Antología. Elkin Restrepo

Antología - Elkin Restrepo


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      rubia, elegante, largas piernas,

      que la encendida primavera materializaba

      allí mismo, avivándole a él los sentimientos

      de su ya lejana, primigenia visión,

      muchacha de la cual nunca supo nada,

      un nombre, una dirección,

      una pista al menos.

      Un fulgor, pues, inhumano,

      una fugaz constatación

      de lo inalcanzable que es la belleza,

      conjetura y anticipo

      de quién sabe cuántas otras cosas más.

      A visión tan arquetípica,

      siguió entonces el juego de las certezas:

      las otras son un consuelo,

      quédate con aquélla que te dé consuelo.

      La herida es incurable.

      Una mañana, acosado por el deseo,

      fue y buscó en la calle a la mujer

      con la cual aplacar su lujuria.

      ¿Cómo olvidarlo?

      Entre las ventas de muebles y bares,

      el hotelito disimulado,

      el cuarto desnudo, el sol prodigándose

      detrás de las delgadas cortinas

      como las palabras inescuchadas

      de un inescuchado predicador.

      Una joven, tan dócil y delicada,

      impropia para oficios tales,

      que a él le pareció

      que a su primer pecado de amor

      se le recompensaba doblemente

      y de forma inmerecida.

      Un caritativo sentimentalismo

      que no pasó a mayores.

      Un pensamiento enseguida doblegado

      por la fuerza del acontecimiento,

      por aquella desnudez anidando

      y a la espera.

      (El primer acto del cual él era dueño,

      y que de repente lo convertía

      en maculado varón en las hordas de la vida).

      El ritual, estricto.

      Desbocado en su juego carnal,

      mezcla de labios, vellos y olores,

      de una untuosa quejumbre –la misma

      desde el mismo origen humano–,

      que luego los arrebató hacia el instante gozoso

      de no ser nadie,

      nada,

      un crudo rezongar de bestia desollada,

      el postergado bramido de alguna astrosa

      cruzada angélica.

      Ella lo había enlazado con sus piernas,

      presionándolo suavemente,

      indicándole qué hacer, a dónde ir,

      cómo de la cadencia nacía el estremecimiento,

      cómo de la contienda

      el insaciado regocijo de los cuerpos

      y cómo de su unión, bestia uncida a su par,

      el extasiado orden de las cosas.

      Una figuración, un suceso,

      que dejó a ambos exhaustos,

      sin mucho que decirse,

      salvo lo que sus ojos decían,

      salvo lo que la vocal recogida de sus sexos decía,

      salvo lo que el amor sin amor decía.

      Contra lo imaginado,

      no sintió culpa o vergüenza alguna,

      así a los ojos de Dios (que está en todas

      partes) hubiera faltado.

      Así a los abotagados ojos de Dios

      (gran crustáceo surcando las aguas

      de mares hechos de aburrición y fastidio)

      hubiera velado su vida.

      Pero tenía veinte años,

      y era hora de aliviar el alma (y el cuerpo)

      de cuanta porquería se había echado encima,

      hora de respirar nuevos aires,

      aquellos que tan memorable día le traían.

      Había hecho suya a una mujer,

      a la más carnal y deleitosa de las hetairas,

      a la pequeña ramera que sería siempre su ramera

      cada que del amor terreno se tratara,

      y esto cambiaba su vida.

       El Hades

      No era la muerte un pensamiento

      que le preocupara

      demasiado

      era joven

      y aún restaba el pabilo

      de los años mozos

      su fácil inconsciencia

      la vida había que vivirla

      hasta el borde

      volverla una historia

      con muchas historias propias

      y dentro

      de ellas la esencial

      cómo claudicamos siempre ante la tentación de Afrodita

      cómo nos ciegan hasta vencernos sus resplandores maritales

      una ilusión ¡ay!

      que la impaciente marcha del tiempo

      con su color de luna caída

      convierte luego en una broma

      en un engaño

      de repente llega la época

      en que como a moscas

      te toca ver caer a padres amigos

      conocidos

      tu pequeño mundo

      y ya nada es lo mismo

      dolor tristeza ensimismamiento

      lo único real es la muerte

      dicho de otro modo

      es la muerte esta dama enlutada

      que no deja ver su rostro

      y ahora ocupa tus pensamientos

      la que de pronto torna irreal todo

      un día soñé con mi padre

      caminábamos por el borde de un lago

      donde nos habíamos citado

      para hablar de algunos asuntos

      todavía pendientes después de su muerte

      vestido de sport sin sombrero

      tenía mi misma edad

      lo que me incomodaba


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