Vivir en guerra. Javier Tusell
tomó medidas para evitar la sublevación, que debía temer, por mínima conciencia de la realidad que tuviera. Su error no fue pecar de pasividad sino de exceso de confianza. Todo hace pensar que esperaba que podía repetir lo sucedido en 1932, pero ahora la situación era muy diferente. Azaña consideraba a esta altura que las conspiraciones militares solían acabar en “charlas de café”. Sin embargo, este planteamiento que suponía dejar que la sublevación estallara para, una vez derrotada, proseguir la obra gubernamental ahora era suicida. La situación de 1936 no era prerrevolucionaria, pero todavía tenía menos que ver con la del año 1932. Solo una vigorosa reacción gubernamental destinada a controlar las propias
masas del Frente Popular y a perseguir a los conspiradores habría sido capaz de disminuir la amplitud de la conjura. Así, además, el gobierno republicano no hubiera pasado por la situación que se produjo inmediatamente después de la sublevación cuando se encontró obligado a armar a las masas, con lo que su poder, ya deteriorado por la sublevación, todavía se redujo más. Claro está que, al no imaginar la posibilidad de una guerra civil, el gobierno del Frente Popular no hacía otra cosa que reproducir la actitud de los conspiradores.
Un primer balance de fuerzas. España dividida en dos
Tanto el Gobierno como los sublevados pensaban que la suerte del país se dirimiría en pocos días. Sin embargo, lo que sucedió en tres dramáticos días de julio fue que el alzamiento transformó las confusas pasiones de principios de verano en alternativas elementales y en entusiasmos rudimentarios. Aunque muchos intentaron la neutralidad, hubo que elegir, al final, entre uno de los bandos. En esos tres días lo único que quedó claro fue que ni el pronunciamiento había triunfado por completo ni tampoco había logrado imponerse el Gobierno.
La sublevación se inició en Marruecos. El clima en el protectorado era muy tenso, por lo que no puede extrañar que finalmente la conspiración se adelantara. En el protectorado, como en otras partes de España, el enfrentamiento con el adversario se veía como una especie de “carrera contra reloj” en la que quien se retrasara podía perder su oportunidad. El papel de las masas necesariamente había de ser mínimo frente al de la guarnición. Las tropas mejor preparadas del Ejército, los Regulares y el Tercio se inclinaban claramente hacia la sublevación, e idéntica era la postura de los oficiales más jóvenes. Las autoridades oficiales, tanto civiles como militares, pecaron de exceso de confianza: el general Romerales y también un primo hermano de Franco fueron fusilados, señalando el rumbo de lo que se convertiría en habitual en toda la geografía peninsular. Los sublevados se impusieron rápidamente en tan solo dos días (l7 y l8 de julio). Entre los dirigentes de la sublevación había militares que desempeñarían un papel fundamental en la guerra, pero la dirección le correspondió a quien era, antes de que se iniciara la sublevación, el jefe moral del ejército de Marruecos, el general Franco, comandante militar de Canarias, donde se impuso también sin dificultades. El día l9 se trasladó a Marruecos en un avión inglés alquilado por conspiradores monárquicos.
A partir del l8 de julio la sublevación se extendió a la Península, produciendo una confrontación cuyo resultado varió dependiendo de circunstancias diversas. El grado de preparación de la conjura y la decisión de los mandos implicados en ella, la unidad o división de los militares y de las fuerzas del orden, la capacidad de reacción de las autoridades gubernamentales, el ambiente político de la región o de su ciudad más importante y la actitud tomada en las zonas más próximas fueron los factores que más decisivamente influyeron en la posición adoptada. Allí donde la decisión de sublevarse partió de los mandos y su acción fue decidida, el éxito acompañó casi invariablemente a su decisión. Si el Ejército se dividió y existió hostilidad de una parte considerable de la población, el resultado fue el fracaso de la sublevación.
Las dos regiones en que en principio cabía esperar un más decidido apoyo a la sublevación, tanto por sus mandos militares como por el carácter conservador de su electorado, eran Navarra y Castilla la Vieja. En la primera, la sublevación lanzó a la calle a las masas de carlistas, y Mola, que dejó escapar al gobernador civil, no tuvo dificultades especiales para obtener la victoria. En Castilla la Vieja, la resistencia que se produjo en algunas capitales de provincia y pueblos de cierta entidad fue sometida sin excesivas dificultades por parte de los sublevados.
En cambio la situación de Andalucía era radicalmente opuesta, porque el ambiente era caracterizadamente izquierdista. Cuando el general Queipo de Llano, encargado de sublevar esta región, realizó sus primeros contactos descubrió pocos puntos de apoyo entre las guarniciones. Un papel decisivo le correspondió en la sublevación a Sevilla, conquistada por Queipo con muy pocos elementos y a base de una combinación entre audacia y bluff. En Cádiz, Granada y Córdoba también las guarniciones se sublevaron pero, como en Sevilla, la situación inicial fue extremadamente precaria, pues los barrios obreros ofrecieron una resistencia que no desapareció hasta que llegó el apoyo del ejército de África. El campo era anarquista o socialista y, por lo tanto, hostil a la sublevación, y las comunicaciones entre las capitales de provincia fueron nulas o precarias, en especial en el caso de Granada, prácticamente rodeada. Otro rasgo característico de los decisivos días de julio en esta región fue el impacto que tuvo en ellos la constitución del gobierno de Martínez Barrio, del que más adelante se hablará. El general Campins al frente de la guarnición de Granada se volvió atrás; el hecho no tuvo consecuencias porque la guarnición se impuso a él y acabó fusilado, pero, en cambio, en Málaga las dudas del general Patxot acabaron teniendo como consecuencia el triunfo del Frente Popular.
La suerte de Cataluña y de Castilla la Nueva se jugó en Barcelona y Madrid, respectivamente. En ambas ciudades el ambiente político era izquierdista, los mandos de la guarnición militar estuvieron divididos y los sublevados cometieron errores; estos tres factores unidos a un cuarto, consistente en la actuación de masas izquierdistas armadas, explican lo acontecido, que no fue sino la derrota de los sublevados. En Barcelona la conspiración hubo de enfrentarse con autoridades decididas a resistir. Los principales organizadores de la resistencia fueron Escofet, Guarner y Aranguren, responsables del orden público en la capital catalana, todos ellos militares. La colaboración de la CNT, con la que las fuerzas leales mantuvieron solo una “alianza tácita”, fue “sustancial pero de ninguna manera determinante”. Finalmente el decantarse la Aviación y la Guardia Civil a favor de las autoridades supuso la liquidación de la sublevación, a pesar de que Goded llegó desde las Baleares. Éstas, con la excepción de Menorca, se sublevaron y las resistencias resultaron fácilmente dominadas. En la última fase de los combates de Barcelona se produjo un hecho que habría de tener una importante repercusión: la CNT consiguió la entrega de armas procedentes de los cuarteles y en adelante sus milicias controlaron la capital catalana.
En Madrid la conspiración estuvo muy mal organizada. La acción más decisiva fue la toma del Cuartel de la Montaña, en donde los sublevados, en una actitud más de “desobediencia activa” que de verdadera insurrección, permanecieron acuartelados sin lanzarse a la calle y fueron pronto bloqueados por paisanos armados y fuerzas de orden público. Ni siquiera la totalidad de los encerrados era partidaria de unirse a la sublevación, y cuando se expresó divergencia con banderas blancas los sitiadores acudieron para ocupar el cuartel y fueron recibidos a tiros. La toma se liquidó con una sangrienta matanza.
En el norte, el País Vasco se escindió ante la sublevación: en Álava el alzamiento militar fue apoyado masivamente, incluso por parte del Partido Nacionalista Vasco. En cambio en Guipúzcoa y en Vizcaya la actitud del PNV fue alinearse con el Gobierno, en parte por la promesa de concesión del Estatuto pero también por el ideario democrático y reformista en lo social que el PNV había ido haciendo suyo con el transcurso del tiempo. La tradición izquierdista de Asturias hacía previsible que allí se produjera un alineamiento favorable al Gobierno, pero en Oviedo el comandante militar Aranda, conocido por sus convicciones democráticas, consiguió convencer a los mineros de que debían dirigir sus esfuerzos hacia Madrid, asegurándoles su lealtad para acabar sublevándose luego. Su posición fue muy precaria desde un principio, prácticamente rodeado en medio de una región hostil. Una situación peor fue la experimentada por la guarnición de Gijón, que acabó con la victoria de las fuerzas de la izquierda, tras un asedio que se prolongó semanas. En Galicia también triunfó la rebelión, pese a la oposición de las autoridades militares