Baila hermosa soledad. Jaime Hales
errores. Ahora debía buscar solución al problema inmediato, pues era estúpido estarse horas allí o seguir vagando por las calles, ya que al final podrían detenerlo por cualquier cosa trivial, por sospecha por ejemplo y entonces sería el fin de todo. Se enderezó y probó sus músculos tan poco preparados para las emergencias desde que dejó de hacer deporte hace ya mucho tiempo, endureciendo y soltando piernas y glúteos, mientras trataba de pensar en alguna solución.
Las instrucciones habían sido muy claras. No eran nuevas, pues estaban previstas para cualquier emergencia como ésta.
Había que abandonar las casas. El domingo en la noche alojaría donde Guillermo. El razonamiento era muy sencillo: Guillermo es un militante de poca importancia; si es que llegan a su casa a detenerlo, es porque la operación constituye algo de tal magnitud que no habría escapatoria. Es lo mismo que le explicó su padre con ocasión del temblor tan fuerte aquel, cuando llevándolo hasta la cercanía de uno de los muros del edificio en que estaban: “si este muro se quiebra, Rafita, ya nada importa pues la ciudad entera estará en ruinas”.
Ese era el alojamiento para la primera noche, pues si acaso habían detenido a algún dirigente tal vez pudieran dar con este escondite y los otros de los demás dirigentes importantes. Guillermo le entregó un sobre cerrado en que estaba la dirección de la segunda casa. En la nota −escrita con la ordenada letra del secretario del Partido− le explicaban que en la nueva morada debía permanecer hasta el martes a las siete de la mañana y a esa hora saldría hacia la tercera, cuya dirección recibió pero no sabía a quién pertenecía.
Allí tendría la información necesaria para dar correctamente los pasos siguientes. Sería el momento de evaluar. Debía llegar a esta casa el martes a las nueve de la mañana. No antes, porque otro camarada la habría ocupado y era preciso que fuera previamente chequeada por un responsable de seguridad. Cuando él llegara podría estar seguro.
La instrucción también decía que debía afeitarse. Claro, fácil resultaba ordenarlo cuando quien daba la orden no sabía que tras esa barba habían crecido dieciocho años de historia personal, dieciocho años que se habían marcado en surcos imborrables, dieciocho años que eran la mitad de su vida.
A las siete de la mañana en punto se encontraba en la calle.
Avenida Lyon, pleno barrio alto, el sector de las casas elegantes y antiguas, construidas en los años 30 a los 40, mansiones enormes, con hermosos jardines y grandes arboledas, que actualmente ya estaban transformadas en agencias de publicidad o sedes de empresas extranjeras o muchas otras similares habían sido demolidas para construir en su reemplazo lujosos edificios para ricos, de muchos pisos y pocos departamentos, uno de los cuales ocupaba Guillermo en un cómodo y práctico segundo piso. La mañana estaba fresca. Se dirigió hacia el sur. La nueva casa estaba a poco más de 30 cuadras de distancia, cerca de sus barrios de siempre. Tenía tiempo y decidió ir caminando. Avanzó por Lyon y luego tomó la hermosa Avenida Pedro de Valdivia, el camino hacia el Estadio Nacional.
Su paso resultó demasiado rápido y llegó adelantado, cuando recién habían pasado las ocho de la mañana.
¡Bendito apuro, bendita desobediencia! Cerca de la casa a la que debía dirigirse para su protección, estaba una placita pequeña, cubierta de pinos y palmeras, nido de amores por decenas de años, olvidada del boom de jardinería que había cogido a todas las municipalidades con dinero, sitio de aventuras vividas en la adolescencia. Se instaló en un punto desde el cual dominaba perfectamente el sector de la casa de seguridad a la que debería entrar pocos minutos después; con el diario en la mano, buscando alguna novedad de las que importan, de esas que ahora lo angustiaban y que difícilmente ocuparían los titulares de primera plana, menos en este día de tiranía y estado de sitio.
Fue entonces cuando lo vio todo. Llegaron cuatro autos simultáneamente, que se detuvieron en el otro extremo de la plaza; bajaron numerosos agentes con sus metralletas en las manos y se ubicaron cerca de la casa. No veía la puerta. Se sintió petrificado. Ese era su escondite para poco rato después. Escondido por el diario y las palmeras presenció todas la maniobra. Los agentes que entraron a la casa salieron a los dos o tres minutos llevando de los brazos y casi al trote al presidente del Partido, con pocas gentilezas, mientras él, muy alto y muy digno aunque sin corbata esta mañana, protestaba enérgicamente. Rafael no podía escuchar las voces, pero adivinó que el dirigente invocaba todas sus calidades del pasado y del presente, sin que a los captores les importara un bledo que fuera abogado, parlamentario ayer o ministro alguna vez. Luego sacaron a una mujer que discutía a gritos con los agentes. Su voz se oía, pero no pudo entender las palabras. Quien parecía ser el jefe ordenó que la dejaran regresar a la casa. En ese mismo momento apareció el chico Riquelme. Era el encargado de hacer el chequeo de seguridad, pero llegó por el lado equivocado. Tal vez pensando que no habría problemas, accedió por una calle lateral desde la cual no había la suficiente visibilidad anticipada. Si lo hubiera hecho por la plaza...pero llegó desde el otro lado y de sorpresa se topó con los agentes. Pudo haberse hecho el desentendido, pues era muy difícil que ellos lo conocieran, pero en lugar de eso se aterró y trató de correr hacia atrás. A los pocos segundos hacía compañía al presidente del Partido en el auto. Cumplida la misión, cuatro o cinco agentes ingresaron a la casa y el resto se fue con sus autos y los detenidos. La ratonera estaba instalada para recibir a Rafael.
Hasta allí llegó todo para Rafael. Se suponía que si la casa de seguridad no servía, el encargado del Partido le comunicaría el paso siguiente. El encargado, el chico Riquelme, viajaba hacia el cuartel Borgoño u otro lugar similar. Entonces no tenía instrucciones ni destino y partió a deambular, de un lado para otro, hasta que, sin saber cómo, llegó a la plaza de siempre, la de todas las penas y las horas difíciles, la de los amores incomprendidos y los amores inconclusos, donde ahora estaba sentado con los músculos en ejercicio.
Este era su problema. Tenía que retomar contacto, averiguar qué pasaba con los dirigentes, qué sucedía con el Partido, si acaso era tanto el peligro, si había más detenidos, cuál debía ser el próximo paso.
Pero todo eso requería primero calmar angustias y miedos, adquirir la seguridad de murallas sin intrusos y un techo para soportar una lluvia inevitable en un día de tanto calor para esta época, apaciguar el hambre con una taza de café o un vaso de leche, conseguir una cama para tenderse. Descartados los parientes y los amigos habituales, eliminados de la lista los militantes del Partido, no era mucho lo que quedaba. Con la memoria recorrió el barrio, hasta recordar que por allí vivía Milena.
Milena.
A su casa no podía ir, pues eso también lo recordarían los propios agentes.
Frente a la casa de Milena vivía el Fiscal Militar, el que hace tan poco tiempo intentó procesarlo. No, no podía. Cualquier casualidad era suficiente para que lo detuvieran. Pero tampoco podía seguir eternamente en esta plaza y comenzó a caminar, sin saber hacia dónde. Estaba a tres o cuatro cuadras de la casa de Milena. Recordó su calidez, sus ojos tan hermosos, su ternura, la biblioteca tan completa, había dicho ella una tarde de bromas, para soportar un clandestinaje larguísimo. ¿Por qué no intentarlo? El calor, el cansancio, el dolor