Voces íntimas. Reina Roffé
no tengo ninguno. Creo que cada cuento impone su técnica. A mí se me ocurre algo de un modo vago y después voy averiguando si eso debo escribirlo en prosa o en verso, si conviene el verso libre o la forma del soneto. Todo me es revelado o yo lo busco, y no siempre lo encuentro. Creo que hay dos elementos en la creación literaria: uno, de carácter psicológico o mágico, puede ser la musa, el espíritu, podría ser lo que los psicólogos llaman la subconsciencia; y el otro es donde ya trabaja la inteligencia. Conviene usar de los dos. Poe creía que la poesía era una obra puramente intelectual, yo pienso que no. Se necesita, ante todo, emoción. Yo no concibo una sola página escrita sin emoción, sería un mero juego de palabras en el sentido más triste.
En el poema «La noche cíclica» usted parece descreer de toda filosofía.
Sí, pero tiendo a ser idealista. Se supone que todo es un sueño, tiendo a suponer eso, a imaginar eso. Es decir, yo puedo descreer del mundo material, pero no del mundo de la mente. Puedo descreer del espacio, pero no del tiempo.
En otro de sus cuentos, «Los teólogos», se plantea el tema de la identidad personal, ¿lo recuerda?
Tiene razón, ese cuento es la historia de dos enemigos; al final se encuentran, creo, en el cielo y descubren que para Dios son la misma persona, las diferencias que los separaban eran mínimas y uno hace quemar al otro. Qué raro, usted es la primera persona del mundo que me habla de ese cuento.
Han hablado muchas otras personas.
Pero a mí no me han dicho nada. Yo he encontrado dos referencias en la poesía que tienen que ver con la identidad. Una, en Walt Whitman y está al principio de Leaves of Grass, dice: «I know little or nothing concerning myself». Otra, en Hugo, que dice con una hermosa metáfora: «Je suis voilé pour moi même. Je ne sais pas mon vrai nom». Estoy velado para mí mismo, no sé mi verdadero nombre. Esa imagen del hombre velado para sí mismo es muy linda. Los dos sintieron lo mismo, los dos grandes poetas, Whitman y Hugo, sintieron que no sabían quiénes eran.
¿La visión del mundo como un caos en «La biblioteca de Babel» representa su mirada personal?
Por desgracia, es lo que siento. Pero quizá sea secretamente un cosmos, tal vez haya un orden que no podemos percibir. En todo caso, debemos pensar eso para seguir viviendo. Yo preferiría pensar que, a pesar de tanto horror, hay un fin ético en el universo, que el universo propende al bien, y en ese argumento pongo mis esperanzas.
¿Pero para usted el universo es absurdo?
Creo que tendemos a sentirlo así. No es una cuestión de inteligencia, sino de sentimientos. No sé, yo tengo la impresión de que uno vive entre gente insensata. Bernard Shaw decía que en Occidente no había adultos, la prueba de ello está en un hombre de noventa años que muere con un palo de golf entre las manos. En otras palabras, hay personas a quienes los años no le traen sabiduría, sino golf. Yo tengo un poco esa impresión también, pero no sé si soy siempre adulto, en todo caso trato de serlo, de no dejarme llevar por pasiones, por prejuicios; es muy difícil, ya que, de algún modo, todos somos víctimas y quizá cómplices, dada la sociedad actual que es indefendible.
En otro de sus cuentos, que aparece en El libro de arena, y que se titula «El Congreso»...
Ah, sí, ese cuento es el más ambicioso mío.
¿Es autobiográfico?
No, ese cuento empieza siendo un cuento de Kafka y concluye siendo un cuento de Chesterton. Es una vasta empresa, esa empresa va confundiéndose con el universo, pero cuando los personajes descubren eso, no se sienten defraudados, sino muy felices. Hay una especie de apoteosis al final, creo recordar. Bueno, he pensado que convendría reescribirlo y arreglarlo, habría que acentuar más los caracteres, porque como yo lo he escrito son simplemente nombres, habría que soñar bien esos personajes, habría que inventar episodios que no figuran allí y podría ser una novela breve, ya que yo soy incapaz de trabajos largos.
En una de las primeras páginas de este cuento se dice: «Me he afiliado al partido conservador y a un club de ajedrez». ¿Usted es conservador, Borges?
Yo no sé si todavía queda algo que conservar.
¿Tal vez el club de ajedrez?
Sí, salvo que soy pésimo ajedrecista. Mi padre me enseñó el ajedrez y me derrotaba siempre; él jugaba bien y yo nunca aprendí. El ajedrez es una hermosa invención árabe o de la India, no se sabe. En Las mil y una noches se habla del ajedrez. Hay un cuento de un príncipe que había sido convertido en mono y para demostrar que es un hombre juega al ajedrez. Las mil y una noches, ese libro espléndido en el cual hay también sueños dentro de sueños y sueños dentro de esos otros sueños.
El gaucho Martín Fierro, la obra emblemática de la literatura argentina, ¿es para usted un mal sueño? ¿Qué opinión le merece?
Creo que es estéticamente admirable, pero éticamente horrible. La obra, desde luego, es espléndida. Uno cree en el personaje del todo, además resulta imposible que no haya existido, pero no es un personaje, digamos, ejemplar. Además, quería pasarse al enemigo, que entonces eran los indios. Yo no creo que la historia de Martín Fierro pueda ser, como se ha supuesto, la historia del típico general de los gauchos, ya que si todos hubieran desertado no se hubiera conquistado el desierto. Tenía un tipo distinto. Martín Fierro corresponde, digamos, al gaucho malo de Sarmiento, al tipo del matrero que no fue muy común. Una prueba de ello es que aún recordamos a Hormiga Negra, a Juan Moreira; en Entre Ríos a Calandria, es decir, ese tipo fue excepcional, los gauchos, en general, no eran matreros. Yo profeso la mayor admiración por el Martín Fierro, podría recitarle a usted páginas y páginas de memoria, pero no creo que el personaje sea ejemplar ni que José Hernández lo haya pensado como ejemplar. Eso lo inventó Lugones cuando escribió El Payador en el año 1916. Él propone el Martín Fierro como una epopeya argentina y al personaje como un personaje ejemplar, como un héroe, como un paladín, lo cual es evidentemente falso.
¿Recuerda algún payador?
Sí, yo fui muy amigo de Luis García, que era un señor, no un compadrito. Un hombre con modales suaves, hablaba como un señor.
¿En qué radica la diferencia entre un señor y un compadrito?
Por lo pronto, en una indumentaria distinta. El señor llevaba cuello y corbata; el compadrito, pañuelo al cuello y zapatos de taco alto, saco cruzado. Sobretodo, nunca.
¿Los compadritos vestían de negro?
Todo el mundo en esa época vestía de negro. Y todavía hoy, en muchos lugares. En los pueblos de España, las mujeres visten de negro.
¿Los criollos tenían un lenguaje muy austero, muy económico comparado con el que se utiliza en España?
Ah, sí.
¿Usted fue amigo de Arturo Capdevila, él hablaba de una forma muy castiza, no?
Capdevila, no sé por qué, había tomado como modelo a los personajes del teatro español del siglo XIX. Decía cosas que nadie decía. Una vez fui a su casa, estaban por servir el té. Capdevila dijo: «Viva Dios, pronta está (o lista está) la merienda». Recuerdo una frase muy linda de él. Un día, yo estaba solo en la confitería Saint James tomando un vaso de leche. Pasó Capdevila y, al verme, me dijo: «Mi querido Borges (no tenía acento cordobés, tenía tonada española), usted está bebiendo su lepra». Qué linda frase, ¿no?: Borges, usted está bebiendo su lepra. Parece una frase bíblica. Según su teoría, la leche y el pescado podían producir lepra. Porque, en algún momento, desde San Pedro hasta Punta Lara, el bajo Saavedra, el bajo de San Isidro, parece que abundaba la lepra.
¿Y usted comía pescado?
En ocasiones. Pero antes, en la Argentina, se comía carne tres veces al día. Todas las mañanas había caldo, después puchero (el puchero era muy copioso); había arroz, tocino, choclo, zapallo, batata, tomate y carne. Y después de eso, solía servirse un bife. De noche, sobre todo si venían visitas, la comida era terrible. Se servía primero sopa, después cuatro platos; podía haber milanesas y después churrasco. Luego, el postre, que era muy rico: dulce de batata, dulce de zapallo, dulce de tomate,