El pueblo judío en la historia. Juan Pedro Cavero Coll
por concernir a lo más íntimo del ser humano: el Génesis revela cómo se originó el universo y la humanidad, cuál es el sentido de nuestra vida y de la existencia de los otros seres e instruye sobre determinadas cualidades esenciales a nuestro modo de ser. Ligado a lo anterior, el primer libro de la Biblia explica también la relación que hemos de tener con aquellos entes que no comparten nuestra naturaleza.
Según el Génesis el universo entero es creación de Dios y todos procedemos de un primer hombre y una primera mujer que son criaturas «a imagen» de Dios, quien los bendijo con estas palabras: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la Tierra y sometedla». Tras un tiempo de felicidad la primera pareja humana sucumbió ante la tentación de la serpiente, figura de un ser maligno, y desobedeció el mandamiento que Dios había dado al primer hombre, Adán: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio». Como castigo por transgredir la voluntad divina en la vida de Eva y Adán, primera pareja humana, se introdujeron el desorden y el dolor. Desde entonces el estigma del pecado se perpetuó en su linaje.
El Génesis refiere después la multiplicación del género humano: la estirpe de Adán y Eva tuvo larga vida y engendró numerosos hijos e hijas. Uno de sus descendientes fue Matusalén, padre de Lámec, padre a su vez de Noé. La Biblia narra cómo Dios volvió a castigar a los hombres por su maldad, excepto a Noé, que «halló gracia a los ojos de Yahveh» por ser «el varón más justo y cabal de su tiempo». La pena impuesta a la humanidad fue un diluvio del que se salvó Noé, con quien Dios estableció una nueva Alianza. Gracias a ella, Noé fue avisado del castigo divino y construyó un arca para salvarse él, su familia y una representación de todos los seres vivientes. El día en que empezó a caer lluvia sobre la Tierra entraron en el arca Noé, su familia y esa selección de cada especie animal.
Terminado el diluvio Dios renovó su Alianza con Noé, con sus hijos y con los seres vivos que les acompañaban en el arca. Comenzaba un nuevo orden mundial, pero los seres humanos no consiguieron eliminar de su naturaleza la huella del pecado de sus primeros padres, Adán y Eva. Ese principio de desorden no tardó en manifestarse de modo individual (embriaguez de Noé, mala conducta de su hijo Cam) y colectivo (torre de Babel).
El Génesis aborda la repoblación de la Tierra tras la muerte de Noé, iniciando en sus hijos Sem, Cam y Jafet la relación de las genealogías o series de generaciones (toledot) de los Patriarcas posdiluvianos, ya que «a partir de ellos se dispersaron los pueblos por la Tierra después del diluvio» formándose nuevos grupos étnicos que se han identificado con pueblos de Asia Menor, de Oriente Próximo y de otras regiones cercanas.
Después del conocido relato de la torre de Babel el Génesis se detiene en la genealogía de Sem, cuyo comportamiento durante la embriaguez de su padre Noé mereció la alabanza de éste. Como afirma el escriturista Joseph Blenkinsopp, «los nombres de la genealogía de Sem sugieren una obra de bricolage, de un conjunto artificial ensamblado para servir de paralelo a los pre-diluvianos y llenar el hueco entre el diluvio y Abraham, el primero de los hebreos».
Aunque se asignan cronologías legendarias entre Sem y Abrán o Abram (más tarde transcrito como Abrahán o Abraham), se especifica cada una de las generaciones: Sem engendró a Arfacsad, padre de Sélaj, padre de Héber, padre de Péleg, padre de Reú, padre de Serug, padre de Najor, padre de Téraj, quien era como afirma el Génesis «de setenta años cuando engendró a Abrán». Abrán y sus hermanos Najor y Aram fueron por tanto «semitas», descendientes de Sem.
Antes de comenzar el relato de la historia antigua del pueblo hebreo según refieren los textos bíblicos, ofrecemos al lector la cronología de esta etapa proporcionada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, que grosso modo hemos adoptado. La periodización abarca desde los siglos XVII hasta el siglo VI antes de nuestra era:
c. siglo XVII a.C. | Los Patriarcas llegan a la tierra de Israel. El hambre fuerza a los israelitas a emigrar a Egipto. |
c. siglo XIII a.C. | Éxodo de Egipto. |
Siglos XIII-XII a.C. | Los israelitas se establecen en la tierra de Israel. |
c. 1020 a.C. | Periodo monárquico: Saúl, primer rey. |
c. 1000 a.C. | Jerusalén, capital del reino de David. |
c. 960 a.C. | Construcción en Jerusalén del Primer Templo, en tiempos del rey Salomón. |
c. 930 a.C. | División en dos reinos, Judá e Israel. |
722-720 a.C. | Israel es vencido por los asirios. Exilio de 10 tribus. |
586 a.C. | Judea es conquistada por Babilonia; destrucción de Jerusalén y exilio a Babilonia. |
Los siglos que transcurren durante lo que ha venido en llamarse «Época Bíblica» constituyen el punto de referencia básico para entender la historia hebrea posterior. En esta larga sucesión de centurias se desarrollan aspectos básicos que forjan la identidad de este grupo humano, configurándole como un «pueblo» concreto, distinto de tantos otros. Es preciso bucear en los orígenes y acompañar a esas personas por Oriente Próximo y el norte de África, viviendo sus costumbres y compartiendo sus alegrías, ocupaciones y preocupaciones para comprender a los hijos de sus hijos en su posterior expansión por otras zonas de Asia, de Europa y, a partir de lo que llamamos Edad Moderna, su dispersión por los cinco continentes.
Hemos de recurrir a nuestra imaginación para convivir con ellos «hablando» su lengua, «labrando» su tierra, «guardando» su ganado y «comiendo» y «vistiendo» a su manera. Y en esa vida de clan, más tarde de tribu y después de pueblo podremos comprobar la huella del paso del tiempo y la enorme importancia que tuvo, en épocas de malos transportes y escasez de caminos, un escenario privilegiado como el suyo: una tierra que, por su forma, el norteamericano James Henry Breasted denominó «Media Luna Fértil», situada entre las avanzadas culturas de Mesopotamia y Egipto y abierta a un Mediterráneo que aumentó su protagonismo conforme pasaron los siglos.
Desde las páginas bíblicas que describen la historia de los Patriarcas se desprende la familiaridad de la relación entre el Ser Supremo, Yahvé, y el pueblo de su elección, al que sus representantes cuidan y gobiernan. Sólo Yahvé manda. Constituye una verdadera teocracia en el marco de una auténtica relación «personal». Y ocurre así porque Yahvé es un ser personal, distinto de la naturaleza. El filósofo judío alemán Hermann Cohen (1842-1918), fundador de la escuela neokantiana, escribió al tratar la teocracia israelita en su obra póstuma La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo que «el desarrollo de la religión depende del desarrollo del Estado». La Biblia, desde luego, no da lugar a esa interpretación. Es Yahvé quien se adelanta y expresa sus deseos y a sus exigencias corresponden respuestas concretas de su pueblo en forma de palabras y de actos.
En la Biblia la comunicación entre la divinidad y los seres humanos es un constante proceso «de ida y vuelta». El Dios de los israelitas difiere por completo de las divinidades que los demás pueblos identificaban con elementos físicos, y el modo de tratarle en nada asemeja a las prácticas mágicas de tantas tribus. Desde el mundo natural en el que viven y al que pertenecen, los hebreos acceden continuamente a un mundo sobrenatural en el que se integran con familiaridad. La arqueología no ha descubierto aún ninguna imagen de la divinidad adorada por los israelitas y es posible que el hallazgo nunca llegue a producirse. La razón es sencilla: aun siendo legítima, la representación de Dios se prohibió para evitar el riesgo de idolatría y politeísmo. Sí confirma en cambio la arqueología las demás circunstancias sociales y culturales que muestran los primeros libros de la Biblia.
El concepto de «pacto» se entiende en el marco de esa especial relación «personal» y «pasional» que Yahvé tiene con los israelitas, que en palabras del pontífice Benedicto XVI (carta encíclica Dios es Amor) la Biblia describe a veces «con imágenes eróticas audaces» e ilustra con las metáforas del noviazgo y del matrimonio. Un pacto o acuerdo que Dios renueva sucesivamente a lo largo de la historia y que nunca parece definitivo por culpa del pueblo, que incumple su parte correspondiente una y otra vez. Ni el pueblo ni sus representantes pueden ofrecer a Yahvé garantías de fidelidad a sus compromisos, como tampoco consiguen ofrendar un sacrificio que satisfaga del todo a Yahvé como expiación por quebrantar las propias obligaciones. Aun así, la Biblia muestra a Yahvé empeñado en renovar de diversos modos la alianza con sus elegidos.