Baila hermosa soledad. Jaime Hales
No gracias, Marisa, me voy.
Ella insistió, si querían se iban juntos, a él le haría bien un momento de relajo, una comida rica, preparada con cariño. Marisa sentía que no era un buen momento para que Javier estuviera solo, que quizás necesitaría hablar, contar algo de lo que le estaba pasando por dentro y que Marisa percibía vagamente. Amablemente, dejando ver la pena que lo afectaba, Javier rechazó la oferta, prometiendo llamarla en la noche, aunque ella sabía que él no lo haría, que no pediría ayuda para su soledad y sus miedos, que huiría de la posibilidad de que ella le manifestara su cariño de un modo más profundo, algo más que la simpatía de todos los días o un instante de intimidad pasajera, no quería nada que pudiera comprometerlo afectivamente, nada que lo hiciera depender de otros. Lo vio ponerse la chaqueta y abandonar lentamente la oficina, dolorosamente solo, tan solo como ella, tan triste como ella, aunque por razones muy distintas, y sabía que como no la llamaría en la noche, ella pasaría una noche de angustias, de soledad, de penas de amor. Una más.
Javier recorrió las cuatro cuadras que lo separaban del estacionamiento con paso calmo, observando a la gente. No sabía si era la proyección de su propio sentimiento o efectivamente todos se veían un poco nerviosos, caminando rápido, más personas que lo habitual, como si todos hubieran decidido partir al mismo tiempo, como si todos estuvieran preocupados por la suerte de Ismael y quisieran ver a la Cata, los rostros serios y ceñudos, al tiempo en que empezaba a levantarse un suave viento caliente, presagio de lluvia en épocas normales y no como ahora, en que ya nada se puede predecir y para muestra este tiempo en el que da lo mismo que sea Mayo o Septiembre. Y recordó ese Septiembre de hace tantos años, de esas tardes previas al golpe militar, todo parecido, hasta el aroma, aunque la situación ahora era todavía mucho peor de lo que él imaginaba o de lo que era capaz de apreciar desde su privilegiada posición.
Comenzó su severa autocrítica mental, sintiéndose un acomodado, egoísta, con una situación de vida fácil en la que había recibido mucho sin responder como era debido. ¿La parábola de los talentos?
La llegada al estacionamiento lo salvó de seguir con este juicio, su propio juicio, pues Rodrigo Concha y Ramón lo estaban esperando. Los tres se saludaron y luego mantuvieron silencio hasta que el auto de Javier salió del centro.
Ramón les contó que la agitación ya llevaba bastante tiempo. Convenía mirar las cosas con perspectiva y no sólo de los últimos días o del propio hecho del atentado que en realidad era una detonación, pero no una circunstancia aislada.
Ya desde hacía casi un año y medio, en pleno Estado de Sitio, la agitación se había generalizado. Allanamientos masivos en las poblaciones, más de dos mil relegados, muchos encerrados en campos de concentración, detenidos y vigilancias diaria, allanamiento de oficinas y casas de los dirigentes, amenazas por todos lados. Todo era terrible.
Mirando al Negro Concha, que sabía mucho menos que Javier de todo esto, les contó que los allanamientos a las poblaciones tenían cierta rutina de horror. A las cinco de la mañana, un poco antes que se levantara el toque de queda, la población era rodeada por efectivos militares que se instalaban en piquetes en las esquinas de las calles y pasajes, en hileras frente a los edificios de departamentos, de a uno tras los árboles de las plazas, mientras grupos mixtos de soldados y hombres de civil iban recorriendo las casas obligando a los hombres a salir a la calle. Con parlantes se despertaba a los pobladores, explicando que ésta era una operación rastrillo para capturar a los delincuentes comunes, ordenando que los pobladores debían permanecer tranquilos y era la obligación de todos colaborar para conseguir que esto resultara fácil. Todos los hombres mayores de quince años debían salir a la calle inmediatamente. Los soplones actuaban junto con los civiles, señalándoles las casas de los más destacados opositores del sector o los más activos políticamente, para que los agentes entraran rompiendo puertas, golpeando, amenazando a los moradores, pateando los muebles y luego detener al denunciado y arrastrarlo hasta la calle en las condiciones en que estuviera y haciendo lo mismo con los otros hombres de la casa. Esas casas y algunas otras elegidas al azar eran revisadas con mayor minuciosidad, dando vuelta camas y colchones, rajando sillones, rompiendo a golpes los tabiques, abriendo los entretechos si es que había, maniobras destinadas no sólo a amedrentar a los habitantes, sino también a encontrar panfletos, revistas, folletos u otras cosas que a sus ojos pudieran parecer subversivas o sospechosas de actividad política. Cuando todos los hombres ya estaban en la calle, los militares los obligaban a formarse y marchar hacia algún sitio eriazo o la cancha de fútbol, donde los desnudaban, separándolos por grupos, unos forzados a mantenerse de pie y otros a estar sentados. Lentamente, con más demora incluso que la necesaria, los militares iban tomando a los grupos y se interrogaba a cada uno de los pobladores. Primero era un interrogatorio rutinario y se fichaba al sujeto, pero si acaso al agente interrogador le parecía necesario o había una denuncia específica de algunos de los sapos locales, el detenido de turno podía ser preguntado más duramente sobre cualquier cosa, hasta exasperarlo. Pobre de aquél al que se le conocieran antecedentes políticos, anteriores detenciones o relegaciones, pues entonces el trato resultaba mucho más duro y se le destinaba a una sección especial. Miles de hombres sometidos a ese vejamen durante todo el día, hasta que al final de la jornada se les permitía vestirse y algunos de ellos era subidos a buses o camiones militares y el resto quedaba en libertad, con severas advertencias respecto de la necesidad de mantener patriótico silencio y mucho cuidado con recurrir a la Vicaría o a los curas, que ésos son todos comunistas y a no olvidarse de informar a la autoridad sobre los delincuentes o extremistas que pudieran llegar a la población.
Mientras duraba el operativo, debidamente advertidos por algún llamado anónimo, llegaban hasta los cordones militares o policiales, nubes de periodistas extranjeros que presenciaban todo esto desde lejos y un poco más cerca veían a las mujeres de los detenidos discutir con los oficiales de carabineros que ayudaban a los militares en el operativo. En una población detuvieron por varias horas a los sacerdotes y les dieron el mismo tratamiento. En otra detuvieron al presidente del Colegio de Periodistas y a dirigentes del Colegio Médico que llegaron hasta el sector para constatar lo que estaba sucediendo.
− El hecho mismo no puede ocultarse, agregó Ramón, pero la información se entrega en forma completamente distinta, especialmente por la censura de prensa. No falta la declaración, y ustedes deben haberla leído, que explica que el allanamiento fue pedido por los pobladores para ser liberados de los delincuentes o que proclama que grupos de mujeres aplaudían a los militares cuando pasaban y les agradecían a gritos su acción. La verdad es que los grupos de mujeres estaban, pero hacían exactamente lo contrario.
Hizo una pausa antes de continuar con el relato. Les habló de los allanamientos a las oficinas de los dirigentes políticos, la vigilancia sobre sus casas, las amenazas por teléfono o por papeles que llegaban de las más distintas maneras, las golpizas que daban a otros, las detenciones de los dirigentes de base, de dirigentes sindicales, todos por el solo hecho de ser disidentes.