Cara y cruz. José Miguel Cejas
en una sociedad en la que prácticamente todo el mundo era, al menos de nombre, católico y en la que durante siglos la norma había sido la de una estrecha colaboración entre la Iglesia y el Estado. Así, se consideraron estos actos como hostiles a la Iglesia. Esta sensación se acentuó porque el gobierno no quiso negociar ni consultar a los representantes de la Iglesia sobre los cambios en política religiosa20.
El domingo 10 de mayo, pocas semanas después de la proclamación de la República, se produjeron los primeros incidentes graves. Por la mañana algunos republicanos se enfrentaron contra los militantes del centro monárquico, que escuchaban los compases de la Marcha Real por un gramófono en su centro de reuniones, con las ventanas abiertas. A continuación, varios individuos se dirigieron a la sede del periódico monárquico ABC, en la calle Serrano y rociaron la fachada con gasolina. La fuerza pública se refugió en el interior y disparó desde dentro contra los agresores, alcanzando a un hombre y a un chico de trece años que fallecieron horas después.
Las algaradas continuaron y hacia las once de la mañana del día siguiente, un grupo de jóvenes comenzó a apedrear los cristales de la iglesia del Sagrado Corazón, situada junto a la residencia de los jesuitas en la Gran Vía, que hacía esquina con la calle de la Flor.
El número de agresores fue aumentando, hasta llegar a unas ciento cincuenta personas, que comenzaron a prender fuego al templo, ante la pasividad de los viandantes y las fuerzas del orden. Me contaba en 1993 Vicente Elvira, que fue testigo de los hechos:
Yo era un sacerdote joven y, siguiendo las indicaciones, fui de paisano, en bicicleta, a visitar a unos tíos míos que vivían en la calle de la Flor. Al llegar, me extrañó ver a un grupo de gente arremolinada frente a la iglesia de los jesuitas. Me dirigí hacía allí, y observé, asombrado, cómo varios hombres sacaban de entre la chusma un bidón de gasolina y empezaban a rociar la puerta de la iglesia para incendiarla. Y todo esto, ¡frente a unos miembros de la Guardia Civil que contemplaban aquello sin hacer nada!
No pude más. Me encaré con los guardias y les dije que mi padre era Guardia Civil, y que yo, como hijo del Cuerpo, sabía lo que significaba el honor para ellos. ¿Cómo podían permitir aquel abuso?
—¡No comprendo –les grité– que se queden parados ahí, mientras queman la iglesia!
—Es que tenemos órdenes de no actuar –me respondieron.
—¿Órdenes? ¿Órdenes de quién?
—Del Ministerio de la Gobernación21.
El plan de acción de la llamada «quema de conventos» se repitió, idéntico, en diversos puntos de Madrid. Se trataba, claramente, de una acción previamente organizada22. Unas cincuenta o sesenta personas (en su mayoría jóvenes) se congregaban ante la fachada de un edificio de signo religioso, rociaban las puertas con gasolina y, rodeadas por un público que las miraba entre admirado y divertido, en cuanto surgían las llamas, empezaban a celebrarlo. A continuación se iban a otro lugar.
Así sucedió en el convento de los carmelitas de la Plaza de España, en la iglesia de Santa Teresa, en la residencia y colegio de los Sagrados Corazones, y en otros lugares, hasta alcanzar las siguientes cifras: cinco conventos de religiosos con sus iglesias y oratorios; cuatro conventos de religiosas (dos de ellos de clausura); cinco colegios (dos masculinos y tres femeninos) y un anejo parroquial, incendiados. Cuatro de los cinco colegios incendiados, señala González Gullón, «eran de niños con padres obreros o de modestos recursos económicos»23.
Se propalaron patrañas en los barrios extremos, como que los curas y los frailes habían envenenado el agua de las fuentes públicas. Y en el resto del país ardió un centenar de conventos más.
La indiferencia del gobierno republicano ante los incendios (que siguió una política concreta: «dejar hacer y no permitir excesos»24), junto con las versiones distorsionadas que la prensa republicana de Madrid ofreció de ellos (El Liberal llegó a afirmar que los frailes habían quemado sus propios conventos para desprestigiar al gobierno), acabaron envenenando el ambiente político; y, en opinión de Montero y Cervera, a partir de aquel momento el enfrentamiento se hizo radical25.
Ante el temor de que las masas incendiaran la iglesia y el edificio del Patronato, Escrivá (que iba de paisano, siguiendo las normas del obispo, que había indicado que los sacerdotes vistieran así hasta que se calmaran los ánimos) retiró el día 11 la Eucaristía de la iglesia del Patronato y la trasladó al domicilio de su amigo Manuel Romeo, que quedaba algo distante de allí, casi en Cuatro Caminos26.
Como persistían los rumores de una posible quema, dos días después, el 13, se trasladó, junto con su madre y sus hermanos, a una vivienda situada en el segundo piso del nº 22 de la calle Viriato, que estaba relativamente cerca. Era un piso pequeño y sombrío, de aspecto tristón y desagradable. Su cuarto era tan reducido que no cabía siquiera una silla, lo que le obligaba a escribir de rodillas, utilizando la cama como mesa27. Allí, en aquel espacio minúsculo que daba a un estrecho pozo de ventilación, Escrivá seguía soñando con la difusión del mensaje del Opus Dei en los cinco continentes.
No sabían cuánto tiempo deberían permanecer en aquella vivienda estrecha, oscura e incómoda: unas cuantas semanas, o meses quizá, hasta que se pacificara la situación.
Ante los ataques, su consejo siempre fue el mismo: «rezar, perdonar, comprender, disculpar». Seguía tratando apostólicamente a personas de perfiles políticos distintos, porque como sacerdote –explicaba– debía tener los brazos abiertos a todos.
Intentaba tender, en la medida de sus fuerzas, puentes de amistad y compresión en medio de una sociedad que se fracturaba, envenenada por ideologías radicales de diverso signo.
* * *
Muchas personas de buena voluntad –y entre ellos numerosos católicos– deseaban un cambio económico y social; pero rechazaban la violencia y la lucha de clases, que era, para otros, el único camino para alcanzarlo.
Tanto unos como otros coincidían en que la justicia social no podía reducirse a la puesta en práctica de las llamadas «obras de beneficencia», que –además de ser insuficientes para remediar los grandes problemas sociales– no iban siempre unidas con la caridad y la comprensión cristiana.
Santiago, el hermano menor de Escrivá, recuerda un suceso menor, anecdótico, que pone de manifiesto la mentalidad de algunas personas que ejercían ese tipo de beneficencia: un día, durante un reparto de comidas para personas necesitadas, una señora, al ver lo sucia que estaba una niña de seis o siete años que había acudido para tomar su ración, hizo un comentario peyorativo en su presencia. «Josemaría excusó a la niña –cuenta Santiago– diciendo que en su casa no tenían agua caliente; que esa suciedad estaría mal en mí, que estaba presente, pero no en la niña»28.
«La caridad cristiana –escribiría Josemaría Escrivá tiempo después– no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender al individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador»29. No concebía una caridad «oficial», «seca», que consideraba «una aberración»30.
Para Escrivá –recuerda Illanes– «el cristiano no es alguien que, además de ser cristiano, tiene una responsabilidad social, sino alguien que, al saberse cristiano, se reconoce situado en el mundo para desarrollar allí todas sus implicaciones, también sociales, de la fe. La responsabilidad social es, en suma, elemento integrante, dimensión constitutiva de la vocación cristiana»31.
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El odio a la religión era cada vez más patente y los sacerdotes empezaron a padecer de forma generalizada un acoso callejero que solo conocían por los libros de historia del siglo XIX. Con frecuencia, cuando Escrivá salía a la calle, los niños de las barriadas extremas, los obreros que iban en un transporte público o los albañiles que trabajaban en una construcción y le veían pasar, comenzaban a insultarle: