Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín


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Optó por no secundar a Radebe. Debía haber hecho pública su disconformidad a formar parte de una provocación en el lugar en el que les acababan de abrir las puertas, pero aquel día se limitó a excusarse. El resto, tomó el té en solitario. Con su taza.

      Otro paso más en el aprendizaje de la compleja sociedad sudafricana, servido en una simple taza de té.

      El trabajo en Witkin, Sidelsky & Eidelman le reportaba una mísera fortuna de dos libras por semana. De ahí, chelín a chelín, penique a penique, había que restar el alquiler de una humildad llamada vivienda; el precio del autobús para negros –autobús para nativos lo llamaban, en uno más de los ilustrativos eufemismos salidos de la fábrica de falacias conceptuales que inventaran y desarrollaran con pericia los sucesivos Gobiernos sudafricanos–, algo para comer y velas, muchas velas, con la que poder seguir sus estudios por correspondencia en la Universidad de Sudáfrica. Cumplía así con la promesa que le hizo a Sidelsky, jefe y mentor en el bufete.

      Velas porque no había corriente eléctrica. Velas porque no podía permitirse una lámpara de queroseno.

      Entre Alexandra y el bufete había nueve kilómetros. Cuando el mermado presupuesto no alcanzaba para nada más, empleaba casi dos horas en llegar andando al trabajo. Como tampoco había dinero para adecentar o renovar el vestuario, se ponía el traje de su jefe. Literalmente se ponía su traje. En concreto uno que le regaló y que mantuvo, remiendo tras zurcido, durante cinco años. Él mismo diría en su autobiografía que cuando se deshizo de él había ya más arreglos que traje. Pobreza en estado puro.

      El aspecto de Mandela era desastrado, en contraposición con las imágenes que veríamos de él, apuesto y galán, en su época de esplendor. Pero lo peor estaba bajo una chaqueta que escondía el hambre del cuerpo. Hambre que saciaba muchos días solo a base de pan. En la casa de los Xhoma, donde vivió cerca de un año, se acostumbró a comer los fines de semana. Era, muchas semanas, la única comida caliente que ingería a siete días vista.

      A través del contacto con la soledad y el bullicio que comparten espacio en las grandes ciudades, Mandela entendió que había desatado buena parte de los lazos que mantenía con su pasado. No se trataba tanto de desentenderse de su pueblo, de su gente, del mundo rural al que pertenecía, sino de liberarse de algunos grilletes que seguían condicionando a muchos sudafricanos negros que trataban de emprender su vida en lugares como Johannesburgo o Alexandra: «Lentamente, descubrí que no tenía por qué depender de mis relaciones con la realeza ni del apoyo de la familia para seguir avanzando, y forjé relaciones con personas que ni conocían ni les importaba mi vinculación con la casa real thembu. Tenía mi propia casa, por humilde que fuera, y empezaba a desarrollar la confianza y seguridad que necesitaba para seguir adelante yo solo»5.

      Pero compartió camino con gente como Sidelsky, que siguió de cerca a su pupilo, y le animó tanto a terminar sus estudios como a alejarse de la política. En opinión de uno de los pilares del bufete, esta sacaba lo peor de cada individuo: la corrupción, las envidias, las luchas de poder o el logro personal a toda costa. Todo aquello formaba parte de un mundo que, para Lazar Sidelsky, no era recomendable. Si quería ejemplificar aquella propuesta de vida, tenía dos modelos en los que Nelson no debía fijarse demasiado: uno muy cercano, Gaur Radebe. El otro, demasiado influyente en la Johannesburgo del momento –y en el futuro del propio Mandela–, Walter Sisulu. Eran, para el jefe de Nelson, un ejemplo en lo profesional, pero un mal reflejo en el que mirarse desde el prisma de lo político.

      Las palabras de Sidelsky no solo no ahuyentaron el riesgo del dúctil Mandela, sino que provocaron casi el efecto contrario. El interés del mentor se convirtió casi en un conjuro para rodear a su joven pasante de lo más granado, y lo más prometedor, de la política del momento. Tras Sisulu y Radebe llegó Nat Bregman, considerado por Mandela como su primer amigo blanco. Aterrizó en el bufete como él, contratado como pasante. Si una simple taza de té le había hecho comprender el mundo en el que vivía dentro de aquella oficina, un no menos simple bocadillo le abrió la perspectiva a una ideología, el comunismo, con la que muchos quisieron vincular a Nelson Mandela durante toda su vida. Bregman le invitó a compartir un pedazo de aquel simple almuerzo que llevaba, entre pan y pan, una moraleja: el espíritu del comunismo radicaba en compartir absolutamente todo. Nat era miembro del Partido Comunista sudafricano e intentó acercar a su amigo hacia esa ideología. Le invitó a fiestas, a charlas, a escuchar qué era aquello que defendían individuos entre los que, a priori, la cuestión del color no era demasiado importante. Una de las reticencias que tenía Mandela respecto a aquel partido era su relación con la religión, algo que para él, que se había criado y formado en centros cristianos, suponía un conato de conflicto personal. Sin embargo, aquella no fue la principal diferencia. «Empezaba a ser consciente de la historia de opresión de mi propio país, y consideraba la lucha en Sudáfrica como algo puramente racial. Pero el partido (comunista) interpretaba los problemas de Sudáfrica a través del prisma de la lucha de clases. Para ellos, se trataba de que los que lo tenían todo oprimían a los que no tenían nada. Me resultaba un punto de vista interesante, pero no me parecía especialmente relevante en la Sudáfrica de aquellos días. Tal vez fuera aplicable en Alemania, Inglaterra o Rusia, pero no parecía apropiado para el país que yo conocía»6. El Partido Comunista, muy importante en el África austral, encontró entre la población negra, normalmente descontenta y ubicada entre los sectores menos favorecidos de la sociedad, una tierra fértil donde extender sus ideas.

      Su estancia en el domicilio de los Xhoma duró solo unos meses. Mandela seguía siendo uno más de los sudafricanos negros que esperaban en Alexandra, a las puertas de Johannesburgo, a que ocurriera el milagro de una prosperidad que no terminaba de cuajar. En 1942 se mudó a la Witwatersrand Native Labor Association (WNLA), la agencia de contratación de los trabajadores de las minas, donde convivió con sudafricanos de todas las etnias, con mozambiqueños, con namibios... Allí se hablaba una lengua a medio camino de todas ellas, el fanagalo. En aquel lugar, donde la mayoría de los compañeros de hospedaje eran mineros, Nelson era literalmente un bicho raro. Los demás bajaban a la mina en busca de lo que hubiera en las entrañas de la tierra. Mientras, él gastaba los días entre la pasantía y sus estudios.

      La WNLA, por ser el sitio en el que vivían muchos de los negros que llegaban del campo a la ciudad a causa de la fiebre de un oro que nunca era para ellos, también era lugar de paso para los líderes tribales de toda Sudáfrica. Caían por allí de vez en cuando si se les requería por algún asunto relacionado con los trabajadores de su zona, si se les pedían más brazos para escarbar la tierra, o si iban a la ciudad por negocios de uno u otro pelaje. No era infrecuente que unos u otras hicieran acto de presencia por las dependencias de este microcosmos sudafricano. Una de ellas fue la reina regente de Basutolandia (Lesotho), Mantsebo Moshweshwe, quien se detuvo un momento a hablar con el bicho raro de aquel hábitat hostil para el estudio y el Derecho. En mitad de la conversación se dirigió a Nelson en la lengua del pueblo sotho. Mandela respondió con el desconocimiento atado a la mirada. La regente tiró de crítica solemne ante el gesto. «Me miró con incredulidad y después se dirigió a mí en inglés: “¿Qué clase de abogado y líder será usted si no sabe hablar el lenguaje de su propio pueblo?”. La pregunta me azoró y me hizo poner los pies en la tierra. Fui consciente de mi papanatismo y descubrí hasta qué punto estaba poco preparado para servir a mi pueblo. Había sucumbido a las divisiones étnicas potenciadas por el Gobierno blanco y no sabía cómo hablar a mi propia gente. Sin el lenguaje no es posible comunicarse con la gente ni comprenderla; no es posible entender sus esperanzas y aspiraciones, conocer su historia, apreciar su poesía o saborear sus canciones. Una vez más, comprendí que no éramos pueblos diferentes con distintas lenguas, éramos un único pueblo con lenguas diferentes»7.

      En el invierno de 1942 falleció Jongintaba Dalindyebo. Mandela y Justice recibieron tarde la notificación del deceso, por lo que llegaron al palacio un día después de su entierro. Nelson tuvo sentimientos contradictorios. Se había reconciliado con él hacía meses, olvidando toda la peripecia de su huida y de la contratación en las minas de Johannesburgo. Ahí percibió alivio. Frente a esto, lamentaba no haber correspondido la grandeza que el regente había manifestado siempre con él. No haber llegado a tiempo de la despedida, ahondó en aquella sensación de cierto abandono del deber con una de las grandes autoridades de su pueblo.


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