El sexo entre hombres. Norberto Chaves

El sexo entre hombres - Norberto Chaves


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esta característica estructural del lenguaje. ¿Cómo se expresa en castellano «saudade»? ¿acaso «nostalgia»? Sí; pero no. No es que el castellano-pensante no pueda experimentar aquel bello sentimiento de los portugueses, sino que no ha llegado a distinguirlo. Le ha bastado con la nostalgia. Y los sentimientos humanos son más que los nombres de que disponemos para nombrarlos. Sólo hablamos de aquello que queremos o nos conviene hablar y, sólo para ello, inventamos las palabras.

      Y lo que vale para un idioma, vale para todos los dialectos y jergas que de él derivan. Las variaciones dentro de una lengua permiten liberarse de unas ataduras pero al precio de renunciar a ciertas posibilidades. Ninguna jerga, por mucho que transgreda a la lengua madre, se libera de las limitaciones inherentes a todo lenguaje, herederas, como son, de las matrices estructuradoras del todo social como cultura.

      A esta determinación cultural del idioma se suman, en un plano más concreto, las condicionantes de las ideologías y sistemas de valores particulares de los distintos sectores sociales y de las distintas épocas. Para decirlo con una metáfora: la lengua construye y delimita la arquitectura de un mundo de ideas, y las ideologías y sistemas de valores éticos, estéticos, etc. completan ese espacio verbal determinando sus relieves, acabados, cromatismos y disposición de los elementos. Retomemos a Barthes, en el mismo artículo:

      La Gramática de Port-Royal justifica las reglas, ya no por el uso, sino por el acuerdo lógico entre la regla y las exigencias del entendimiento. Todos los comentadores de esa época, inclusive los modernos, hacen mucho caso de las reformas del siglo XVII a favor de una lengua tan clara que pueda ser comprendida por todo el mundo; pero ese todo el mundo nunca fue más que una porción ínfima de la nación; es más, precisamente en nombre de una exigencia de universalidad, se excluyeron del lenguaje las palabras y la sintaxis inteligibles para el pueblo, las del trabajo y la acción (…). De ese lenguaje están forzosamente excluidas una infinidad de acciones y la acción misma, que en él solamente subsiste como modo profundo y visceral de sentir; de ahí, entre otras, la primacía de los tiempos, la desaparición de los modos y, en general, todas las reformas técnicas que pueden ayudar a eliminar del lenguaje de los directores, como se dice ahora, esa subjetividad tan especial del hombre popular, esa subjetividad que siempre se determina a través de una acción y no a través de una reflexión.

      En síntesis, la Gramática tiene algo de cárcel. Y ha sido concebida desde la ideología.

      Hay personas que cuando hablan del cáncer bajan la voz o eluden el término diciendo, por ejemplo, «algo malo» o «una cosa fea». Hay quienes prefieren decir «la cantante de color» a decir «la cantante negra». Así queda condicionada la actitud del hablante ante cada tema. Eufemismos, omisiones, sustituciones, relaciones causales, privilegios de unas ideas sobre otras, etc. vienen ya incluidos en las matrices ideológicas - que son sociales - condicionando las opciones verbales del individuo.

      Pero estaríamos empobreciendo nuestra comprensión del tema si construyéramos con lo anterior una representación estática del lenguaje. Así como los modelos de relación social y los sistemas de valores van modificándose con los cambios históricos, el lenguaje va adaptándose espontáneamente para absorber esos cambios. No tanto para salvar la distancia entre lenguaje y realidad como para preservar la solidaridad entre lenguaje y cultura.

      En el marco de las apreciaciones anteriores podemos ahora acercarnos a la relación entre el lenguaje y una dimensión concreta de la realidad humana: la sexualidad. La relación entre sexualidad y lenguaje es un caso ejemplar de la referida autonomía entre realidad práctica y realidad verbal. La prueba más tajante de ello es la ausencia de un léxico completo, preciso y plenamente legitimado para hablar de las prácticas sexuales con transparencia y univocidad. Para hablar del sexo en un plano coloquial se ha de apelar siempre a términos «fuera de contexto»: los cultismos («practicar el coito»); los eufemismos («hacer el amor»); los vulgarismos («follar», «coger», «chingar»). Ninguna fórmula es plenamente satisfactoria: o demasiado técnica, o demasiado cursi, o demasiado burda.

      Siempre hay que utilizar términos entre comillas. Como los que se traen de otro contexto. Como los que son utilizados por otras personas.

      En su «Introducción al psicoanálisis», [2] Freud inicia su reflexión sobre «La vida sexual humana» con la siguiente afirmación: A primera vista parece que todo el mundo se halla de acuerdo sobre el sentido de «lo sexual» asimilándolo a lo indecente; esto es, a aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas. Brillante manera de entrar en el tema: situándolo en el lugar preciso de su problematicidad, que no es el de las pulsiones individuales sino en el de los valores éticos, o sea, en el lugar de la ideología. Tal como lo hace Marx con la economía, Freud ingresa al análisis de la sexualidad haciendo referencia a una creencia, a un prejuicio. El psicoanálisis, entre sus mayores aportaciones, contiene su implícito cuestionamiento de las representaciones ideológicas; tarea que deja inmediatamente atrás para internarse en los abismos de la «psicología profunda». Hay que subrayar aquí el núcleo de esa problemática, condensada en una simple frase coloquial: «aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas»: lo sexual está reprimido esencialmente en la palabra.

      Desde aquel texto de Freud ha pasado casi un siglo y, a pesar de la notable distensión experimentada por la ética sexual – especialmente a partir de los años 60 –, el sexo sigue enlodado por el prejuicio (es cosa de degenerados, viciosos o libertinos); y, en los casos de mayor permisividad, se instala en el paradigma de las «picardías»: no es cosa de gente seria, pues esta gente del sexo ni siquiera habla.

      El universo real de la sexualidad ocupa la zona de lo innombrable; posee un reflejo distorsionado en el cristal del lenguaje. Las palabras se contagian de la sanción que recae sobre las acciones. Al sexo le pasa lo que al cáncer. De él hay que hablar en voz baja, a hurtadillas. No debe sorprender que la palabra «sexualidad» se incorpore muy tardíamente en el diccionario de la Real Academia. Y no se trata de una «desviación ideológica» o una «represión intencional». La Real Academia Española no sólo obedece órdenes de la Santa Sede. Con las leyes del idioma calcadas sobre la matriz cultural - más profundas y milenarias - tiene suficiente para ejercer su labor.

      Así, cuando ella dice que «limpia, pule y da esplendor» a la lengua no incurre en un acto de soberbia sino más bien de ingenuidad. Ese tono coloquial sólo indica la artesana humildad con que define una misión mucho más trascendental, consistente en soldar, reparar las resquebrajaduras que la historia va creando en los lazos que aferran la lengua real a una matriz cultural. Esta situación que corrientemente se atribuye a una mera cuestión de moralismo, hipocresía o pudor tiene raíces mucho más profundas. En toda verbalización de lo sexual se manifiesta el modelo de relación entre sexualidad y cultura propio de cada sociedad. Y en nuestra sociedad el sexo es un tabú estructural, sólo reintegrado culturalmente mediante la legitimación del conflicto.

      Preguntarse por la sexualidad es preguntarse, antes que nada, por el origen de aquella sanción social. Detrás de toda traumatología sexual es imposible disimular la dinámica de aquella «indecencia» socialmente imperante y operante en la constitución de la subjetividad.

      La primera pregunta por la sexualidad no habita, por lo tanto, lo puramente psicológico: la sexualidad es esencialmente un asunto del imaginario social. Ya desde la primera infancia, entre todas las palabras que construyen en el individuo su ser social, se aloja en lo inconsciente la palabra «indecencia». Ingresamos a la vida por el sendero del pecado original y no hay bautismo que lo lave: el estigma nos acompañará toda la vida. La sexualidad humana es una experiencia trágica. Como la vida misma.

      Por encima de los hablantes existe un discurso tácito acerca de la sexualidad, impreso en las matrices del lenguaje, o sea, del pensamiento.

      Cualquiera sea la ideología sexual del hablante, el lenguaje mismo (el idioma) ya estará hablando por su boca. Al hablar decimos cosas que no pensábamos decir y mutilamos pensamientos latentes que quisieran manifestarse; dejamos hablar a un imaginario colectivo, originario y vigente, impreso en la propia lengua.

      Pero el lenguaje dispone de los mecanismos de rebelión contra si mismo: la poesía y la teoría; espacios en que se autocritica


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