Baila hermosa soledad. Jaime Hales
igual en asuntos políticos, salvo que mutuamente se lanzaban cargos y culpas, reproches y agresiones, no comprendiendo ninguno de ellos jamás, hasta ahora probablemente, que el asunto era inevitable y que ella era ella y no una dependencia particular de sus padres. Las acusaciones recíprocas eran tan graves que ya casi no se hablaban y, cuando empezó efectivamente a creer que era suya una buena dosis de culpas, él decidió que debían separarse, aunque Sonia no aceptara nada de la que le correspondía.
Luego de veinticinco años de matrimonio se separaron, vendieron la casa y compraron dos departamentos de lujo. El le fijó una mesada, hasta que ella reclamó que quería hacer algo y no seguir como una mantenida, que se estaba muriendo en vida y, luego de renunciar a esa pensión pactada muy solemnemente, Carlos Alberto le entregó el dinero para abrir una tienda en el nuevo centro comercial que habría de causar sensación en el barrio alto. Compró el local a nombre de Sonia y lo entregó lleno de mercadería. Como buena hija de árabes, Sonia fue capaz de conducir su negocio con eficiencia y nunca más volvió a pedirle dinero, por lo que sus contactos se reducían a ocasionales visitas que él hacía a la tienda, por el simple deseo de conservar algo que lo uniera con Patricia, una conversación liviana, una frase simpática de ella sobre su estado físico, una pulla con sorna sobre las tantas mujeres que tendría, una consulta sobre algún asunto financiero, sobre el precio del dólar tan fluctuante, sobre el banco más seguro y sólo muy ocasionalmente un comentario sobre Juan Alberto, el hijo menor que un día partió a los Estados Unidos para dedicarse a la física y que, inmerso en ese mundo científico, sólo se acordaba de sus padres unas pocas veces en el año y le escribía a Sonia, enviando en el mismo sobre una carta más breve para Carlos Alberto, revelando con ello que no aceptaba que se hubieran separado y que no estaba dispuesto a cambiar su costumbre por el hecho que ellos no fueran capaces de enfrentar su vejez juntos. En las cartas de Juan Alberto jamás había una mención para Patricia, no porque no le tuviera cariño, sino porque parecía entender que no había que reabrir heridas o alentar esperanzas inútiles.
Carlos Alberto se sintió solo.
Le pareció que no tenía sentido llamar a Sonia.
Por primera vez en la noche comprobó que la noticia de su próxima prisión lo había afectado y el sentimiento de soledad se hizo más agudo.
Patricia, en aquella última vez que conversaron, le reprochó su aparente frialdad para todo, esa seriedad, esa solemnidad, esa postura de príncipe renacentista que mantenía una sonrisa ajena frente a todo lo que ocurriera en el mundo, como si nada lo tocara de verdad, sin gritar, sin exaltarse, manifestando sus enojos con castigos severos expresados de un modo que casi parecía cortés, esa carencia de contacto físico, lo que ella llamaba incapacidad para expresar cariño, para amar y, tratando de exaltarlo sin conseguirlo, le decía las cosas más duras que se puede decir a un padre, para terminar lanzando al aire o al futuro ese grito doloroso de que algún día, papá, algún día quiero verte llorar, desangrarte en lágrimas, implorar, para saber que eres humano, nada más, un día, papá, sufrirás mucho, sufrirás y no tendrás a nadie, no estaré yo a tu lado y sólo espero que no sea demasiado tarde para que te conviertas en un hombre, un hombre de verdad y no esta especie de máquina para la vida social. Para Carlos Alberto no había sido demasiado tarde el momento, pero si para su relación con su hija mayor, porque hacía dos o tres años, ¿ tres?, se había reconciliado con el llanto y esta detención inminente era justamente porque había dado curso a su ser más profundo, aunque para ello debió asumir como actor consumado, capaz de hacerle creer a todos que él seguía siendo el mismo de antes, pese a que en realidad hubiera cambiado tanto, tan profundamente como había sido el terremoto experimentado en su vida aquella vez.
Carlos Alberto no fue capaz de poner fecha de inicio al drama en su memoria. Siempre creyó ser un buen padre, como eran todos, marcando sólo la diferencia en el hecho que jamás golpeaba a sus hijos. Los quería mucho, los puso en los mejores colegios, les dio vacaciones largas y compró la casa de Concón porque les gustaba tanto.
¿Cuándo empezó el drama? ¿Acaso cuando Patricia entró a la Universidad? ¿Tal vez cuando rompió su largo pololeo que todos esperaban, incluso el pololo, que terminara en matrimonio? ¿O fue cuando ingresó al Partido, ese partido de mierda, que ni siquiera se atreven a ser comunistas le dijo él, en la época de la elección del Doctor como Presidente? ¿O cuando fue elegida presidente del Centro de Alumnos?
¿O fue esa tarde de Julio de 1974, que ahora Carlos Alberto recuerda con la garganta seca?
Era un día muy frío. Durante casi una semana había caído la lluvia sobre la ciudad y esa mañana amaneció despejado y con mucha helada, un día de sol, hermoso, pero al correr de las horas las nubes habían regresado anticipando una nueva lluvia para esa noche. Las cosas no se habían dado muy bien, porque las medidas económicas recién anunciadas por el general que ocupaba el Ministerio de Hacienda habían provocado cierto pánico en esferas financieras. Se suponía que debía darse una cierta estabilidad para recuperar al país después de tres años de caos y socialismo, pero este segundo ministro en menos de un año tomaba nuevas líneas en su acción, los anuncios para el fomento del desarrollo industrial no se concretaban y todo indicaba que este nuevo cambio de política económica sería profundo. Su olfato le señalaba que lo más conveniente era no invertir, mantener su dinero en bancos extranjeros y tal vez iniciar algunas exploraciones en el comercio exterior. Se decía que bajarían los aranceles, que se congelaría el dólar, pero muy pocos creían que eso pudiera suceder. Este seguía siendo el país del rumor y no existían muchas posibilidades de planear seriamente el futuro.
Después de dejar la oficina manejó cuidadosamente, por la lluvia, camino a su casa. Los días de invierno agudizan la melancolía y las dificultades financieras son fuente de angustia para cierto tipo de personas, como por ejemplo Carlos Alberto. No veía a Patricia desde hacía muchos días. Su última conversación había sido muy desagradable y terminado abruptamente, cuando ella salió dando un portazo, después de advertirle que le llegaría el momento de llorar. Un desahogo emocional de la muchacha. El golpe de estado la había afectado mucho, pues se le tronchaban sus aspiraciones políticas, personales y, en general, las referidas a su visión de la sociedad. Ella creía verdaderamente que todo esto que se vivía era mejor y que el caos económico y social era fruto de la campaña del imperialismo y de los antipatriotas, de los reaccionarios, de los fascistas. El día de su último encuentro antes de esa tarde de Julio, ella fue a casa de sus padres porque se sentía especialmente triste. Habían detenido a uno de sus mejores amigos, un poeta que vivía en el mismo edificio, que no mataba una mosca. Se enojó mucho cuando Carlos Alberto le dijo que todo tenía explicación, que quizás en qué estaría metido, pero ella tenía miedo que lo torturaran, que lo mataran o que le pasara algo muy espantoso, algunas de esas barbaridades −pensó Carlos Alberto− que según los comunistas y el Cardenal estaban pasando en Chile, todo lo que por supuesto debía ser completamente falso, porque este país no es la Alemania nazi, ni Vietnam ni Rusia y las Fuerzas Armadas son completamente distintas a las otras fuerzas armadas de América Latina, pero la discusión fue subiendo de tono y él, muy apenado por su hija, no fue capaz de mostrarle afecto como ella necesitaba, sino sólo como él sabía, lo que no resultaba suficiente, porque las mujeres son tan sensibles y quizás anda en uno de esos días “especialmente sensibles”, reflexionó él.