El sexo entre hombres. Norberto Chaves

El sexo entre hombres - Norberto Chaves


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proponérselo, alude a un hecho de la realidad: el compañero de lecho no siempre suele ser lo que parece, ni suele serlo durante toda la soireé.

      Una mujer que flagela a su marido para excitarse y excitarlo ¿es por ello menos mujer y él, menos hombre? ¿Cuándo una mujer penetra a un hombre, qué «son» cada cual? Hay personas que no gustan sexualmente de los japoneses o los negros; y ello no tiene necesariamente que ver con el racismo; pues por razones similares otras no soportan a los flacos, a los altos, a los rubios… ¿Cómo se llaman aquéllos a quienes sólo les gustan las gordas, o las casadas, o las embarazadas? ¿En qué piensa el «bisexual» cuando piensa en su sexualidad o cuando se masturba? ¿El autoerotismo requiere necesariamente de un partenaire imaginario y de un determinado sexo? ¿En quien piensa cada uno de los participantes en una relación de tres? ¿Por qué se excita un hombre heterosexual con la escena erótica de dos mujeres? ¿Qué es lo que le excita a un homosexual de la escena erótica de un hombre y una mujer? ¿Qué «enfermedad» padece aquél que cuando lo muerden pierde la erección? ¿Por qué a un determinado homosexual un pene negro puede producirle tanto o más asco que una vagina y, su amigo, en cambio, perder por tal pene la cabeza? (De hecho se fabrican prótesis fálicas de varias «razas»).

      Las «orientaciones sexuales» son prácticamente infinitas. Para construir una idea de identidad sexual anclándola exclusivamente en el sexo del partenaire es necesario despreciar toda práctica que no sea aquélla convencionalizada como la canónica o sea el coito heterosexual. Y expulsar al terreno de la enfermedad, la perversión o la anormalidad todo gesto ajeno a ese paupérrimo modelo. Tal idea de la identidad sexual deja fuera, por lo tanto, la sexualidad propiamente dicha, o sea, esas interminables variaciones sobre un tema que no existe.

      El cuestionario del análisis de la homosexualidad y de la heterosexualidad padece de la misma fijación obsesiva en la genitalidad e, ideológicamente, está inscrito en aquella desviación que ha quedado definida como sexismo. La jerarquización del sexo del partenaire como un dato identificador, como sinécdoque de toda una estructura de la personalidad, es un prejuicio que define el sentido de la sexualidad en función exclusiva de su relación con el arquetipo: el vínculo reproductivo macho-hembra. Considerar al sexo anatómico de mi amante como hecho fundante de mi identidad es una creencia mítica: la homosexualidad y su par maniqueo, la heterosexualidad, son fantasmas, construcciones del imaginario colectivo.

      Esa concepción de la identidad sexual parte de no reconocer ninguna diferencia entre sexo y sexualidad. Encubre la realidad de que sexos hay dos; pero sexualidad, una sola; está presente por igual en todos los humanos, cualquiera fuera su sexo y su práctica sexual predilecta y adopta formas de expresión prácticamente infinitas.

      Pero ninguna imaginería social cristalizada como verdad es casual sino relativa, o sea, culturalmente condicionada: es variable pero no aleatoria. Y para detectar ese carácter relativo bastará salirse del propio contexto histórico y observar, por ejemplo, lo que ocurría en la antigua Roma. En su exploración de las prácticas eróticas entre hombres en la República y el Imperio, Natalia Ruiz de los Llanos comienza aclarando: desarrollar esta problemática presenta serias dificultades dadas ya por la terminología, pues hablar de homosexualidad y heterosexualidad, tanto en el mundo griego y en el romano, es anacrónico e impreciso. Digo anacrónico pues el término homosexualidad apareció recién en el año 1869 en boca del Dr. Húngaro Benkert; y, por su parte, heterosexualidad, en el año 1890 con Krafft-Ebing en su obra «Psicopatía sexual». La imprecisión está dada por el riesgo que se corre al tratar de juzgar con patrones axiológicos propios de nuestro presente histórico la sexualidad de una civilización hoy ya desaparecida. Así pues, los romanos no hablaban de homosexualidad o heterosexualidad sino de actividad y pasividad; oponían el fascinus (falo erecto) a todos los spintria (orificios masculinos y femeninos). (…) Dice Quignard «un homo (hombre) no es un vir (varón) sino cuando está en erección». Es símbolo de virilidad y potencia sexual, es decir, de poder sobre el Estado y la familia. Por lo tanto, sólo el vir, en tanto civis romanus, es el portador de las fasces, símbolo de su potentia e imperium, pues ha nacido para dominar el mundo subyugado que ha conquistado y le pertenece; como dominus, señor de la casa, es el portador del fascinus que ha sodomizado los orificios familiares: los de su mujer y los de sus esclavos, pues ambos conforman su patrimonio. [4] Es decir que todo paradigma erótico es fatalmente cultural: sus ejes de oposiciones están dictados por la respectiva matriz social.

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