Vivir en guerra. Javier Tusell

Vivir en guerra - Javier Tusell


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torno a mayo, aumentar sus posibilidades mediante la incorporación a sus filas del general Sanjurjo, cuyo pasado militar y actividad conspiratorial previa le daban una preeminencia obvia entre los militares. En realidad el general se adhirió al carlismo nada más que por ver en él el único grupo político dispuesto a lanzarse con sus propias masas a la calle. En Navarra estuvo el centro inspirador de la conspiración, cuya mente rectora era Mola. Los dirigentes carlistas entraron en contacto con él en fecha temprana, pero las relaciones fueron tormentosas. Lo que Fal Conde quería tenía poco que ver con lo de Mola, que, para él, no pretendía sino “disparates republicanos”. Al objeto de influir en el citado general, en la segunda semana de julio, los carlistas le trajeron una carta de Sanjurjo en que se mostraba partidario de la bandera bicolor como “cosa sentimental y simbólica y de desechar el sistema liberal y parlamentario”. Mola acabó comprometiéndose muy vagamente a aceptar, en sus líneas generales, las indicaciones de Sanjurjo. A pesar de que no hubo ningún partido que proporcionara inicialmente tantos hombres armados como el carlismo, la sublevación nunca fue, pues, propiamente tradicionalista.

      También Falange Española, por su ideario y por su afiliación juvenil, que ahora crecía meteóricamente, estaba en condiciones de conspirar contra el régimen republicano. José Antonio Primo de Rivera desde la cárcel de Alicante dirigió escritos a los militares españoles presentando un panorama patético de España y animándolos a la acción. Parece indudable que estos textos tuvieron influencia sobre los acontecimientos, porque gran parte de la oficialidad joven se sintió especialmente atraída por el falangismo. Con todo, entre un ideario de indudable significación fascista, aunque con sus peculiaridades, como el de Falange, y los militares necesariamente tenía que haber tensiones y dificultades.

      Primo de Rivera parece haber temido que los militares no supieran hacer otra cosa que una “revolución negativa”.

      Nos queda hacer mención de la última fuerza de derecha durante la etapa republicana, que era, también, la más importante y nutrida, el catolicismo político. Es muy posible que la mejor forma de describir su situación a la altura del verano de 1936 sea con el término “descomposición”, con sectores dispuestos a mantenerse en la legalidad y otros apasionados por destruirla. En cuanto al propio Gil Robles, parece indudable que no participó en la conspiración y que ni siquiera los principales dirigentes de ésta pensaron en consultarle, aunque luego se identificó con ella. El destino al que, sin embargo, estaba condenada la CEDA era la marginación.

      La conspiración contra el Frente Popular (inicialmente no iba contra la República) no fue protagonizada por grupos políticos sino por militares. Aunque no se tratara de una conspiración exclusivamente militar ni de todo el Ejército, sí tuvo ese carácter. Fundamentalmente estuvo protagonizada por la generación militar africanista de 1915 y tuvo como rasgo característico una voluntad de utilización desde un primer momento de la violencia, que era producto de las tensiones que vivía el país y que tuvo como resultado que lo sucedido no fuera un pronunciamiento clásico sino una guerra civil.

      La conspiración militar fue un tanto confusa en el doble sentido de que, por un lado, se conspiraba mucho, pero muy desordenadamente y, por otro, los propósitos de los conspiradores ni estaban tan meridianamente claros, ni se vieron convertidos en realidad. No hubo una organización militar secreta destinada a organizar la conspiración. La importancia numérica de la Unión Militar Española no parece haber sido tan grande, pero, en cambio, difundió ampliamente la actitud subversiva contra la República en los cuarteles. Quizá el mejor ejemplo del éxito de esta labor propagandística es el hecho de que un buen número de los dirigentes de la UME desempeñaron un papel importante en la política de la España de Franco. En la conspiración de 1936 no solo tomaron parte militares monárquicos, sino que la actitud subversiva contra la República estuvo extendida por sectores más amplios. Entre las principales figuras de la conspiración y de la sublevación hubo personalidades inesperadas. El general Mola tenía una “limitadísima” simpatía por la Monarquía; Goded incluso había conspirado contra ella. Queipo de Llano también lo hizo y estaba emparentado con Alcalá Zamora. Escritores izquierdistas llegaron a asegurar que la presencia de Cabanellas con los sublevados solo se entendía por haber sido obligado a punta de pistola. En cuanto a Franco, puede decirse que su trayectoria hasta entonces había sido singularmente poco política. Sanjurjo, que ya en agosto de 1932 había visto la dificultad de comprometerle en un proyecto conspirativo, tampoco confiaba ahora en que participara en él. Es muy significativo de su carácter, y también de la situación que vivían España y los altos cargos militares, el hecho de que el 23 de junio dirigiera una carta a Casares Quiroga, que era demostrativa de inquietud pero que podía ser interpretada como una amenaza de sublevación o un testimonio de fidelidad. Fue la participación de estos altos cargos militares lo que dio un carácter peculiar a la conspiración de 1936.

      La fase final de la conspiración tuvo lugar al final de ese mes de abril, fecha de la que data la primera circular de Mola. Su idea original no difería en exceso de un pronunciamiento, aunque preveía dificultades mucho mayores. El movimiento debía tener un carácter esencialmente militar, de modo que, aunque esperaba la colaboración de fuerzas civiles, éstas actuarían solo como complemento. El movimiento consistiría en una serie de sublevaciones que acabarían convergiendo en Madrid. Hasta aquí la conspiración parecía un pronunciamiento de no ser porque Mola recomendaba que el golpe fuera desde sus comienzos muy violento. Con ello no quería sentar las bases para una guerra civil, sino recalcar el carácter resolutivo que podía tener la actuación inicial; pero ejercida esa misma violencia por sus adversarios, la guerra se hizo inevitable. También difería la conspiración de un pronunciamiento clásico en lo que tenía de modificación de la estructura política. El proyecto inicial de Mola tenía un indudable parentesco con fórmulas de “dictadura republicana”. La suspensión de la Constitución sería tan solo temporal y se mantendrían las leyes laicas y la separación de la Iglesia y el Estado, aspecto éste especialmente inaceptable para los tradicionalistas. Pero Mola en sus instrucciones también aludía a un “nuevo sistema orgánico de Estado” tras el paréntesis de un gobierno militar. El mismo hecho de que una cuestión tan importante como ésa no estuviera por completo perfilada es un testimonio de hasta qué punto una sublevación de tanta envergadura hubiera sido evitable (y con ella la guerra) de no haberse producido el asesinato de Calvo Sotelo. Después de él la guerra desdibujó o transformó, como siempre ha sucedido en la historia de la humanidad, los propósitos originarios.

      Después de la guerra las izquierdas reprocharon al último gobierno del Frente Popular su incapacidad para estrangular la revuelta en gestación. Indalecio Prieto cuenta, por ejemplo, que al denunciar ante Casares Quiroga la existencia de la conspiración, se encontró con la airada respuesta de éste. Sin embargo estos juicios probablemente no son acertados. Si el Gobierno reaccionaba ante ese género de denuncias con dureza no era porque ignorara la existencia de una conspiración: era imposible pensar que no existiera cuando hasta la prensa hacía mención de ella. La mejor prueba de que Casares era consciente del peligro existente como consecuencia de la conspiración es que tomó disposiciones para evitar su estallido. Los mandos superiores del Ejército estaban ocupados por personas que no era previsible que se sumaran a la sublevación y, gracias a la disciplina, podía pensarse que la totalidad de las unidades militares les fueran fieles. Solo unos pocos militares sublevados ocupaban cargos decisivos: tan solo uno de los ocho comandantes de las regiones militares se sublevó. Fueron fieles al Gobierno el inspector de la Guardia Civil y sus seis generales; fue totalmente inesperado que no lo fuera el inspector del Cuerpo de Carabineros, Queipo de Llano. Muchos militares sospechosos fueron trasladados a puestos en los que parecían resultar mucho menos peligrosos: así sucedió con Franco en Canarias o Goded en Baleares. Mola fue mantenido en Pamplona, quizá porque se confiara en que no llegaría a ponerse de acuerdo con los carlistas, pero tenía como superior a Batet, el general republicano que había suprimido la revuelta de octubre de 1934 en Barcelona. En cada uno de los cuerpos armados o de seguridad se tomaron disposiciones preventivas. En Aviación el general Núñez de Prado llevó a cabo una depuración, aunque sus superiores no le dejaron que fuera tan completa como quería. Las plantillas del Cuerpo de Asalto en Barcelona, Madrid y Oviedo fueron modificadas para garantizar la lealtad al régimen. Hay, por tanto, numerosas pruebas de que no es verdad la supuesta pasividad de Casares Quiroga. De los 21 generales de división, l7 fueron


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