Vidas tocadas por Taizé. Cristina Ruiz Fernández
de la familia que nos acogía durante el Encuentro Europeo de Taizé.
De aquellos días recuerdo dormir en un sofá blanco en el salón, junto con mis amigos Juan y Rafa (uno de ellos dormía en una esterilla en el suelo, ya no sabría decir cuál de los dos). Se quedaron en mi memoria las pantuflas para invitados, guardadas en una enorme bolsa en el recibidor, porque al entrar en la casa había que quitarse los zapatos, llenos de nieve y barro. Se me quedó grabado el olor del pan caliente casero que preparaba la madre para el desayuno –dejando programada una máquina panificadora eléctrica cada noche–, el sabor a limoncello también casero y aquella cena de fin de Año, que fue para mí la mejor en muchísimo tiempo. El pequeño Matteo y aquella familia nos acogieron y nos hicieron sentir como en nuestra propia casa. O incluso mejor.
Del Encuentro Europeo de Milán, bajo la nieve, recuerdo también las oraciones en el recinto ferial, las bolsas de pícnic que nos repartían al mediodía con raviolis enlatados calientes, trabajar con Juan y Rafa como voluntarios en el punto de información, hacer turismo por la ciudad, visitar la inmensa catedral blanca y celebrar el paso al Año nuevo en la parroquia. Había participado ya en el Encuentro Europeo de París, aunque sin involucrarme del todo. Aquella experiencia italiana, compartida con quienes hoy siguen siendo dos de mis mejores amigos, fue mucho más determinante.
Era el año 2005 y, por tanto, ha pasado ya más de una década de aquello. Matteo será ahora un adolescente, y hoy soy yo la que es madre de un pequeño ser humano de dos años: Miguel Ángel.
Y es ahora cuando el Encuentro de Taizé llega a Madrid, al fin. Recibir la noticia de que mi ciudad sería sede de la Peregrinación de Confianza a través de la Tierra me llenó de alegría, de emoción y de impaciencia. La comunidad de Taizé ha tenido un peso importantísimo, diría que fundacional, en mi camino de fe, en mi relación adulta con Dios y en mi manera de vivir la espiritualidad. Me siento de allí, es parte de mi identidad, como una patria de la que no se puede tener pasaporte. ¿Cómo puede influir tanto en la vida de alguien un monasterio perdido en Francia, situado en una colina en mitad de la Borgoña? Creo que, en mi caso, la respuesta es muy simple: poco a poco, como casi todo en la vida.
Yo estaba al inicio de la veintena cuando comencé a frecuentar la parroquia de mi barrio. En ella confluían dos elementos clave: el coro de misa de ocho y la oración al estilo Taizé que se celebraba cada viernes. Muy pronto comencé a formar parte de un grupo de jóvenes y, de ahí, a integrar una comunidad en la que los cantos y la manera de orar de Taizé impregnaban nuestro caminar. En ese momento de mi vida se volvió determinante el matrimonio formado por Ana Zabala y Mario Rodero, desde su sencillez y su compromiso de vida. Ellos –impulsores junto con otros compañeros de una de las oraciones al estilo Taizé con más trayectoria de Madrid, aún hoy– fueron mi puerta de entrada a la comunidad fundada por el protestante suizo Roger Schutz en los años 40 del siglo XX.
Junto con Ana y Mario, un puñado de jóvenes compartimos camino comunitario durante varios años y así llegó mi primer viaje a Taizé. En él no viví ningún éxtasis, ni ninguna iluminación súbita. Aquellos días no supusieron para mí una transformación radical, sino más bien un dejarme tocar por Dios de manera discreta y serena. Como una lluvia fina que cala y convierte la tierra seca en terreno fértil donde sembrar. Los cantos repetitivos, la belleza de las vidrieras y la estética sencilla del templo, el silencio, la naturaleza y la austeridad en las condiciones de vida me impresionaron profundamente.
De igual manera me marcó el encuentro con la diversidad, conocer formas de vivir el cristianismo para mí desconocidas y ajenas, ver de cerca otras maneras de mirar el mundo radicalmente distintas. Por ejemplo, hoy todavía recuerdo, con la misma incomprensión que entonces, mi participación en un taller cuyo título era «¿Cómo llevar una vida más sencilla?». Estábamos por aquel tiempo en los albores del consumo ecológico, del reducir, reciclar y reutilizar... Pero allí, en Taizé, una chica un poco más mayor que yo que venía de algún país de la Europa del este afirmaba con rotundidad que no, que ella no quería vivir una vida más sencilla: «I don’t want to live a simple life». Ya había tenido bastante con sufrir la austeridad rigurosa de su residencia universitaria, pasando hambre en una habitación que yo imaginé como un inhóspito cubículo gris. Y yo la escuchaba con la boca abierta. ¡Cuánto me quedaba por aprender!
Después de los encuentros de París y Milán pasaron los años y seguí yendo a la oración viernes tras viernes en Madrid. Pero el trabajo y el ritmo de vida me mantuvieron alejada unos años de la colina de Taizé, hasta que pude volver en los veranos de 2010 y 2011. En aquel momento viajé ya para participar en las actividades de la zona de adultos –allí, a partir de los 30 años se nos considera así–, aunque con la misma avidez y permeabilidad en mi alma que cuando era joven.
Siguieron corriendo los años y, desde entonces, no había podido regresar. También se hizo difícil seguir yendo cada viernes a la oración en Madrid. La vida de pareja y, muy especialmente, la maternidad, habían convertido a Taizé en una especie de paraíso perdido. Me sentía casi como una expatriada que había salido de su tierra para vivir –feliz, eso sí–, en otro lugar.
Pero soñaba con volver a Taizé algún día, quizá con mi hijo a Olinda, una zona habilitada específicamente para familias. «¿Cuándo podré hacerlo?», me decía. Quizá cuando Miguel Ángel tenga siete u ocho años podamos irnos los dos. «No sé si Carlos, mi marido, querrá venir, ¿quizá podría pedirle a Rafa que me acompañara, quizá...?».
Hasta que, de pronto, llega el anuncio del Encuentro en Madrid y, pocos meses más tarde, una llamada de María Ángeles López, directora editorial de San Pablo, que me propone escribir este libro.
Quien tenga un niño o una niña en torno a los dos años sabe a lo que me refiero si afirmo que, durante esa etapa de la crianza, no hay espacio para nada más. Día a día del trabajo al niño y del niño al trabajo. Se suceden las renuncias, la limitación de la vida social, el abandono de voluntariados y compromisos parroquiales. Un distanciamiento gozoso, pero distanciamiento al fin y al cabo, porque es materialmente imposible hacer otra cosa. Sin embargo, no podía rechazar la invitación a escribir sobre mi «patria», precisamente ahora que el encuentro llegaba a mi ciudad. Tenía que aceptar. «¿De dónde voy a sacar las horas? ¿Cómo lo haré?».
Además del tiempo, el otro reto era ser capaz de aportar algo a través de las páginas del libro. ¡Tantas cosas se han publicado ya sobre Taizé! No querría que fuese algo de carácter histórico o teológico. El enfoque debería ser periodístico, con entrevistas que recogiesen impresiones y vivencias de quienes habitan la colina, desde el día a día de la comunidad.
Me tomé un par de horas para pensarlo y lo hablé con Carlos. «Pero, si voy a hacer entrevistas, habrá que ir sobre el terreno, habrá que ir a Taizé... ¿No será mucho lío?», le dije a mi marido. Y él me dio la respuesta que menos esperaba: «Pues nos vamos los tres». Rotundo, sin dudar. Su apoyo clarividente fue decisivo.
Así fue como dije que sí a este proyecto y la idea tomó forma. Me dispuse, con la ayuda del hermano Jean-Marc –responsable de los Ateliers et Presses de Taizé–, a buscar personas con perfiles muy distintos: un hermano, una hermana de San Andrés, una persona joven que estuviera como «permanente» (el nombre con el que se designa a los chicos y chicas que realizan una estancia más prolongada en la colina), alguien con un perfil más adulto. El hermano Jasper y el hermano Benoît, encargados de la relación con los medios de comunicación, fueron también de una enorme ayuda para gestionar las entrevistas y hacer posible cada uno de los encuentros durante mi semana en la colina. No puedo estar más agradecida porque, sin el apoyo de estos tres hermanos, sin su orientación y acompañamiento, habría sido imposible encontrarme frente a frente con las vidas, tan sencillas como fascinantes, que se recogen en estas páginas.
Quería conocer sus historias para descubrir de qué modo Taizé había ido tocándoles por dentro, cómo les había transformado. Tenía muchos interrogantes pero, para todas las personas entrevistadas, dos cuestiones se irían repitiendo como si fueran la coda de una partitura musical: «¿Crees que Taizé cambia la vida de la gente?». «¿Crees que Taizé ha cambiado tu vida?». Lo que no sabía en aquel momento es que también la respuesta que cada persona