La Ruta de las Estrellas. Ignacio Merino

La Ruta de las Estrellas - Ignacio  Merino


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tarde cuando la muerte de su esposa le obligó a tomar las riendas de los dominios del Nuevo Mundo. Tampoco es que hiciera falta, ya que la posición de visorrei respondía a un cargo tradicional en la monarquía catalano-aragonesa que llevaba aparejado el oficio de gobernador. Su añadido hubiera sido duplicar idénticas funciones

      Antes de llegar a la tienda real del campamento de Santa Fe, donde Isabel le aguardaba, Colón acusó con angustia la situación. La Reina en persona iba a discutir con él los términos del acuerdo, estaba dispuesta a sufragar el proyecto. Por un momento sus ojos se nublaron y cuando descendió del caballo tuvo que ser ayudado, tal era su agitación.

      Dentro del real se oían rumores y pasos amortiguados por las espesas alfombras. Las botas militares sonaban como babuchas marroquíes, aunque allí no hubiera nadie que no fuera cristiano de fiar. Colón, que tanto empeño tuvo en esconder su origen hebreo, sintió que su alma se expandía. Ya no había qué temer. Castellanizado, y con la intransigencia del converso, no tuvo reparos en adoptar la fe del Cristo por lo que pudiera suceder.

      La Reina estaba sentada en un sillón de campaña rodeada de hombres de armas y algunas azafatas pendientes de lo que pudiera ordenar. Cuando uno de los pajes le susurró el nombre de Colón, asintió, alzó la vista y sonrió soltando el manuscrito que sujetaba su mano. Despidió con pocas palabras a sus alféreces y se dirigió a un pequeño trono bajo el dosel heráldico.

      Colón se arrodilló a sus pies antes de que ella pudiera sentarse. Observando su cabeza cana y el temblor de hombros que le sacudía, Isabel se inclinó para tomarle por los brazos y obligarle a erguirse, mientras el nuevo súbdito se deshacía en lloro silencioso y afán por besarle la mano.

      Al fin la Reina logró que se sentara junto a ella. Antes de preguntarle, se fijó en su rostro curtido y escudriñó aquellos ojos envueltos en una bruma gris y lejana.

      —¿Os encontráis bien, maese Colón?

      —Sí, Alteza, más que bien. Me hallo en el paraíso.

      —Lo celebro... y os felicito. Sois un hombre audaz y perseverante.

      El marino iba a responder, pero la Reina continuó.

      —El Cardenal Mendoza y ese santo varón que fue confesor nuestro y tanto os estima, hablan maravillas de vos... y de vuestro proyecto.

      —Su Eminencia y fray Juan son demasiado generosos con mi humilde persona.

      —No seáis tan modesto. Habéis solicitado grandes mercedes para vuestras conquistas.

      —Lo he hecho porque confío en poner a vuestros pies un imperio al otro lado del Océano.

      Isabel se quedó pensativa. Tal vez fuera cierto que Dios quería aún más de ella. Aquel hombre cansado y con los ojos febriles no parecía la mejor garantía para una aventura de tal magnitud. Sin embargo, podía ser el instrumento enviado por la Providencia para extender la fe en el Redentor y llevar la buena nueva a los confines del mundo. Y ella, la princesa que había impuesto su voluntad en el trono de Castilla, no era más que otra criatura en los designios del Altísimo, que debía plegarse a Su dictado.

      Pronto la noticia se extendió por los puertos y plazas de la Baja Andalucía. Colón tenía patrocinio y buscaba hombres para acompañarle y naves que pudieran surcar el Océano.

      Juan de la Cosa fue de los primeros en responder.

      “Es más fácil quedarse fuera que saber entrar”.

      Mark Twain

      El viaje se hacía realidad, verdad incuestionable. Aunque a muchos les costara creerlo, cada día que pasaba significaba un triunfo del empeño de Colón, la prédica de los frailes y la intuición de la Reina. Juan de la Cosa hizo suya la idea, buscó dineros, armó un barco y se entregó en alma y cuerpo al proyecto. El chico montañés que en Cádiz se había convertido en navegante y geógrafo, comenzó a predicar la expedición como si fuera una misión sagrada. Quería lo mejor, los marineros más capaces, los buques con mayor envergadura. Contaba con la colaboración de todos los paleños, una obligación legal que impuso la Corona tras comprar la mitad de la villa a la familia Cifuentes. Como la mayoría de los puertos andaluces dependían de los señoríos locales, los Reyes se las arreglaron para tener autoridad al menos en Palos. Isabel y Fernando no querían que un particular costeara la expedición y desde el principio dejaron claro su deseo de que la empresa fuera a cargo del Estado, la patria común que estaban construyendo. Con la adquisición de Palos lograban que la expedición saliera de un puerto real. Cádiz fue excluido, al estar su puerto ocupado con la expulsión de los judíos. Sevilla también, por su lejanía del mar.

      Sólo faltaba enrolar a la marinería y seleccionar a los jefes. Conseguir hombres dispuestos fue un escollo más difícil de salvar de lo que habían imaginado De la Cosa y Colón. No había muchos voluntarios para enrolarse en un viaje hacia lo desconocido, sin objetivos claros y bajo el mando de un extranjero del que desconfiaban. Con perspectivas tan poco tentadoras, ni las recompensas prometidas ni la autoridad de los frailes de La Rábida consiguieron animarles para que se apuntaran.

      Una voz convincente vino a cambiar la situación. Martín Alonso Pinzón respaldó el proyecto. Su opinión, dictada con la autoridad de un caudillo y escuchada con fervor por sus paisanos, resultó decisiva. El viaje debía hacerse, quienes fueran en él serían héroes para la posteridad y tal vez ricos hacendados en un futuro próximo.

      Era Martín el jefe de una familia de marineros-corsarios, primogénito de cuatro hermanos, armador y hombre de capitales dispuesto a invertir en un negocio arriesgado con el mar por medio. El marino andaluz tenía experiencia en el comercio con las Islas Canarias y se había enfrentado a menudo, y en distintos mares, a navíos castellanos, portugueses y aragoneses.

      También tenía un gran ascendiente sobre sus paisanos.

      El convencimiento del jefe de los Pinzones arrastró a los demás. Junto a él, se enrolaron sus hermanos Vicente Yáñez y Francisco Martín. Otra familia poderosa, los Niños de Moguer, se unieron al proyecto. Juan, Peralonso y Francisco aportaban sus conocimientos y también su dinero. Ellos armaron la carabela Santa Clara y la cambiaron el nombre por el de La Niña, en honor a su gentilicio.

      En total se alistaron noventa hombres. La mayoría procedían de la comarca del Odiel-Tinto, de las villas de Ayamonte, Moguer, Puerto de Santa María, Vejer, Palos y las ciudades de Huelva y Cádiz. Diez hombres del norte, entre vizcaínos y cántabros, se enrolaron con Juan de la Cosa. El cántabro armó de su propio peculio la nao capitana, una poderosa embarcación construida para desafiar el Océano. Colón le nombró maestre, un cargo que implicaba ser segundo de a bordo con mando directo sobre la marinería y a las órdenes del Almirante.

      Participaban en la aventura cinco extranjeros procedentes de Venecia, Génova, Calabria y Portugal, además de cuatro criminales beneficiados por la real provisión que permitía redimir penas a quien se enrolara. Se trataba de Bartolomé Torres, que había asesinado al pregonero de Palos, y de tres amigos que intentaron liberarle de la prisión.

      Sumaban setenta y cinco andaluces, once del norte y cinco extranjeros. Todos marineros o gentes de oficios necesarios para el largo viaje. No había frailes ni soldados, ya que en este primer viaje no había propósito de combatir ejércitos enemigos ni se proponía convertir infieles. Sí contaba entre la tripulación con una holgada nómina de carpinteros, médicos, grumetes, marmitones, varios oficiales reales y un veedor o contable que debía anotar y guardar los ingresos que habrían de corresponder a la Corona. También les acompañaban un alguacil real para hacerse cargo de los que cometiesen algún delito y un intérprete de árabe y hebreo, que no era otro que Diego Arana, primo de la mujer de Colón. Todos los expedicionarios iban a sueldo de Castilla.

      Los barcos fueron aparejados. Sólo quedaba embadurnar de pez las quillas y dar la última capa de almáciga en las juntas. Eran finalmente tres. La nao capitana, que había cambiado su nombre de La Gallega por el más cristiano de Santa María; La Pinta, una carabela de tres palos y aparejo redondo propiedad de Cristóbal Quintero


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