Cara y cruz. José Miguel Cejas
desde el cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, se me lleve joven, cuanto antes»3.
«Durante algún tiempo –sigue contando Muñoz–, don Josemaría tuvo en su poder el libro de Mercedes Reyna, aquel pequeño cuaderno en el que anotaba sus intuiciones de Dios, su silencio y su entrega. Posteriormente me lo dio a mí, por considerar justo que estas notas de un alma elegida quedaran dentro de nuestra Comunidad»4.
Una muestra de la devoción privada de Escrivá hacia esta religiosa es que, además de conservar su cinturón como reliquia –que a veces mostraba a los enfermos–, desde el 31 de julio al 8 de agosto de aquel año, acudió al cementerio para rezar el Rosario, de rodillas, ante su tumba, y pedirle que intercediera ante Dios por sus intenciones.
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Durante aquel año su vida transcurrió como de costumbre, volcado en la atención de personas pobres y enfermas. Solo hubo un cambio exterior: el 4 de septiembre los Escrivá se trasladaron desde el piso de Fernando el Católico a una vivienda destinada al capellán del Patronato, en la calle José Marañón. La casa estaba pensada para que residiera una sola persona y pasaron bastantes estrechuras, pero se compensaban con el desahogo económico de no tener que pagar un alquiler.
14 de febrero de 1930. Las mujeres
El mensaje que Escrivá había recibido el 2 de octubre de 1928 iba dirigido a todos los cristianos (y, en general, a todas las personas de buena voluntad, sean cuales sean sus creencias) y requería que hubiese personas que se entregaran plenamente al servicio de Dios, santificando su trabajo profesional y sus circunstancias personales, para difundirlo por el mundo.
Durante un breve periodo inicial –dieciséis meses y dos semanas, en concreto– Escrivá pensaba únicamente en varones. Vendrían muchos –cientos, miles– con el paso de los siglos, estaba convencido; aunque en aquellos momentos aquel empeño evangelizador contaba solo con uno: él.
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Luz Rodríguez-Casanova le había pedido que, además del trabajo que desempeñaba como capellán del Patronato, atendiera espiritualmente a su madre, una mujer anciana que se estaba quedando ciega. Residía en el nº 1 de la calle Alcalá Galiano y su casa disponía de oratorio5.
El viernes 14 de febrero de 1930, en una mañana fría de invierno, se encontraba celebrando Misa en ese oratorio, cuando, inmediatamente después de la Comunión, mientras daba gracias6, comprendió –en palabras suyas–: «¡toda la Obra femenina!»7.
Fue una nueva moción espiritual, cuyo contenido –como explica María Isabel Montero– «fue, sustancialmente, no solo que también las mujeres eran destinatarias del mensaje de santificación en la vida ordinaria, sino que podían formar parte del Opus Dei»8.
No se trataba, por tanto, de una nueva fundación, ni de crear una institución diferente. La luz del 2 de octubre de 1928 se dirigía a mujeres y hombres; y los difusores de ese mensaje debían ser también mujeres y hombres, aunque Josemaría Escrivá, deslumbrado por el fogonazo de esa luz, no hubiese percibido con nitidez hasta entonces todos los perfiles y matices de aquel querer de Dios.
Aquella mañana de febrero comprendió que Dios deseaba que hubiera en la Iglesia hombres y mujeres con una misma llamada; con una misma misión –la santificación de las realidades humanas–; con un mismo carisma, idénticos medios ascéticos y modos apostólicos.
La iniciativa no partió, de nuevo, del propio Escrivá: «Vinisteis –recordaba años después– a la vida de la Iglesia en un momento en que no os esperaba, y yo agradezco a Dios Padre, a Dios Hijo, y a Dios Espíritu Santo y a la Santísima Virgen este vuestro nacer; agradezco el teneros»9.
Unidos en la cabeza –Josemaría Escrivá y sus sucesores–, con separación de apostolados pero no de espíritu, esas mujeres y esos hombres deberían llevar a cabo en medio del mundo, en palabras de Escrivá, una «gran movilización de cristianos para la paz, para el bienestar, para la comprensión, para la fraternidad»10.
Un panorama de futuro
¿Qué fin específico tenía esa movilización? ¿Poner en marcha obras asistenciales y solidarias? ¿Atender a los pobres más pobres? ¿Crear universidades, colegios y centros de enseñanza? ¿Luchar por grandes causas sociales, como la igualdad o la dignidad de la mujer?
No. Escrivá puso por escrito que no se pondría el acento en «comités, asambleas, encuentros, etc.»11. El fin era la entrega a Dios, el servicio a la Iglesia, la búsqueda de la santidad, no poner obstáculos al trabajo de Dios en cada alma; y eso exigía una atención personalizada en la formación cristiana de cada mujer, de cada hombre.
¿Y los problemas sociales, ante los que Escrivá era particularmente sensible? En su mente cada mujer, cada hombre debía dar su respuesta personal ante los problemas de la sociedad; y de modo particular ante los retos de la injusticia y la pobreza: pobreza material, moral y espiritual.
La respuesta de cada persona sería tan variada como las circunstancias familiares, sociales y profesionales en las que viviera. Como fruto de la gracia y de esas respuestas personales –consideraba Escrivá– surgirían en el futuro cientos de iniciativas en los ambientes sociales y profesionales más variados. Y Dios le daba una fe tan singular que parecía que las veía, que las tocaba.
Esos empeños apostólicos irían variando con el paso del tiempo, respondiendo a necesidades sociales y humanas que entonces ni siquiera se planteaban. Nacerían universidades, hospitales, ambulatorios, centros geriátricos, comedores sociales para personas en situación de crisis, iniciativas de enseñanza, proyectos asistenciales para los «últimos», ONG para la consecución de la paz o la lucha contra el paro, escuelas para la formación de empresarios, de obreros, de personas del medio rural; y un largo etcétera12.
Esa era la vivificación cristiana que debían llevar a cabo los bautizados en una sociedad en la que Cristo debía estar en la cumbre de las actividades humanas; es decir, en la cumbre del mundo de la cultura, del arte en sus expresiones más variadas, de la moda, del entretenimiento, del espectáculo, de la vida política, de las relaciones económicas, del deporte, de las comunicaciones, etc.
En su mente las actividades para la promoción de la justicia y la lucha contra la pobreza debía ser expresión del afán por identificarse con Cristo de cada persona que viviera ese espíritu13. Esa lucha, ese esfuerzo, no exigía que los cristianos «salieran de su sitio»: allí, en su hogar, en su trabajo, en su ambiente social, debían actuar con sentido de justicia y solidaridad, construyendo junto con las demás personas de buena voluntad –creyentes o no– una sociedad más humana.
Aquello, aún sin nombre, debía ser un camino para el encuentro personal con el Señor sin intimismos reductores y sin esa indiferencia ante la suerte material y espiritual de los demás que no es propia de un corazón unido a Jesucristo. Había que «darle la vuelta al mundo como un calcetín», decía, con frase gráfica.
A los que les mostraba este panorama –cuya formulación concreta fue precisando con el paso del tiempo– les sorprendía la seguridad –sin ser un visionario– con la que hablaba. Cuenta un amigo suyo, Castán Lacoma: «En alguna de aquellas ocasiones, entre los años 1929 y 1932, dimos varios paseos, a solas, conversando largamente [...]. Me habló de la fundación que el Señor le pedía [...]. Aunque decía que estaba trabajando para realizarla, me hablaba de todo como si fuese una cosa ya hecha: tal era la claridad con la que –ayudado por la gracia de Dios– la veía proyectada en el futuro»14.
¿Cómo va la tesis?
A partir del 2 de octubre de 1928, sus trabajos para conseguir el doctorado, motivo por el que se había trasladado a Madrid, fueron quedando en un segundo plano. En marzo