Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín


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lo que significaba para él su etapa en Johannesburgo, lo que podía llegar a ser. Y lo que podía haber sido de haber perseverado en los planes que para él tuvieron el regente y su familia. Ahora, antagonistas unos y otros, la imagen que surgía era la de un personaje situado frente a un espejo cóncavo y a otro convexo. Y él, en medio.

      Justice tuvo que asumir el cargo de su padre y se acabó para él la aventura en Johannesburgo. Pero Nelson volvió a la gran ciudad. Otra maroma que Mandela desataba de forma consciente. Poco a poco, el pantalán del puerto de su tierra natal iba quedando más lejos; no en lo afectivo, pero sí en lo profesional y en la vida que le esperaba.

      A finales de 1942 aprobó el examen de graduación. Su periplo académico avanzaba, del mismo modo que su amistad con Gaur Radebe. Este le animaba cada vez más a comprometerse en el campo de la política. Sabía, por las conversaciones que mantenían, que el comunismo no estaba entre las preferencias del joven pasante. Nunca le cautivó esa ideología, aunque sí encontró algo de lo que quería para su país y para su gente: «En realidad, no me interesaba la política. Me interesaba la vertiente social de la política... Me impresionaban los miembros del Partido Comunista. El hecho de ver blancos que no le daban ninguna importancia al color de la piel era algo que..., era una nueva experiencia para mí»8. Entre el amor y el escepticismo por el comunismo, Radebe le recomendó adherirse y seguir los postulados del Congreso Nacional Africano. En opinión de Gaur, la lucha de liberación del pueblo protagonizada por este partido era el espacio ideal para la participación de Mandela en la vida política.

      Persuadido o convencido, Mandela asistió de manera informal a reuniones del CNA, en principio como observador. Pero llegó el momento en el que tuvo que soltarse. Años después, en la cárcel, en una carta que escribió a Winnie Mandela el 20 de junio de 1970 reconocería que aquellos atisbos de liderazgo eran, para el propio Mandela, imperfectos, vacíos y estaban ataviados con cierto toque de egocentrismo: «Llega un momento en la vida de todo reformador social en el que gritará desde cualquier plataforma, principalmente para liberarse de los trocitos de información no digerida que se le han acumulado en la mente; un intento de impresionar a las masas en vez de iniciar una exposición tranquila y simple de principios e ideas cuya verdad universal se hace patente mediante la experiencia personal y el estudio en mayor profundidad. En esto no soy una excepción, y he sido víctima de la debilidad de mi propia generación, no solo una, sino cien veces. Debo ser sincero y decirte que, al revisar de nuevo algunos de mis textos y discursos del principio, me desconcierta su pedantería, su artificialidad y su falta de originalidad. Su apremiante necesidad de impresionar y de hacer propaganda es claramente perceptible»9. Propaganda en el corazón de la lucha contra el apartheid. Eso sí, tamizada por la reflexión que le dieron los años de cárcel.

      Los primeros escarceos de Mandela con la política no agradaban a Lazar Sidelsky, quien le aseguraba que la política echaría a perder su prometedora carrera en la abogacía. Trabajaba con tal dedicación y diligencia en el bufete que se anticipaban dotes para un futuro brillante entre leyes. Además, como si fuera agorero de malos –o, en este caso, certeros– presagios, un día le dijo que «si te metes en política, tu profesión sufrirá y tendrás problemas con las autoridades, que a menudo son tus aliadas en este trabajo. Perderás a todos tus clientes, te quedarás sin dinero, destruirás tu familia y acabarás en la cárcel. Eso es lo que ocurrirá si te metes en política»10. Al dejar escrita en sus memorias esta reflexión de Sidelsky, Mandela reconocía la inteligencia de su mentor en el bufete, de su capacidad de profetizar aquello que él intuía que habría de suceder.

      A primeros de 1943 fue a Fort Hare para su graduación, tras aprobar el examen en la Universidad de Sudáfrica. Para tal evento, un hombre pulcro y elegante como Nelson, sabía que no podía ir con el traje remendado que un día le dejó Sidelsky. Pero no tenía dinero para comprar uno nuevo. Ya era miembro del bufete tras la marcha de Gaur Radebe, pero no tenía posibilidad de renovar el fondo de armario, por lo que prefirió tirar en esta ocasión de la amistad, y los recursos, de Walter Sisulu.

      Para su primera llegada a Fort Hare había estrenado el traje que encargó el regente para él. Para volver a su tierra, para volver a la universidad en la que empezó a madurar, estrenaría otro atuendo. Los ropajes académicos también fueron prestados por un amigo y antiguo compañero de aula, Randall Peteni. Elegante y solemne, su madre y la viuda del regente le acompañaron aquel día. Aprovechó la graduación para quedarse en su tierra unos días. Al igual que ocurrió con el entierro de Jongintaba Dalidnyebo, se replanteó lo que era y lo que quería llegar a ser. En este caso, con un añadido, le plantearon la posibilidad concreta de volver al Transkei una vez que se convirtiera en abogado. El argumento fue emotivo y justo a partes iguales: si de algo adolecía aquella zona era de personas formadas que pudieran colaborar en su desarrollo. Sin la conciencia del todo clara, aunque con un pálpito que cada vez apostaba más por la vida que le esperaba en Johannesburgo, no se atrevió a negar tal posibilidad. Pero lo que no hizo en modo alguno fue pronunciar un simple .

      Mandela ya no pensaba en clave Transkei. Ni Transvaal. Ni Thembulandia. No pensaba ni en xhosa, ni en zulú, ni en sotho. Ni en blanco. Solo pensaba en negro. En derechos. En libertades. En futuro. Su engranaje mental pasaba por una nación pensada en su conjunto. Era ya un incipiente pensamiento global.

      Con los ropajes académicos prestados por su amigo. Con su madre allí presente. Con la alegría de sus compañeros de graduación. Y con su traje nuevo. Con el lustre del pantalón y de la chaqueta recién comprados, Nelson percibió con nitidez que aquel acto, aquella celebración, no tenía demasiado sentido. O, al menos, que no tenía la importancia que él mismo le había dado en su momento. Años ha, consideraba que para que un sudafricano negro fuese el líder de su comunidad, debía completar unos estudios, obtener una graduación, lograr una licenciatura, para después volver entre los suyos, destacar, brillar y ser reconocido.

      El joven Mandela, que había soñado con un buen salario, un trabajo como funcionario y una apacible vida en torno a la casa real thembu, veía ahora que había aprendido mucho más en los pocos meses que llevaba en Johannesburgo que en toda su vida en el Transkei. Lo que le había aportado la ciudad sin necesidad de título académico era más valioso que ese cúmulo de estudios que sus padres primero, y el regente después, se empeñaron en ofrecerle. La gente y la vida cotidiana en la ciudad le permitían contemplar con perspectiva la inmoralidad de un sistema político quebrado por la falta de justicia de sus postulados. Cada vez era más consciente de que para hacer frente a esa inequidad no le habían preparado en Fort Hare. «En la facultad, los profesores habían rehuido temas como la opresión racial, la falta de oportunidades para los africanos y la maraña de leyes y reglamentos cuyo único fin era subyugar al hombre negro. Pero en mi vida en Johannesburgo me enfrentaba a todo aquello un día sí y otro también. Nadie me había sugerido nunca un modo de erradicar los males derivados de los prejuicios raciales, y tuve que aprender de mis propios errores»11. Eso, de sopetón, es algo de lo que se percató Mandela en aquel acto académico que vivió con dos trajes que, por sus circunstancias económicas, él no habría podido portar.

      A su vuelta a Johannesburgo se matriculó en la Universidad de Witwatersrand, conocida como Wits, con el fin de licenciarse en Derecho. Fue el único negro que cursó aquellos estudios ese año. Un solo negro en un campus en el que había alumnos blancos comprometidos con la causa de la igualdad de derechos, pero donde tampoco sobraban compañeros que de una manera u otra le hacían saber que aquel no era lugar para un negro. Wits, como el resto de los centros por los que circuló el expediente académico de Mandela, era de origen inglés. A pesar de las dificultades, en una universidad afrikáner, la presencia de Nelson hubiera sido imposible. Aquí descubrió la política en una dimensión que nunca antes había alcanzado. La catarata de debates estudiantiles, las proclamas casi constantes, la afiliación como forma de supervivencia... Este ambiente superaba con mucho el planteamiento que había visto hasta ahora a través de Nat Bregman o Gaur Radebe.

      En aquel tiempo ya había dejado Alexandra y residía en Orlando, Soweto.

      La participación sudafricana en la II Guerra mundial, a la que se añadió una grave sequía y el hambre consiguiente entre la población, provocó un gran movimiento ciudadano de las áreas rurales a las grandes concentraciones urbanas.


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