King Nº 7 El Dios de nuestra vida. Herbert King
especialmente por Dios la naturaleza humana de Jesucristo. Como lo hizo en Jesucristo, así se mezcla Dios entre los hombres, se hace uno de ellos. En tales puntos el ser humano se encuentra directamente con Dios, y Dios trata directamente con el hombre, indirecta-directamente.
Este tipo de encuentro está contemplado en los tratados teológicos clásicos sobre la doctrina de la gracia. Mediante la gracia participamos de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4). Y por ende, de la vida intertrinitaria de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por esa vía el hombre es “divinizado”, tal como se lo formula desde tiempos de los Padres de la Iglesia. Esto es lo que la teología clásica designa como amistad con Dios, filialidad ante Dios y gracia santificante.
En la práctica tal realidad significa que también las actividades del ser humano, no sólo su ser sino también su pensamiento, amor y acción pueden ser signados directamente por Dios. Pero siempre como libre don de Dios, vale decir, por gracia. Y no sólo por la condición humana de ser creatura. Dicho en el lenguaje de esta aportación: por el hecho de que Dios se vuelve hacia el hombre en puntos sucesivos y sorprendentes. Ciertamente también aquí el encuentro con Dios está mediado por la creación (“causa segunda”). Pero a la vez se produce en algunos de esos puntos una inmediatez en el contacto con Dios que es expresión de la participación directa en la vida divina.
La doctrina cristiana de la gracia supo siempre del carácter histórico de la autocomunicación concreta de Dios. Así lo reconoce en la doctrina de la gracia actual que es regalada y experimentada como
gracia externa o
gracia interna,
como don libre e inmerecido de Dios.
En este sentido, desde el punto de vista teológico, el trato con el Dios de la historia y de la vida pertenece más a la doctrina de la gracia que a la de la creación. Esta última puede contribuir a renovar la doctrina de la gracia y personalizarla con mayor nitidez. Porque en muchos aspectos la gracia ha sido conceptualizada en exceso.
Unidad de comunicación indirecta y directa de Dios. Vale decir, podemos discernir, por una parte, la experiencia del Dios que se comunica concreta y directamente y, por otra, la experiencia del Dios que se comunica indirectamente, si bien es un Dios omnipresente y que opera en todo. Discernir no significa naturalmente separar. Tal como no se puede separar la gracia de la naturaleza. ¿Dónde estaría la gracia entonces? La realidad es sólo una.
Podríamos hacer la comparación con la vida en una gran urbe. En ella se ha provisto de todo (agua, corriente eléctrica, orden, escuela…). Pero el ciudadano no tiene una vinculación personal con las personas que están detrás de todo eso. Pero todo cobra un valor muy distinto cuando se establece un contacto personal o amistad con tales personas, o quizás incluso con el responsable último de dichos servicios.
Algo similar acontece respecto de la relación con la cantidad de personas con que tratamos en la vida cotidiana. Cuando se genera amistad con una persona concreta, o bien dos se enamoran, una tal relación discurre ciertamente por el cauce de leyes psicológicas de validez general. Pero no obstante es algo único. Por último se podría citar el ejemplo del papel. El papel cobra su sentido y dignidad por lo que se escribe en él. Pero a la vez no deja de ser papel.
La dimensión histórica en la teología. Con lo dicho queda caracterizado el punto a partir del cual puede desarrollarse el programa de una dimensión histórico-salvífica que es reclamada por muchos sectores.
c. Perspectiva antropológico-psicológica. Ese hablar de Dios tiene lugar -en definitiva y propiamente- en el espacio interno del espíritu y del alma del ser humano, aun cuando los procesos de vida del alma estén mediados por acontecimientos externos. No el sol como tal habla de Dios, sino la experiencia del sol, para mencionar un ejemplo.
Dios emplea las facultades del alma para manifestarse a través de ellas y en ellas: pensamiento, voluntad, imaginación, afectividad, recuerdos. Éstos no son lisa y llanamente idénticos con el habla de Dios. En ellos, en cada uno de ellos, Dios se hace presente en ese sentido “especial” expuesto más arriba, y “habla”.
No se trata sólo de la afirmación ontológico-teológica de que Dios habita en el alma y de que el hombre es templo de Dios. Dada por supuesta esta realidad, Dios actúa y habla en el interior del ser humano y se hace entender.
¿Dónde encuentro rastros de Dios en el alma? ¿Cuáles de los pensamientos o sentimientos del alma son voces de Dios en sentido estricto?
Subjetividad. La acentuación de lo interior nos refiere al ámbito de lo subjetivo y personal, al campo de las “declaraciones dirigidas a mí”. Si tengo que rendir cuenta teológica sobre mi interpretación del Dios de la vida y de la historia, un importante aspecto de tal interpretación será la puesta de relieve y la legitimación de la subjetividad.
Labor de discernimiento. Naturalmente se plantea la pregunta: ¿Qué hay de real manifestación de Dios en ello? ¿Qué es ideología, autoengaño, utilización de Dios para intenciones egoístas, para adquirir poder? ¿Usar en vano el nombre de Dios? ¿Cuándo se usa en vano la palabra “Dios”?
Hemos de tener siempre en claro que no podemos adquirir un conocimiento “químicamente puro” de Dios. Tampoco “objetivamente” como algo que está “arriba” o “afuera” o “ya dado”. Se entremezclan, necesariamente, cosas subjetivo-psicológico-humanas y objetivo-divinas.
Se trata pues de percibir y discernir la voz de Dios entre las voces interiores (y exteriores que han sido elaboradas interiormente). Esa voz de Dios no está junto a las otras voces. La voz de Dios se deja escuchar también en constantes y mociones del alma, y en ese sentido es transmitida por causas segundas. Sin embargo se presenta también como una voz especial, divina. Por lo tanto hay que realizar una labor de discernimiento de cuatro pasos.
Una labor psicológica: ¿Qué es simple idea peregrina o qué proviene de la totalidad del ser humano, tal como se expresa esa totalidad en el alma? ¿Qué es lo coherente?
Una ético-dogmática. Yo la designaría como “reserva moral-dogmática”. Lo motivado por el alma no debe contradecir las leyes éticas y la doctrina de fe de la Iglesia que rigen para todos. La conciencia tiene que dejarse normar. Y en este punto no se excluye conflictos de conciencia.
Una religiosa. Hoy esta labor resulta particularmente importante, en tiempos en los que se aprecia una variada influencia de pensamiento religioso de tinte irracional. Y es asimismo importante en relación con la imagen de Dios que se tiene. Una imagen de Dios signada por la angustia, por ejemplo, deformará la voz de Dios tanto como una imagen de Dios demasiado humana que no permita ningún desafío o exigencia de parte de Dios.
Y en cuarto lugar, una específicamente creyente. ¿Cuál es el punto donde puedo decir: “Esto puedo hacerlo, quiero hacerlo, me siento obligado a ello, me infunde alegría, me tranquiliza; si no lo hiciera me lo reprocharía después, por no haber obedecido a Dios, acatado su voz”? En medio de todo lo que aflora en el alma, incluso entre las diferentes voces ligadas a lo religioso, hay que escuchar la verdadera voz de Dios.
Se trata por último de un progresar en una relación más directa con Dios, en la que la acción de Dios en puntos particulares, realizada a través de causas segundas, es puesta al servicio de su comunicación directa.
Dios puede también quebrantar lo que para el alma y la religión sería “coherente” e imponer y decir cosas que me resulten difíciles, que provoquen rechazo en mí. Cosas a las que, a veces al cabo de un largo proceso, debo y puedo darles un “sí” de corazón; cosas que, de no hacerlas, yo acabaría por considerarlo una infidelidad de mi parte. E igualmente Dios puede quebrantar lo que no sea “coherente” para el alma.
Aquí se trata, una y otra vez, de delimitar lo que llamamos ideología. Se puede lisa y llanamente dejar pasar de largo al Dios que se anuncia en el alma, no abrirle la puerta, porque se lo interpreta de manera excesivamente psicológica, vale decir, se teme demasiado que eso sea sólo ideología.
Permanente purificación del corazón. Se necesita una “purificación del corazón” a lo largo de toda la vida, tal como lo plantea la tradición espiritual