos en los que él se de­sempeña, hubo informaciones de lo que pa­saba.

      Se preparaba una jor­na­da de pro­tes­­ta, que extra­ña­men­te fracasó des­de su inicio, pues nadie pa­re­cía tener mu­cho in­terés en que tuviera éxito.

      No hacía dos me­ses que ha­bía su­cedido la más exi­­to­sa jornada de mo­vi­li­za­ción, que lle­vó al embajador nor­teame­ri­­ca­no a confidenciar al ex Can­ci­ller que la historia de la dic­ta­dura debía divi­dir­se entre “an­tes y después” de esa jornada de protesta que duró dos días.

      Su mente se fue a los días


Скачать книгу