El marqués de la Ensenada. José Luis Gómez Urdáñez
la nobleza comprendió la necesidad de adaptarse a la nueva realidad que iba imponiendo el crecimiento económico y el desarrollo científico es porque hubo un consenso tácito de hasta dónde y qué se podía cambiar. Así, el Estado, en su esencia absolutista, se revelaba como el gran instrumento para impulsar las reformas, pero a la vez era el que impedía los cambios. Y por eso, en cuanto los déspotas plebeyos provocaban la sospecha de los Grandes a causa de alguno de sus proyectos, el rey dejaba de ser su valedor. Recordemos que no solo Ensenada —dos veces desterrado—, también Macanaz y hasta el mismísimo Floridablanca probaron el castigo de la prisión. La lista de «caídos» es, obviamente, mucho mayor.
Siempre dominado por el sentimiento de superación —«En sí no soy nada, pero amo mi reputación como si fuera algo»—, por la ambición —«la monstruosa fortuna que he hecho»— y por la pasión por los saberes útiles —pues siempre se codeó con hombres de ciencia—, Ensenada fundamentó sus proyectos hábilmente, sin importarle la procedencia de sus apoyos: científicos, militares, clérigos o funcionarios. Pero nunca reparó en que era ilustrado… lo mismo que Carlos iii, y jamás se hubiera atrevido a pregonar su oculto pecado, el despotismo, que eran las «maquiaveladas» que decía Carvajal que le desesperaban. Su enjoyada exhibición en público fue un acto más de servicio y la necesaria máscara del hijo de un hidalgo pobre: «por la librea del criado se ha de conocer la grandeza del amo», dicen que le dijo a Fernando vi.
Todo esto es lo que vamos a desgranar en las páginas que siguen. Nos apoyaremos en algunos trabajos míos anteriores, entre ellos El proyecto reformista de Ensenada (Lleida, 1996) y Fernando vi (Madrid 2001), del que hay edición en Punto de Vista Editores. También incorporo otros trabajos míos, digitalizados en www.gomezurdanez.com. En ellos se pueden buscar las referencias documentales de los archivos en que he trabajado, en especial AHN y Simancas. Destaco sobre todo los dedicados al conde de Superunda —también riojano, íntimo del marqués—, Olavide y Feijoo. El agudo fraile de Oviedo tuvo un interesante affaire con Ensenada —a través de su hechura Ordeñana—, una prueba de fuego de con quién se la estaba jugando el benedictino, siempre metido en política. Y en fin, de eso, de política es de lo que va este libro, que no pretende ser una biografía, sino una herramienta más para comprender a uno de los hombres decisivos en el proceso de robustecimiento del Estado español.
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El estadista ante la historia
Si Ensenada ha pasado a la historia por delante de la mayoría de los ministros del siglo xviii no es solo porque lograra articular un proyecto político y vertebrar una red clientelar para ponerlo en práctica; es que además, escribió mucho, mantuvo correspondencia con cientos de personajes y logró ganar en vida estimación y respeto. No hay que negar que sabía cazar con miel y que siempre fue generoso empleando la bolsa —del rey— con sus muchos amigos, pero también es cierto que sus ideas alumbraron la política práctica del gobierno de la monarquía hasta su crisis final en 1808, especialmente en la conjunción entre Marina y Hacienda, siempre mirando a la conservación del imperio español.
Conocemos mucho de su proyecto político por lo que él llamó Representaciones, textos en los que exponía a Fernando vi ideas y objetivos, en aparente desorden pues eran «puntos de gobierno» concretos. Por sus Representaciones comprendemos bien su sentido práctico de la política, especialmente la de 1751, estudiada por Didier Ozanam. Cuando la escribió estaba quizás en el mejor año de su proyecto político, por eso es tan directa y habla de temas básicos como la Marina y el catastro con seguridad. El texto revela al ministro al que le salen bien las cosas y se atreve a elevar el listón un poco más ante el rey, dando a entender que tiene un proyecto articulado y que puede ser, como decía el padre Isla, el «secretario de todo».
También conocemos su forma de pensar por las miles de cartas que dejó en su correspondencia, especialmente con embajadores y personal diplomático, tanto oficial como personal, o reservada. Pero en el siglo xviii, muchas cartas se quemaban luego por el destinatario, o se hacían desaparecer. Por eso, hay que seguir investigando, siempre con la esperanza de encontrar documentos que aporten nuevas pistas. Hay también cartas que hablan de él «por oficio», como las que escribió desde Granada para el duque de Huéscar (primogénito de los Alba, que heredará el título principal de la casa tras la muerte de su madre en 1755) su espía Nicolás Pinedo de Arellano, que dio mucha información sobre la vida del marqués en el primer destierro, y algunas especialmente significativas en las que es Ensenada, confiado, el que cuenta algo sobre él, por ejemplo, las cruzadas con el cardenal Silvio Valenti Gonzaga, secretario de Estado del Vaticano, íntimo amigo desde que fue nuncio en Madrid entre 1737 y 1740. Más cuidado tiene con las que mandó al duque de Huéscar, pues a pesar de que se arrimó a él, siempre lo hizo con prevención. ¡Como fiarse del que soñaba con que los Grandes de España lograran el poder que, naturalmente, les correspondía!
Ensenada se sinceró con muy pocos amigos en su vida, pues fue hombre artificioso, simulador y a veces cínico, como todos los que debieron abrirse camino en las «prisiones cortesanas donde al más astuto salen canas», en palabras del padre Isla. Ya hemos dicho que, como hijo de pobre, afectó siempre una exagerada humildad que le hizo ganarse el apodo de Adán y que permitía jugar con su título, el marqués de la En sí nada. Le comentaba estas cosas al cardenal Valenti Gonzaga, a quien le descubrió sus intimidades: «Yo en un accidente seré nada»… Pero con quién más se sinceró fue con su amigo gallego, Manuel Ventura Figueroa, gobernador del Consejo de Castilla en 1773, a quien le confesó: «Dios por su infinita misericordia ha querido que de algunos pares de años a esta parte conozca que este mundo es una pura vanidad opuesta a gozar en gracia el Eterno, y su Divina Majestad me lo demuestra bien claramente en este caso con la memoria que permite conserve de mi humilde nacimiento y de la monstruosa fortuna que he hecho».
Pero no se elige lo que de uno dirá la posteridad. Por más que uno mismo o sus amigos se prodiguen en alabanzas, la Historia puede ser cruel a nada que subsistan las opiniones contrarias. Si bien no es el caso de Ensenada. En general, desde las primeras biografías, se abrió paso un Ensenada hecho a sí mismo, gran estadista, projesuita, gran hacendista —aunque él dijo que no entendía nada de Hacienda— y favorecedor como nadie de la Marina. Su vida en la Marina, desde la nada al ministerio, y sus planes de construcción naval y rearme, las ordenanzas, la matrícula del mar, siempre suscitaron la admiración de los marinos. Por eso, los restos del ministro salieron de Medina del Campo para ir al Panteón de los marinos ilustres de San Fernando, donde se guarda su memoria, aunque es el único que no fue marino de profesión.
Calles, plazas, institutos, estatuas, retratos, han publicitado su fama, incluso un barco de la Armada lleva su nombre. Hoy, sin embargo, le ha vuelto a traicionar la Fortuna y ha reaparecido su cara más cruel: el intento de genocidio que llevó a cabo contra los gitanos en 1749. Un abogado madrileño ha solicitado a la alcaldesa que retire su nombre de la calle que tiene dedicada en la capital de España y varias asociaciones gitanas, conscientes de la importancia que tiene la historia para seguir manteniendo su secular entereza contra la represión, le han señalado incluso como genocida. Nada le descarga de culpa, pero debemos reconocer que su intención de acabar con «tal malvada raza» era compartida por muchos otros que lucen igualmente en calles y retratos, todos hombres ilustres de la historia de España, incluidos los reyes —desde que Fernando e Isabel los condenaran en la primera pragmática represiva de Medina del Campo, en 1499— hasta el propio papa Benedicto xiv, que a petición del presidente del Consejo de Castilla, el obispo Gaspar Vázquez Tablada, excluyó a los gitanos del derecho de asilo en sagrado. El confesor del rey, el jesuita padre Francisco de Rávago, y el propio rey tranquilizaron así su conciencia. En asuntos de memoria de los muchos crímenes que la historia nos recuerda, conviene ser reflexivos y recordar a Julio Caro Baroja cuando decía: «ni Pedro fue tan cruel, ni Rodrigo tan miserable». Para no errar, ya antes incluso de pasar a nuestra historia, los historiadores disponemos de la historiografía, nuestra notaria, a la que acudimos para que nos dé la explicación de cómo se fue construyendo la imagen de Ensenada a lo largo del tiempo.
El primer biógrafo del marqués fue el marino Martín Fernández de Navarrete. Era riojano como Ensenada y quizás recurrió a la fama de su paisano para justificar