Víctimas del absolutismo. José Luis Gómez Urdáñez

Víctimas del absolutismo - José Luis Gómez Urdáñez


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que irrumpían en el Madrid de la neutralidad. Ignacio de Luzán, recién llegado de la embajada francesa, traía un nuevo gusto literario; sus Memorias de París —dedicadas al padre Rávago— eran una loa constante a Francia y a la cultura francesa, mientras, como hombre de moda, recibía de Carvajal el encargo del proyecto de creación de una Academia de Ciencias y Letras. En el borrador, de 1751, proponía a todos los intelectuales para académicos, incluidos Sarmiento, Mayans, Pingarrón, Burriel, entre otros, pero no a Feijoo.

      La situación política se fue enrareciendo y, al final, todo se precipitó tras la muerte de Carvajal el 8 de abril de 1754. Un año antes, Feijoo había publicado todavía un tomo más de la Cartas eruditas, el cuarto, que dedicó a Bárbara de Braganza, una solución inteligente: uno al rey, otro a la reina. Pero ya no habrá otro hasta que llegue Carlos III y termine el Gobierno de Ricardo Wall, que ni a Sarmiento ni a Feijoo podía satisfacerles.

      Desterrado Ensenada el 20 de julio de 1754, víctima de los que habían estado cobijados con los «tres del conjuro» —Huéscar, Valparaíso y Wall— a la sombra de Carvajal, el ministro de Estado difunto, Feijoo puso fin al combate, mientras su amigo Sarmiento, que había salido de la corte «quitándose de en medio en aquellos momentos críticos», en acertada expresión de José Santos Puerto, se mostraba «escarmentado y desengañado de uno y otro mundo, literario y político», como les decía a los duques de Medina Sidonia un año después. Para salir de Madrid, dijo que había pedido permiso por escrito a Carvajal, pero en realidad partió varios días después de su muerte, «a últimos de abril cuando se me ofreció salir de Madrid, como de hecho salí a cinco de mayo del mismo año». Así, pues, Sarmiento sabía antes de partir que el duque de Huéscar, que se había hecho cargo interinamente de la Secretaría del difunto don José de Carvajal y que era mayordomo del rey, ya había decidido quién iba a ser el sucesor: el irlandés Ricardo Wall y Devreux (en realidad, un jacobita nacido en Nantes). Sabía también que el padre Rávago se escandalizó y que, en la embajada francesa, el duque de Duras dio por perdido a Ensenada, como otros de sus allegados, que hicieron las más negras conjeturas sobre su futuro. Jaime Masones de Lima, embajador en París, se encerró en la Embajada y escribió el 5 de agosto a Wall una sarta de sandeces en torno a la conspiración a favor de Carlos de Nápoles:

      La voz general —decía Masones de Lima, el Cegato— se reduce a que se trataba por Ensenada y su partido (en que por consiguiente metían a mí juntamente con la reina viuda) la negociación de que nuestro amo abdicase la corona, entraba en ella el rey de Nápoles y pasase a aquella el infante duque de Parma, lo cual descubierto por la reina nuestra señora disuadió al rey que conoció los malos consejeros y prorrumpió en castigarlos.

      El embajador Masones, que según Choiseul era «el mejor hombre del mundo, pero el más inepto ministro que haya habido nunca», solo acertaba al decirle al ministro que «Rouillé me soltó la especie de si los ingleses habrían contribuido a la caída del marqués», lo que obviamente para Wall no era ninguna novedad, pues él estaba al corriente de todo. Otro que también se asustó fue el abate Gándara, acérrimo ensenadista y partidario de los jesuitas, que vio en la caída del marqués el principio del fin de la Compañía. Años después, en 1770, le veremos recordar, preso en Pamplona, sus presentimientos a partir de aquel aciago 20 de julio de 1754.

      Ricardo Wall, el hasta entonces embajador, había salido inmediatamente de Londres tras la muerte de Carvajal y se detuvo en Versalles para besar la mano a Luis XV el día 29 de abril. Uno de los ministros, el mariscal de Noailles, gran conocedor de España y amigo de Ensenada, presente en la ceremonia, transmitió al embajador Duras sus temores sobre la peligrosa situación: los grandes iban a volver al poder. También Isabel Farnesio, que aborrecía a Huéscar —el odio era mutuo—, estaba alarmada por la posibilidad, y desde luego lo estaba Sarmiento, que conocía bien el juego político, pues en carta al librero Mena, el 1 de mayo, preparando el viaje, le decía con sorna:

      Recibí su carta lacrada de colorado en lugar de venir lacrimosa con oblea negra haciendo la dolorida por el funesto acaso que me ha sucedido el día de San Marcos. Si bien, según el ceremonial heráldico de obleas y de ser usted aposentador en jefe por el rey, con uniforme azul, de que le doy mil felicitaciones de moda, debía y debe usar de oblea, o de lacre, azul, que es el color característico de ojos irlandeses.

      Lo que no sabemos es qué le ocurrió el día de San Marcos, que por cierto era el cumpleaños de Ensenada.

      Otro que también salió de Madrid para quitarse de en medio fue Jorge Juan y Santacilia, el mejor amigo de Ensenada. Desde el día 17 de julio, el escenario de crisis era ya perfectamente conocido por el marqués y sus íntimos, pues sabía que había llegado de Londres la carta que le iba a perder, la que escribió Abreu dando cuenta de la queja diplomática de los ministros de Jorge II a raíz de lo que Keene les había transmitido sobre las órdenes de ataque en Honduras que habría dado Ensenada sin conocimiento del rey. No es nada sorprendente que el día 19 —un día antes del arresto de Ensenada— saliera Jorge Juan de Madrid con destino a Cartagena, quizás aconsejado por el marqués para que no estuviera en Madrid y corriera la suerte de los más directos colaboradores, que fueron desterrados como él.

      Jorge Juan se enteró de la noticia el día 7 de agosto en Cartagena, en compañía del intendente Francisco Barredo, otro leal ensenadista. Un inglés asentado allí aseguró que a ambos les dio «un pánico tembloroso después de leer las cartas sobre la caída de Ensenada». Debió de ser por la dureza del castigo, el arresto y el destierro de un toisón, calatravo y sanjuanista, pues hasta entonces, un ministro caído era sencillamente retirado de los asuntos, no castigado como un delincuente. Eso era lo que había ocurrido con Villarías, por ejemplo. Por eso, como ocurrió en todas las embajadas, donde se disparó la imaginación temiendo graves represalias y, desde luego, el estallido de una nueva guerra, en Cartagena ese informante inglés también pudo apreciar que «el duque de Huéscar y el Sr. Wall están aquí vistos de una manera muy negativa por el partido francés, sin embargo, para el otro partido brillan como el sol». Había ocurrido lo que con tanto ahínco persiguieron los grandes: «Jorge y Ulloa no esperen / pues venció el bando contrario».

      Cuando Jorge Juan llevaba ya unos meses en Cádiz, tras pasar por Granada y visitar al jefe, el «sujeto que más quería en España» —así lo calificó Ensenada—, le escribió, a través del fiel criado Rosellón, en marzo de 1755: «Se han trocado los bolos y hallo que no hay cosa como estarse en su rincón».

      Llegaban tiempos de espera, y así lo entendieron el desengañado Sarmiento, el sabio Juan en su rincón y el atrabiliario Gándara, que logró astutamente mantenerse en el cargo en Roma. Debió de entenderlo también Feijoo, que no volvió a dar nada a la imprenta hasta que llegó Carlos III desde Nápoles, al que dedicó el último tomo de las Cartas eruditas, quizás suspirando también por esa feliz revolución que anunció el padre Isla, el amigo de Ensenada que celebró su vuelta a la corte con un alegre «todavía vive nuestro marqués». Pero ya todo serían desengaños.

      Precisamente, la firma del Tercer Pacto de Familia por Carlos III en agosto de 1761 era la rotunda demostración de la equivocación de Feijoo en sus ideas anglófilas, carvajalistas, y suponía el fin de la neutralidad fernandina. El autor del giro hacia Francia, Jerónimo Grimaldi, hechura de Ensenada, había rectificado el rumbo marcado por Wall y Alba, volviendo a la unión de las dos coronas. Antes, Feijoo había dedicado a Carlos III su último tomo de las Cartas eruditas, recordando que había tenido el honor de hablar con Su Majestad… treinta y dos años antes, en 1728, «no más que el corto espacio de un cuarto de hora», un tiempo suficiente para «concebir las altas esperanzas». Feijoo sentenciaba: «El que en la edad adulta ha de ser gigante, desde la infancia descubre mayor estatura que la que corresponde a aquella edad» (CE, V).

      Feijoo murió el 27 de septiembre de 1764 y no pudo ver el último tiempo de aquella lucha política a la que él había contribuido muchos años atrás con sus ideas, pero se hubiera sorprendido al comprobar la complejidad a la que había


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