La leyenda negra en los personajes de la historia de España. Javier Leralta
gente interesada en continuar con la guerra civil, entre ellos Jaime II de Aragón y Alfonso de la Cerda (nieto de Alfonso X), quien vio desvanecer sus aspiraciones a la corona una vez legitimada la figura de su primo Fernando. Otro de los afectados fue el omnipresente infante Enrique, que ambicionaba la tutela del rey de forma vitalicia y difundió el rumor de la falsedad de los certificados papales en las Cortes de Burgos (1301) para crear más confusión en la Corte, pero la reina se encargó de aclarar la fea maniobra leyendo la bula y la dispensa en la misma catedral burgalesa delante del pueblo. Una vez más el infante quedaba en evidencia.
La muerte del rey: la sentencia de emplazamiento
La leyenda negra del rey empezó a gestarse unas semanas antes de su muerte a raíz del asesinato del caballero Juan Alonso de Benavides, hombre de confianza y privado del rey, ocurrido en las puertas del palacio real de Palencia una noche de agosto de 1312. Poco tardaron las autoridades en arrestar a los hermanos Carvajales, encontrados al parecer en la Feria de Medina del Campo y considerados culpables del crimen. En una ciudad tan pequeña como aquella Palencia de principios del siglo XIV resultaba muy difícil esconderse de la justicia y, sobre todo, pasar desapercibido después de cometer un acto tan execrable delante de un lugar bien vigilado por tratarse de la residencia real. Enterado el rey del triste suceso, solicitó que los presuntos culpables fueran enviados a Jaén –donde se encontraba luchando contra los moros– para juzgarles. Las pruebas debieron ser tan certeras y verosímiles que los hermanos Carvajales, Juan y Pedro, fueron castigados a la pena capital.
La tradición cuenta que antes de ejecutarse la sentencia, uno de los hermanos, defendiendo su inocencia, emplazó al rey a juntarse con ellos en el plazo de treinta días por la injusticia cometida, según relata la Crónica de Fernando IV:
“Y estos caballeros, cuando el Rey los mandó matar, viendo que los mataban con tuerto (injustamente), dijeron que emplazaban al Rey, que compareciese ante Dios con ellos […] de aquel día que ellos morían a treinta días”.
Después de aquellas últimas palabras, los dos caballeros fueron empujados al vacío dentro de una jaula de hierro con puntas afiladas en el interior desde algún lugar del castillo de la Peña de Martos, villa cercana a Jaén. Y el destino –que a veces es muy caprichoso– quiso que treinta días después de las ejecuciones fuera encontrado el cuerpo sin vida de Fernando IV, acostado en sus aposentos. Aquella predicción de emplazamiento se cumplió a rajatabla y el engranaje del mentidero de Castilla entró en acción acusando al rey de su grave error, de haber matado a dos jóvenes inocentes, sin testigos ni pruebas fehacientes. El azar transformó una muerte anunciada –la del monarca– en un relato literario, en una leyenda negra que recorrió todo el país y que la historia no ha querido rectificar.
Según su crónica oficial, Fernando, después de “comer carne y beber vino” se retiró a su habitación a descansar y poco después murió. La causa de la muerte no fue un castigo divino por ordenar la muerte de dos presuntos inocentes como así lo han reflejado diversos estudios, sino la grave enfermedad que padecía desde hacía tiempo. Fernando murió de tuberculosis, igual que su padre Sancho IV, y la providencia quiso que fuera la tarde del 7 de septiembre de 1312, justo un mes después de la sentencia pronunciada por uno de los hermanos Carvajal. Una sentencia con tintes templarios, una leyenda negra que le acompañó hasta la sepultura. Fernando IV nunca se preocupó de su salud, comía y bebía sin reparo hasta que el corazón no pudo resistir tanta ansiedad. Él, que había sido un rey magnánimo y débil, clemente y bondadoso, justo y a veces impetuoso y enérgico como su padre, pasaba a la historia con el injusto apodo de Emplazado, muy apropiado para fomentar leyendas. Así es la historia.
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