Baila hermosa soledad. Jaime Hales
de detención o de violaciones a los derechos humanos. Bueno, nada es mucho decir, pero se desenvuelve torpemente en esa área, porque su trabajo siempre ha sido otro y por algo hay especialistas en cada tema. Sus amigos recurren a él para cualquier cosa, para todos sus problemas, de cualquier naturaleza jurídica, siempre ha sido así y no tendría por qué ser distinto ahora o en el futuro.
Javier deja que los minutos transcurran y es arrastrado por el sopor y una especie de cansancio del espíritu, no se da cuenta que ya debería haber hecho algo, ya debería haber llamado a cualquiera de sus amigos, ya debería estar haciendo indagaciones o llamar a la Bernardita, porque ella está en contacto con los curas y sabe cuáles son los pasos a seguir, conoce lo de la Vicaría y todo eso con mucha precisión o cuáles son las puertas que él, con tantos amigos en el gobierno sin ser gobiernista, tiene que golpear, pero en lugar de eso sigue pensando en que esta angustia de calor, tristeza y humedad sólo se le va a pasar cuando se tome una cerveza helada en Providencia con Tobalaba, tal vez en el mismo Kika de hace tantos años donde, por la mierda, mierda, iba con Ismael que ahora está sabe Dios dónde, para así, con la cerveza helada y el vientecito que se levanta, pueda convencerse que el mundo está tranquilo, que Ismael no ha sido detenido y posiblemente esta noche jueguen a los naipes, pero la verdad es que han pasado doce horas desde que Ismael fue detenido.
Algo tiene que hacer, no sabe qué y prefiere esperar hasta la llegada de Ramón, para pensar juntos buscando soluciones, como lo han hecho tantas veces en la vida, encontrando salida para todo porque en la vida todo tiene solución. Todo, había dicho Ismael esa noche de tantas cervezas, pero las soluciones no caen del cielo ni llegan sólo porque uno piensa en ellas, viejito, sino que se construyen y aquí y con la voluntad, la inteligencia y especialmente ahora, con la fuerza, con los fierros, con los fierros, viejo, porque hace mucho rato que se cerraron los otros caminos. Todo tiene solución y hasta la muerte, agregaría Rodrigo, para hablar de los avances científicos, de la ingeniería genética y de todas esas cosas que eran un desafío enorme a su mente científica. Esperaba la llegada de Ramón, sospechando que les pasaría lo de tantas veces: Javier se pondría a recordar, a recordar un pasado en que fue intensamente feliz, el pasado del Colegio, de las aventuras, de las carreras por los pasillos del segundo piso compitiendo con el hermano Estanislao −hermano Volvo le decían− que, inmerso en el mundo de su arterioesclerosis, leía el breviario caminando a toda velocidad, acelerando en las rectas y ronceándose en las esquinas. Recordar con los amigos le revive el corazón y la risa se le aloja en los ojos, pues reaparecen todas esas historias que a terceros sólo se pueden contar cuando han pasado muchos, muchos años.
Se pone en cuclillas frente al estante para abrir la corredera, tras la cual hay un mar de papeles que Javier mira, seguro que allí se aloja un enorme pedazo de historia encerrado en una caja de cartón. Por allí, por acá, saca y saca, ensuciando las manos con trozos del pasado y olor a polvo, reconociendo que no sabe lo que busca, qué es precisamente lo que, en esta tarde en que Ismael está detenido, espera encontrar, intuyendo que allí puede estar la clave de la liberación de su amigo, la liberación definitiva de todas esas redes en las que está cautivo. Cuando encuentra la caja gris de cartón (“recuerdos personales”, dice la ordenada letra de Marisa) se introduce voraz en las nostalgias y por primera vez en mucho tiempo descuida su impecable pantalón marengo que se marca con polvo.
Van saliendo los papeles, uno tras otro, amarillosos, descoloridos, llenos de historia personal, diplomas de mejor compañero, cartas que circulaban en clase de inglés burlándose de la voz aguda del profesor, anotaciones de química, dos o tres poemas de Jaime, la foto de primero, la foto de la despedida de los sextos en la que están también la Bernardita y la Catalina.
Catalina. Catalinda.
Pasan los papeles por su mano y las imágenes por la memoria, hasta que de pronto aparece la foto que tomó el Padre Jaime luego de la reunión de la Academia Literaria: los cuatro, Ramón, Javier, Ismael y el Negro Concha. Javier el más alto, delgado, más delgado que ahora, patillas largas, la corbata suelta, estatura de adulto ya conseguida, la mirada sonriente y cariñosa, coqueto tal vez. Javier sabe que ahora, casi veinte años después, sigue atlético y buen mozo. Se sabe atractivo y se cuida, gimnasia, tenis, buena ropa, pocos excesos permitidos, peinándose con calma cada mañana después de afeitarse. Tal como a los 17. Sujeta la fotografía y mantiene la vista fija en el papel impreso, como si esa fuera la llave maestra para ingresar a un pasado que cada vez parece más hermoso, sobre todo ahora, en este día húmedo y caluroso, sobre todo cuando encima de la mesa hay una escritura que espera correcciones, sobre todo cuando se sabe exitoso abogado lleno de honores, redactando escrituras de compraventa y formularios de contratos para una empresa constructora de amigos conquistados en los últimos años. Por un momento Javier no ve más que su propio retrato en la fotografía, permanece en silencio con la sonrisa en los labios, mirándose fino y fuerte, elegante, con los ojos un poco hundidos en sus ojeras heredadas del abuelo materno. Era el más alto del curso, excelente atleta, buen deportista, estudioso, ordenado, ideal amigo de muchos, más de una vez calificado de “mejor compañero”. Pero jamás líder. Tranquilo y silencioso muchas veces, no era el centro de las fiestas, aunque más de alguna vez todos lo miraron en silencio mientras tocaba la guitarra para cantar suavecito las canciones de Adamo. Sonríe al pasado, con el pantalón sucio y descubre, al ver los rostros de sus compañeros, que ese pasado está vivo, que se olvidó de las hormigas indiferentes que circulan por las calles bajo el calor y la humedad del otoño.
Enfrascado en este mundo de felicidad, no sintió entrar a Marisa.
− Javier, lo busca su amigo Ramón.
Entró Ramón, apurado y calmoso a la vez, en una mezcla inalcanzable para los tipos comunes y corrientes, inquieto en los ojos, desordenado en la ropa, transpirando copiosamente, la barba rala, la casaca en la mano y miró con sorpresa el espectáculo de su amigo abogado sentado en el suelo de la oficina, entre papeles, fotos y medallas, un poco ridículo, como los dos se dieron cuenta, metido en el pasado irresponsable de la adolescencia cuando en este presente están pasando tantas cosas.
− Hola, Monchito.
Como todo saludo Ramón estiró su brazo para que Javier pudiera levantarse, dejando en el suelo todo un desorden esparcido, como si así debiera estar el pasado cuando el presente es tan dramático.
− Detuvieron a Ismael, dijo Ramón, como si fuera lo único que sabía decir, dejándose caer en un sillón.
Javier acusó el golpe y regresó al presente y a la humedad, poniendo la cara seria y bajando un poco los ojos fue a sentarse frente a su amigo, amigo del alma y de toda la vida, que junto a Ismael había sido parte de su historia y repitió mentalmente la frase de Ramón, pensando que ahora no podía preguntar por la hora de la detención porque ya la sabía y no se atrevía a decir nada, porque en realidad quería escuchar de la detención de Ismael, para luego pensar, pensar juntos para encontrar las soluciones. Y pensando en la misma frase de saludo, “detuvieron a Ismael”, se sentó dando la cara a Ramón.
− Putas madre, Moncho...
− Si, compadre, lo detuvieron, esta mañana, a las tres.
Se