La Ruta de las Estrellas. Ignacio Merino
las Azores, apuntaban la posibilidad de que existiera tierra aún por explorar. Pero más lo presentía la intuición afilada de aquel hombre que ensimismado dibujaba un barco en su resma de papel. Había que saber más. Dejar de mirar la costa y alzar la vista a las estrellas.
Juan interrogó con la mirada a Eutimio. El andaluz no necesitaba ya de ruegos, veladas amenazas, ni siquiera palabras de ánimo. Estaba lanzado y quería contarlo todo.
—Navegamos cómodamente a favor del viento hasta que encontramos la primera tormenta siete días después de dar la vuelta. Guaracaibo y su mujer, Ninié, se mareaban continuamente y pasaban las horas tumbados en cubierta, acostados juntos en una loneta que habían sujetado con cuatro palos a la que llamaban hamaca. La otra chica cuidaba del niño. Diego supo un día que era hermana del jefe y que sabía cocinar. A partir de entonces nos preparaba tortas de harina, retiraba nuestros platos y los lavaba. Diego sonreía y se le veía más alegre. Yo también he sido joven y sé que cuando a un mozo de dieciocho años se le cruza una hembra hermosa en un barco, empieza a pensar en algo más que sujetar jarcias y tensar velas. La rapaza era guapa como una gitanilla y andaba medio desnuda, con los pechos al aire. Caminaba despacio, esquivando enseres y maromas con una gracia que parecía estar bailando. En alguna de las guardias Diego debió acercarse a su hamaca y ella no lo rechazó. El crío dormía con sus padres, y la joven, a quien mi hijo le puso de nombre Araná porque ella repetía esta palabra continuamente, le dejó hacer. Yacieron juntos y pasó lo que pasa entre un doncel y una hembra cuando el mar está en calma, las estrellas brillan en el cielo y la brisa refresca el cuerpo. Yo... no pude hacer nada... Hubiera sido como ir en contra de la Naturaleza.
Nueva pausa. Eutimio se concentró en los recuerdos mientras su mente luchaba por recuperar la noción de aquellas jornadas que se le aparecían envueltas en una bruma espesa, como de pesadilla.
—Lo malo es que, entre tanta tranquilidad, Guaracaibo enfermó y su mujer también. El día catorce tuvimos que arrojar sus cuerpos al mar porque él había muerto por la noche y ella estaba agonizando. Como apenas quedaba comida para los demás, decidí que no alimentaran más al niño con papilla de harina. La criatura dejó de existir en silencio, totalmente consumida. Araná se retiró a un rincón. No quiso hablar con nadie ni tampoco que Diego la consolara.
Cuando volvimos a La Gomera, nada dijimos de lo que nos había sucedido. Escondimos a la chica y dejamos pasar el tiempo. Yo era viudo y fueron mis otros hijos quienes se ocuparon de ella. Araná parió un varón a los nueve meses y luego murió. Nos quedamos con el niño y lo criamos como uno más de la familia. Le llamamos Caibo. La verdad es que no me disgustaba ser abuelo, aunque el mozalbete, que es listo como un conejo, siempre me ha llamado padre.
Nadie dijo una palabra cuando Eutimio puso punto final. Nadie excepto el Almirante, quien al comprobar que el marinero no decía más, continuó el interrogatorio.
—¿Hicisteis más viajes como ése?
—Sí.
—¿Recogisteis a más gente?
—No.
—¿Qué visteis?
—Muchos indígenas que vivían pacíficamente en sus islas pescando y cazando. Casi todos sanos y amables. Dejamos señales nuestras y mojones. También algún hijo más, me temo. Pero la tercera vez que nos adentramos por aquellas aguas, hará cosa de cinco años, nos topamos con una tribu de guerreros que iban pintados y armados. Cuando quisimos conversar con ellos, nos atacaron y dieron muerte a mi hijo Antón. Desde entonces no he vuelto.
Colón se enderezó en su asiento y se frotó despacio las manos. Tenía un brillo en la mirada que todos pudieron observar. A Martín Alonso Pinzón se le había ido la cara de sargento y hasta el color. Los demás marineros estaban impresionados, alguno emocionado. Juan puso su mano sobre el brazo del viejo marino.
—Descuidad, maese Hinojosa. Nosotros buscaremos esas señales.
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