Baila hermosa soledad. Jaime Hales
señor, que no era sino una maniobra para quebrarme, para debilitarme, pero resultó que fue la única verdad que los canallas me dijeron en todo el tiempo que permanecí en sus manos.
Tuvo suerte: estaba destinada a morir porque había visto demasiado, pero un fiscal militar creyó necesario llevarla a prestar declaración en un proceso que culminaría en Consejo de Guerra. La dejaron recuperarse, la acomodaron y la llevaron a las Fiscalías. Guardias y oficinas, mucha gente por todas partes, hasta que la sentaron frente a una mujer muy amable, con cara bonachona que la interrogó por largo tiempo y le convidó una taza de té. Cuando terminó la diligencia, el Fiscal consideró que no tenía nada que ver en el proceso y no había razón para mantenerla detenida, por lo que ordenó su libertad por falta de méritos. Ella sabía que tenían que devolverla al lugar donde estaba prisionera y temía que entonces la mataran. La actuaria también.
− Con sus ojos cálidos me dijo, “para el taxi” y me entregó un poco de dinero, llamó al gendarme y le dijo que yo estaba en libertad, que me iba desde ahí mismo y me hizo salir por una puerta distinta, mientras al interior del edificio quedaban esperando los agentes que me habían traído.
Teresa estaba libre, libre, caminó rápido y tomó el primer taxi que apareció.
− Esa noche mis padres me llevaron a una embajada. Estuve fuera hasta Diciembre del año pasado. Ahora me autorizaron a regresar y aquí estoy, cumplido ya el encargo. Eso es todo.
El silencio parece un alivio. Mira a Carlos Alberto y lo ve llorar, muy suave durante mucho tiempo y luego más y más, con sollozos e hipos, con sonidos agudos y el rostro descompuesto, llora como no podía recordar haberlo hecho jamás. Hace frío y ella misma le sugiere que se vaya a casa dispuesta a acompañarlo. Llegan y él sigue llorando. Teresa se instala a su lado y lo acompaña, acariciándole el pelo, suavemente, hasta que se queda dormido sobre el sillón. Ella sale en puntillas, silenciosamente, ante la sorpresa del cuidador que creyó que había venido a dormir con el patrón.
Nunca lo dijo a Sonia. Nunca lo dijo a nadie. ¿Por qué? No sabe. Por eso ahora, cuando lo van a meter preso, a Carlos Alberto le parece ridículo llamar a Sonia, porque ella no entendería nada, si acaso no se lo contaba todo, lo que podría ser demasiado largo. Y difícil.
Fue después de ese encuentro en la playa, con el dolor aplastando el pecho, con un desgarro de parto en el alma, con los ojos ya desocupados de las lágrimas acumuladas en tantos años de parecer un tipo correctito y formal, fue entonces, recuerda esta noche antes de ser detenido, que decidió ubicar al tal Moncho y al poeta, sin saber exactamente para qué, pero con la total seguridad que su vida habría de cambiar.
Esta noche no tiene a quien contarle todo lo que pasa en su interior, a nadie quien explicarle, a nadie a quien dejar instrucciones sobre las cosas de trabajo que quedan pendientes, a nadie para compartir su miedo, a nadie para despedir su libertad con un poco de ternura. Falta ya poco para la diez de la noche y va a empezar el toque de queda. Demorarán en detenerlo, tendrá tiempo de presentarse voluntariamente.
La decisión está tomada. Con su pequeña maleta, donde ha puesto las cosas más elementales, sale del departamento, toma su auto y luego de cruzarse con dos o tres camiones militares, llega hasta el edificio donde vive Sonia.
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