Baila hermosa soledad. Jaime Hales
por Marisa que les traía café y se retiró dispuesta a cumplir la orden de no pasar interrupciones de ninguna especie. Ella sabía lo que era esta amistad de los cuatro hombres, tan diferentes unos de otros, pero que se tenían un cariño enorme. No sólo los había visto cuando se juntaban en la oficina, sino también aquella vez que Javier cometió la estupidez de llevarla a una reunión “con señoras”, como si ella fuera la novia y no sólo su secretaria, con la que a veces se comparte un poco de vida personal, pero sin ninguna proyección. Esa noche, a los diez minutos de haber llegado, ya estaban los cuatro hombres en grupo aparte hablando de sus cosas, todas muy serias, pero con la risa a flor de piel, mientras las tres mujeres que se conocían hacía tanto tiempo hablaban de sus propios temas y ella parecía una idiota, una intrusa. La señora de Ramón, embarazada entonces del cuarto hijo, había sido la más amable, pues se dio cuenta de la situación. Bonita, tranquila, un poco más alta que su marido −lo que no era difícil− intentó en varias oportunidades integrarla, pero no resultó. Javier no se dio cuenta de nada, hasta el extremo de invitarla otra vez, lo que ella rechazó con una excusa gentil. En momentos de intimidad, en los que la vida personal trascendía a la de la oficina, Javier le hablaba de sus amigos como si fueran lo más importante para él.
− Ordenemos la cosa, flaco, para ver qué hacemos.
Javier se dio cuenta que esta vez Moncho no recurría a él como fuente de solución, sino que lo invitaba a encontrar juntos los caminos de salida, exactamente como él lo esperaba. Es decir, si es que había salida.
− ¿Quién sabe de esto, Moncho?
− Todo el mundo.
Todo el mundo, menos yo, pensó Javier.
Lo que pasó fue que Ismael no estaba alojando en su casa. El día domingo, mejor dicho, ya iniciado el lunes, habían allanado y no lo encontraron. Catalina llamó a Ramón en la mañana temprano, muy asustada.
− Te llamamos, pero no estabas en ninguna parte, dijo Ramón.
Javier no contestó.
Recordó que en la mañana había estado jugando tenis y se había quedado en el Club hasta tarde. Siguió con atención el relato del sufrimiento de Catalina, que, como todos, también sabía que Ismael iba a ser detenido algún día, pues no era cosa de niños aparecer como vocero o dirigente de grupos de extrema izquierda y pretender hacer una vida común y corriente en una situación como la que vivía el país por tantos años ya. Pocas horas después del atentado, habían allanado y Catalina temía que Ismael iría esa noche a la casa, basándose en la experiencia de que los agentes nunca iban dos noches seguidas a allanar el mismo lugar. Pero ella creía que siempre es buen momento como para que los agentes rompan su rutina. Estaba muy asustada y pidió a Ramón que se llevara a los niños. Ya se escuchaban voces de otras detenciones y se hablaba de una lista más grande de personas. Ramón partió con ellos, pues donde caben cuatro caben también seis, pero tú querida Catalina, no debes quedarte sola y se ofreció a acompañarla, pero ella insistió que no. Después de revisar los alrededores de la casa y asegurarse que no había vigilancia, partió dejando a su amiga más tranquila. Tal como lo temía Catalina, Ismael llegó como a las once de la noche y le advirtió que, poco después del toque de queda, los compañeros lo pasarían a buscar, porque debía protegerse y ella tenía mucha pena, intuía que la cosa sería para largo, que quizás él tendría que irse al extranjero o pasar a la clandestinidad para siempre. La realidad, como es frecuente, resultó muy diferente de lo imaginado, pues los agentes son completamente imprevisibles. Poco antes de las tres de la mañana golpearon la puerta y cuando ella abrió vio a los mismos que en la noche anterior habían allanado, que se habían comportado como bestias, rompiendo cosas y gritando, pero ahora venían sonriendo y el que parecía jefe fue en extremo suave y gentil, incluso le dijo “señora” en lugar de “mierda” como la noche anterior, mientras Ismael lo escuchaba todo desde el dormitorio. Le explicó que como Ismael estaba prófugo y era muy importante que fuera detenido cuanto antes, se la iban a llevar a ella hasta que él se entregara, porque tendría que entregarse, ya que si se demoraba en aparecer, bueno, entonces ya no podrían tratarla tan bien, pero confiemos en que aparezca, es por su bien y no por el nuestro, así es que señora, vaya a vestirse y despierte a los niños, que se van con nosotros, pero Catalina sintió que se desmayaba, un miedo de horror porque sabía que él no debía ser detenido, pero tampoco querría ser ella detenida, ni ser torturada, ni sufrir más. Los niños no estaban, ellos no lo sabían y podían enfurecerse cuando se dieran cuenta. Segundos terribles, de pánico y angustia, de un sudor helado en la frente y un temblor en los muslos.
Sin duda que quien pensó todo este mecanismo conocía muy bien a Ismael. Si se la llevaban, él se entregaría. Eso pasa siempre. Entre el perseguidor y el perseguido se va produciendo un creciente conocimiento mutuo y aun cuando no se conozcan personalmente, ya saben cómo es el otro y de qué modo reaccionará, incluso hay un sentimiento de pertenencia.
Siempre dominada por el miedo, sin decirle a los tipos que los niños no estaban, sin hablar, seguida por la mirada de los agentes, con las manos en el bolsillo de la bata para que no se notara su temblor, caminó hacia el dormitorio, pero antes que ella llegara se abrió la puerta y apareció la silueta de Ismael, serio y tranquilo, tú sabes, Javier, cómo es él cuando quiere estar elegante, vestido con terno claro y corbata roja a lunares.
− ¿Me buscan a mí, señores?
Ellos no podían creer que era Ismael, pues esperaban ver a alguien de otro aspecto, un combatiente que se resistiría al arresto, que lucharía. Su serenidad era tal que los agentes no pudieron ejercer violencia alguna, ni siquiera insultarlo, sino que una vez repuestos de la sorpresa lo rodearon y se lo llevaron esposado y cuando ellos salieron y la dejaron sola, la Catalina se sentó a llorar por mucho rato, hasta que estuvo en condiciones de llamar a Ramón y contárselo todo.
Javier había mantenido el más completo silencio, escuchando una historia que sólo era creíble porque venía de labios de Ramón y se refería a la Cata y a Ismael. Le dolió el estómago pensar en la pobre Catalina, desamparada, amenazada, ella y los niños, todo para forzar al amigo a entregarse, en un verdadero secuestro, sin exhibir orden alguna, sin decir dónde iban, sin explicaciones, porque sí, porque se les antojaba. Javier la imaginó con su pelo rubio, despeinada, con la bata puesta sobre la camisa de dormir, sin maquillaje, expuesta a tipos crueles, bandidos, capaces de llevarla detenida sólo para que Ismael se entregara y ellos pudieran exhibirlo como presa de caza ante sus superiores.
Ramón la había pasado a buscar temprano y se habían ido a la Vicaría de la Solidaridad y luego a hablar con algunos diplomáticos. Habían pasado toda la mañana en eso. Bernardita, expedita como siempre, cariñosa y diligente, había conseguido que se entrevistaran con el abogado Jefe de la Vicaría, Roberto, con quien habían estado un rato muy largo.
− Es un buen abogado, sabe mucho de estas cosas. Es del colegio.
Ramón entendía que con estas interrupciones intrascendentes Javier descansaba, se aferraba a circunstancias laterales para irse al pasado, como siempre, rehuyendo el presente cuando era dificultoso, refugiándose en una especie de santidad atribuida a todos los que eran del Colegio.
− Si, es del Colegio, todos son del Colegio, pero