Cara y cruz. José Miguel Cejas

Cara y cruz - José Miguel Cejas


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realidad sirve para encuadrar el comportamiento de Escrivá durante ese periodo y puede servir para que los lectores menos familiarizados con esa época de la historia de España entiendan mejor qué sucedió pocos años después.

      Josefina Santos guardaba grabada en su memoria la imagen de Escrivá, un joven sacerdote de veinticinco años, llevando la Comunión a los enfermos de Vallecas, Lavapiés, San Millán, Lucero o la Ribera del Manzanares. Otra testigo de aquel tiempo, Margarita Alvarado, le recuerda visitando y confesando a pobres, moribundos y personas necesitadas: «Iba en tranvía o andando, como pudiera».

      Recorría muchos kilómetros al día –hasta diez, con frecuencia–, caminando o en medios públicos, para atender a esas personas, desahuciadas por los médicos en su mayoría25. Escrivá no los olvidó nunca. Años más tarde recordaba a aquel tuberculoso de dieciséis años que agonizaba en un cuchitril miserable, en el nº 11 de la calle Canarias. «Le administré los sacramentos y, cuando acabé, el chico no quería que me marchara. Me quedé a su lado hasta que murió»26.

      Las reacciones de los enfermos ante la presencia de un sacerdote eran diversas y oscilaban entre el agradecimiento y el rechazo:

      Un enfermo gravísimo –contaba Escrivá– vivía en la Almenara (Tetuán de las Victorias). Doña Pilar Romanillos me habló de él con pena, porque se negaba a recibir al sacerdote y estaba grave. Me habló también del mismo pobre Dª Isabel Urdangarín. Les dije: encomendémoslo al Señor, por mediación de Merceditas, esta tarde durante la bendición [...]. Llegué a casa del enfermo. Con mi santa y apostólica desvergüenza, envié fuera a la mujer y me quedé a solas con el pobre hombre. «Padre, esas señoras del Patronato son unas latosas, impertinentes. Sobre todo una de ellas»... (lo decía por Pilar, ¡que es canonizable!). «Tiene Vd. razón», le dije. Y callé, para que siguiera hablando el enfermo. «Me ha dicho que me confiese... porque me muero: ¡me moriré, pero no me confieso!». Entonces yo: «hasta ahora no le he hablado de confesión, pero, dígame: ¿por qué no quiere confesarse?». «A los diecisiete años hice juramento de no confesarme y lo he cumplido». Así dijo. Y me dijo también que ni al casarse se había confesado. Al cuarto de hora escaso de hablar todo esto, lloraba confesándose27.

       Octubre de 1927. En la Academia Cicuéndez

      Estas actividades, que González-Simancas ha analizado con detalle28, le impidieron avanzar en el estudio de las asignaturas del doctorado. Su profundo sentido de la misericordia se acabó imponiendo. Se había propuesto sacar dos asignaturas al año, pero no lo logró, porque además del tiempo que dedicaba al Patronato por las mañanas, había conseguido –posiblemente por medio de Ángel Ayllón, al que conocía de la Casa sacerdotal– un trabajo como profesor de Derecho Canónico y Derecho Romano en la Academia Cicuéndez, donde empezó a dar clases por la tarde desde octubre de 192729.

      Desde el verano de aquel año disponía de un cuarto en el Patronato, gracias a su trabajo como capellán; y al cabo de unas semanas, los ingresos que obtenía en el Patronato, en la Academia Cicuéndez y dando clases particulares le permitieron alquilar unas habitaciones para su familia en un ático del nº 56 de la calle Fernando el Católico. En noviembre de 1927 su madre y sus hermanos se reunieron de nuevo con él en Madrid.

      Muy pronto sus jóvenes alumnos de la Academia Cicuéndez le tomaron afecto. Algunos de ellos, como Mariano Trueba, José María Sanchís, Manuel Gómez Alonso y Julián Cortés Cabanillas evocan en sus testimonios su simpatía, su «alegre desenfado juvenil», su cercanía, su buen humor y su afán por ayudarles. Una prueba de su amistad es que a los que se habían matriculado como alumnos libres de la Facultad de Derecho de Zaragoza (matricularse por libre en una facultad de otra ciudad del país era algo relativamente frecuente en aquel tiempo) les acompañaba hasta aquella ciudad para ayudarles en los exámenes30.

      Cortés Cabanillas recordaba los paseos que daban, una vez terminadas las clases, hasta El Sotanillo, una chocolatería cercana a la Puerta de Alcalá. «Era fácil trabar amistad con él», comentaba Gómez Alonso. Escrivá siguió cultivando la amistad y se carteó con muchos de ellos hasta el final de su vida.

      Uno de sus alumnos en la Academia era un hombre mayor, padre de familia, que se había propuesto obtener el título de abogado para mejorar la situación económica de su familia. Llegaba agotado tras un largo día de trabajo, y Escrivá, aunque no iba sobrado ni de tiempo ni de dinero, le daba gratuitamente clases extraordinarias para ayudarle.

      Según los testimonios que han dejado sus alumnos, sus lecciones se desarrollaban en un ambiente distendido y los estudiantes agradecían que, además de hacerlas amenas, se preocupara por sus problemas personales31.

      Un día se enteraron, por medio de otro sacerdote que trabajaba en la Academia, de que su joven profesor atendía, después de dar clase, a los niños y enfermos de los barrios de chabolas. No podían creérselo: en aquella época resultaba insólito que un sacerdote culto como Escrivá atendiese a personas de la periferia. Para confirmarlo, le siguieron por las calles sin que se diera cuenta. Tras esa «investigación» comprobaron que iba a los arrabales para confortar espiritualmente a los pobres abandonados y ayudarles en sus necesidades32.

       En las barriadas más pobres de Madrid

      La sorpresa de estos estudiantes pone de manifiesto otra paradoja de aquel tiempo. Madrid ofrecía una imagen de aparente prosperidad, fruto de la bonanza económica y social de los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera.

      Se comenzó –escriben Suárez y Comellas– la electrificación de los ferrocarriles y se construyeron grandes embalses para impulsar la producción de energía eléctrica. Apareció la Telefónica y muchos españoles de clase media o alta pudieron permitirse el lujo de tener un teléfono, un aparato de radio o comprarse un automóvil. [...] Evidentemente, la gente vivía mejor, y luego se recordaría aquella época como los felices años veinte. Se generalizaron espectáculos como las salas de cine, se empezó a practicar el turismo (y también llegaba turismo de fuera), se puso de moda el fútbol, y en 1927 comenzó a jugarse el Campeonato de Liga. Los españoles tendían a una vida alegre y despreocupada33.

      Pero esa bonanza no alcanzó a una gran masa de población, que subsistía en condiciones penosas. Se daba un contraste lamentable entre el tono de vida de un sector acomodado de la ciudad –que proclamaba su fe de forma «oficial» en novenas, procesiones, etc.– y el de un gran sector social sumido en la miseria, que se iba descristianizando día tras día entre el desinterés y la desidia de muchos católicos.

      Pocos años después, en una carta dirigida al Papa, los obispos españoles emplearían la palabra «espejismo» para describir la situación religiosa de aquel tiempo:

      El oficialismo de la religión favorecía ciertamente la apariencia externa de la España católica [...]. La tradición social del catolicismo deslumbraba en las solemnidades y procesiones típicas, pero el sentimiento religioso no era profundo y vital, las organizaciones militantes escasas, el espíritu católico no informaba de verdad y con constancia la vida pública34.

      Y añade Luis Cano:

      No se reconocía la parte de responsabilidad que cabía al discurso cato-patriótico que con tanta profusión se había predicado a los fieles. Se había reducido el reinado de Cristo, tantas veces, a un recurso retórico que no representaba un estímulo para desarrollar las nuevas formas de apostolado católico que estaban triunfando en otros países. No se había comprendido –salvo pocas excepciones– que representaba una llamada a la evangelización, al dinamismo apostólico, a emprender obras concretas y prácticas, a buscar la propia santidad35.

      Explicaba Escrivá: «El apostolado se concebía como una acción diferente –distinguida– de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales


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