Vidas tocadas por Taizé. Cristina Ruiz Fernández

Vidas tocadas por Taizé - Cristina Ruiz Fernández


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acogida a personas perseguidas está en el origen y el ADN de la comunidad de Taizé. Aquel fue el germen de la comunidad, que comenzó como espacio de protección de refugiados judíos o perseguidos por otras razones y a los que el hermano Roger empezó a alojar con ayuda de su hermana Geneviève. Se dedicaron a esta tarea durante dos años, después de los cuales tuvieron que huir a Ginebra puesto que iban a ser apresados por la Gestapo.

      A lo largo de mi estancia y de los encuentros iré descubriendo cómo Taizé ha vuelto la mirada a sus orígenes y es, de nuevo, lugar de acogida para demandantes de asilo y gente necesitada de refugio. Varias familias de refugiados procedentes de Siria han sido acogidas por la comunidad, que les acompaña en el proceso de regularización de su situación. También jóvenes procedentes de lugares de conflicto en África subsahariana han encontrado en Taizé un hogar donde reconstruir sus vidas. No hacerlo sería volver la espalda a una parte fundacional de su identidad.

      —¿Qué queda hoy del legado del hermano Roger? ¿Qué quedará para el futuro?

      —Creo que todo el espíritu que vivimos de apertura, de acogida, de reconciliación viene de él. Después, claro, hay que ir adaptándolo. Él mismo lo decía en la regla de Taizé: «Adáptate al momento presente»3. No quería imponer normas demasiado fijas para dejar la posibilidad de que se acomoden las cosas a cada época. Pero esas realidades fundamentales de reconciliación y de fraternidad vienen de él. Es su mensaje de paz, de comunión y creo que eso permanece hoy muy vivo, porque es el sentido mismo de Taizé.

      —De hecho me ha sorprendido al leer Las fuentes de Taizé que no es una regla monástica al uso; incluso pensé que me había equivocado de libro en un primer momento. No dice: «Esto se hace así y así», hay una libertad.

      —Sí, sí, él quería que fuese así –se para un momento para evocar las ideas del hermano Roger–. Como en el cuerpo humano está la columna vertebral, que no es tan gruesa, él decía: «Necesitamos algunas cosas fundamentales, algunos valores esenciales, muy fuertes, y después el resto puede girar, según la época». Muchas cosas pueden cambiar, pero ha de haber un eje central muy fuerte. Y después, como las ruedas, el resto puede girar si el eje es fuerte. Pero el eje no tiene que ser demasiado grande, sino sólido.

      —¿Es ese eje, son esas pocas cosas esenciales, lo que puede traer la unidad de las Iglesias cristianas?

      —La unidad de las Iglesias no es una meta en sí misma, es más un medio para ayudar a los seres humanos a estar unidos. No es una meta porque, si lo fuese, sería como si la Iglesia fuese su propia meta. Y Jesús les decía a sus discípulos que «fueran uno para que el mundo pueda creer»4, no para sí mismos, ni para ser más fuertes o por el hecho de estar bien juntos, sino para que el mundo pueda creer, para dar un signo de comunión.

      —Para mostrar que esa unidad es posible, claro. Eso me hace entenderlo mejor, no ver esa unidad como un objetivo per se.

      —Aquí el ecumenismo está muy presente, pero no como meta en sí mismo, sino como medio.

      —Como medio para cambiar el mundo, para cambiar el corazón de las personas. ¿Cree usted que el paso por Taizé cambia la vida de la gente?

      —No es que Taizé cambie la vida, es Dios quien cambia la vida. Quizá Taizé puede ayudar, pero no por ser Taizé, sino porque es el Evangelio lo que convierte a las personas.

      —Es el encuentro con Dios, y Taizé como vehículo.

      —Sí, sí, Taizé como lugar.

      Un lugar maravilloso, casi se diría que un pedazo del cielo, pero muy enraizado en la Tierra. Acabamos nuestra charla y se oyen risas de uno de los grupos de jóvenes que están reunidos en el jardín. Uno quisiera quedarse allí para siempre, pero hay que continuar. Salvo para unas pocas personas, la colina es un lugar de paso. Así lo describió el propio papa san Juan Pablo II al afirmar que «se pasa por Taizé como se pasa junto a una fuente: el viajero se detiene, bebe y continúa su ruta»5. Un camino que lleva al compromiso local, ya sea grande o pequeño, a la vida cotidiana, pero llena de sentido.

      Para beber de esta fuente acuden a la comunidad miles de jóvenes cada año que, con su movimiento incesante, habitan la colina. La estancia habitual es una semana –de domingo a domingo–, y la presencia tan numerosa de chicos y chicas conforma una suerte de ciudad llena de vida. Pasados La Casa y el campanario se abren los distintos espacios que estos jóvenes habitan. Salas de reuniones, una carpa para comer y, más arriba, la iglesia de la Reconciliación, rectilínea y sencilla, con sus cúpulas de regusto ortodoxo. Al seguir adelante se encuentran, a un lado, más de 40 barracones donde dormir, habitaciones con literas, una inmensa explanada en la que plantar las tiendas de campaña. A lo lejos El Oyak –el espacio más bullicioso de Taizé– donde, durante algunas horas al día, se abre un pequeño bar y una tienda con productos de primera necesidad. Es el punto de encuentro para unos jóvenes que necesitan también cantar, bailar, charlar y conocerse unos a otros. Tras la caseta de El Oyak por la noche suenan las guitarras: canciones de campamento pero también temas de moda, flamenco y hasta La Macarena.

      La colina se va poblando, volviéndose una tierra habitada de peregrinos que vienen a beber en abundancia el agua llena de vida.

      Aunque esta población nómada está compuesta fundamentalmente por jóvenes, también Taizé abre las puertas de manera menos numerosa a la acogida de adultos y familias con hijos. Según avanzamos por la colina, para ellos existen dos espacios: una zona para los adultos que llegan individualmente o en pequeños grupos, y otra zona donde se alojan quienes vienen acompañados de niños y niñas –ya sean parejas, madres o padres solos con sus hijos o, incluso, tíos y abuelos que traen a sus sobrinos o nietos a vivir la experiencia de Taizé–. Ese espacio en el que los más pequeños son bienvenidos y cuentan con actividades especiales se llama Olinda y está en el pueblo vecino de Ameugny, aproximadamente a 1,5 kilómetros de la Iglesia de Taizé.

      Hacia allí me encamino después del encuentro con el hermano Charles-Eugène. Será un camino que recorra muchas veces en estos días, al volver de cada oración o reposando el eco de las palabras tras cada entrevista. Una ruta entre campos y vides, un paisaje hermoso, sereno, sembrado de vacas completamente blancas que pastan mirando las montañas a lo lejos. El entorno natural de la colina es otro facilitador del encuentro con Dios en Taizé. La posibilidad de pasear, buscando espacios de absoluto silencio, separados del bullicio de las zonas comunes, es el mayor lujo en un lugar sin lujos. Además de los caminos que unen los pueblos de esta región borgoñona, descendiendo un poco la colina hacia el este se abre un espacio privilegiado para encontrar naturaleza y silencio: la fuente de Saint Étienne. Un lago para reflexionar que es el entorno fundamental para quienes eligen pasar en silencio su semana en Taizé.

      Así, la geografía de la colina se ha ido adaptando a las necesidades de los peregrinos que han ido llegando a Taizé desde hace más de 60 años. Necesidad de hospedaje, de alimento, de compartir, de silencio y de oración, los ingredientes básicos de una semana en esta comunidad ecuménica.

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