Baila hermosa soledad. Jaime Hales
respondían a distintos esquemas. Podía suceder cualquier cosa, que los expulsaran del país, que los relegaran o simplemente que los tuvieran en campos de detenidos políticos como pasa cuando hay Estado de Sitio en dictaduras y ya pasó hace un tiempo. Hay otras personas que han sido llevadas por grupos que parecen comandos, como un periodista de Análisis, y de los que nada se sabe. Todos son detenidos de maneras distintas, como el vocero del Partido Comunista, que recibió con tantas gentilezas a los policías, les convidó café incluso y ellos esperaron que comiera antes de llevárselo e hicieron una larga sobremesa con dos o tres amigos abogados que llegaron advertidos por los vecinos e intentaron sacar algo de información, todo lo que fue muy fluido hasta que uno de ellos, Jaime parece, preguntó si sabían algo de Pepe Carrasco, el periodista de la Revista Análisis que estaba desaparecido, y entonces se acordaron que tenían que irse. Lo importante, en este momento, les había dicho Roberto, era presentar los recursos, para conseguir que cuanto antes se reconociera oficialmente la detención y así se podría saber algo más, ahora que los Tribunales tienen actitudes a veces distintas de las que hemos visto en todos estos años, según la sala que toque, les decía, mientras entraban y salían otros abogados, procuradores y asistentes sociales, y quizás se pueda obtener que se pida informe telefónico en el curso del día.
Pero habían salido de la Vicaría con la certeza de que las cosas serían para largo, pues con tantos detenidos importantes el asunto tomaba un cariz diferente.
− Chanta, Ramón, ¿de qué detenidos “im-por-tan-tes” estás hablando?
Ramón perdió la calma y levantando la voz le preguntó a su amigo hasta cuándo iba a seguir aislado, en qué mundo de mierda o de fantasía estaba viviendo. No podía creer que no supiera nada, pero Javier lo detuvo en su exabrupto. En seco. Porque cada uno en lo suyo, viejito, tú eres político y yo sólo un abogado, que había estado toda la mañana metido en sus papeles, que nadie lo había llamado para contarle novedades, que en los diarios no salía nada, que había puesto la radio en la mañana y no escuchó nada que no fuera lo que todos sabían, del atentado y el Estado de Sitio y punto. Ambos se habían alterado, pero pronto retomaron conciencia del calor, de la hora, de las tensiones, se acordaron de Ismael, se convencieron de que lo que sucedía era tan tremendo que estaban obligados a recuperar la calma.
Se miraron fijamente a los ojos, disculpándose en silencio, reavivando la amistad construida sobre la base de que ambos eran muy distintos, que los cuatro amigos eran diferentes en sus gustos, ideas, posiciones, pasiones. Moncho, Javier e Ismael habían intentado prolongar la vida juntos ingresando todos a la Escuela de Derecho. Rodrigo Concha se había incorporado al Colegio y al grupo cuando ya tenía definido su futuro de Ingeniero. Pero ellos tres, que venían juntos desde la tercera preparatoria, intentaron un proyecto a más largo plazo, que el destino ayudó a desbaratar. Los tres aprobaron el primer año de Derecho, pero sólo continuó regularmente Javier. Para Moncho fue imposible soportar el ambiente, el tipo de estudios, la lógica encasilladora de los razonamientos abogadiles y se cambió a la escuela de Sociología. Ismael también supo que no era su vocación la de ser abogado y andar de corbata por los Tribunales y pensó seguir en la Escuela de Derecho, pero orientándose hacia las relaciones internacionales. No sabía todavía que el hecho de recibirse de abogado −un poco a la fuerza, un poco por la necesidad de terminar todo lo que empezaba, un poco por no aparecer desperdiciando el camino recorrido y los esfuerzos familiares− le habría de servir enormemente para ser un defensor de los derechos humanos, sobre todo de aquellos compañeros de su partido que la Vicaría no defendería. A partir de su segundo año, Ismael tomó el mínimo de créditos obligatorios que le permitía el programa de estudios y se dedicó a leer, a estudiar, a informarse. Javier siguió la carrera, siendo capaz de volverse impermeable a las orientaciones ideológicas que se imponía a los estudiantes desde las cátedras de la Universidad Católica, asumiendo con pleno convencimiento el camino que para él había trazado su madre, Martita, viuda de un egresado de Derecho que había sido completamente incapaz de recibirse de abogado, dedicado a trabajar en cualquier cosa, a ganar y a perder dinero con asombrosa facilidad. Cuando el padre de Javier murió −de un cáncer que lo consumió en sólo tres meses− había consolidado sus ganancias de otrora en una hermosa casa, pero, como estaba en racha de pérdidas, el poco dinero ahorrado se diluyó en los inútiles gastos médicos. Él, entonces, iba a ser abogado para satisfacción de su madre, lo que no lo perturbaba y nunca le guardó rencor por dirigirlo hacia una carrera determinada. Eran tantas las ganas de cumplir con esa voluntad, que se impuso una coraza contra cualquier cosa que lo desviara del camino, como las opciones políticas, por ejemplo, incluyendo a los gremialistas, a los que no veía sino como otro partido, incluso con más fanatismo que los tradicionales. Se consideraba un reformista moderado, una especie de centrista que sabe mirar con simpatías hacia la izquierda, pero que tiene sus pies más orientados hacia la derecha. Ramón e Ismael, como siempre pareció que sería, se politizaron más, trabajaron en el Movimiento Universitario de Izquierda, pero luego optaron por partidos distintos.
Luego de un momento de alteración, Ramón se sintió comprensivo con su amigo y aceptó que de alguna manera a él le pasara lo que a la mayoría, esa mayoría de personas que no había percibido el ambiente de los días anteriores, que no le interesó la suspensión de la protesta del cuatro, que se había enterado del atentado, pero nada sabía de la represión desatada contra los dirigentes de los partidos. Esa era su verdad y punto. Le propuso entonces que llamaran al Negro y se juntaran los tres para acompañar un rato a la Catalina y él podría contarles todo con detalles. Javier aceptó y Ramón salió a buscar a Rodrigo para encontrarse los tres amigos en el estacionamiento de Javier en media hora. Partirían juntos y sería el momento de conversar.
Javier quedó solo. Ya no tenía tanto calor, pero sentía la angustia como una especie de amigdalitis que se hacía enorme para su garganta y le presionaba los ojos y los pulmones. Se sentía aplastado por todo lo que Ramón le había contado, por la percepción del sufrimiento de la Cata y de Ismael y quedó muy nervioso por lo que Ramón le anticipó para contarle después.
Marisa entró silenciosa y lo observó. Se le veía triste y cansado, de pie mirando por la ventana, las manos en los bolsillos, ausente del mundo, sin moverse cuando ella se acercó y se instaló a su lado, muy cerca, sin que diera signos de percibir su presencia, su cuerpo, su respiración, su aroma.
− ¿Pasó algo, Javier?
Despertando de su silencio, la miró larga y profundamente. Sin decir una palabra, caminó dos o tres pasos y se sentó dando un largo suspiro. Habló suavemente, en tono y volumen que en otra circunstancia habría sido simplemente desgano, pero que ahora era angustia y pena, de ésas que llenan el alma y el cuerpo, recorren las venas, se alojan en las rodillas, hacen perder las fuerzas.
− Si, Marisa, detuvieron a Ismael. Anoche.
Cuando lo dijo se dio cuenta que ésa no era la única causa de su pesadumbre. Por primera vez tomaba plena conciencia que vivía en un mundo aislado, lleno de comodidad, ajeno a la realidad de muchos, a gran parte del país. Ejercía