Cara y cruz. José Miguel Cejas
décadas de los sectores menos favorecidos de la sociedad por parte de tantos pastores, sacerdotes y laicos, unido a la propaganda marxista, propiciaba en ellos un clima cada más hostil hacia lo religioso. Margarita Alvarado, una chica joven que colaboraba con las Damas Apostólicas, recordaba que «el apostolado era muy penoso y difícil: había que ir por los barrios extremos de Madrid, donde no sabíamos si nos iban a recibir bien o mal. Se necesitaba mucho espíritu de sacrificio, sobre todo en aquella época anterior a la República».
Tiempo después, en el barrio de Tetuán, arrastraron por la calle a varias de aquellas mujeres, «mientras les clavaban una lanceta de zapatero en la cabeza. Una de ellas, Amparo de Miguel, trató de defender heroicamente a las demás y le arrancaron el cuero cabelludo y la maltrataron hasta dejarla desfigurada»37.
En una ocasión –probablemente en los días anteriores a las Navidades de 1927– le pidieron a Escrivá que atendiera a un enfermo en estado muy grave, alojado, según los vecinos, en una casa de mala vida. No era exactamente así: el enfermo estaba atendido por una hermana casada que vivía honradamente; pero residía con ellos otra hermana que ejercía la prostitución en su cuarto.
Escrivá se aseguró de estos hechos, consultó el asunto con el Vicario de la Diócesis, y pidió a la hermana casada que impidiera que se ofendiera a Dios en aquella casa durante aquel tiempo; y prudentemente, para evitar habladurías, acudió al domicilio acompañado por Alejandro Guzmán, un hombre mayor y respetable, buen amigo suyo. Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa con las medicinas que necesitaba el enfermo, ya agonizante, junto con los óleos sacramentales y le estuvo confortando y asistiendo hasta que falleció38.
De sus apuntes personales y las notas de algunas señoras del Patronato se deduce que recorría, jornada tras jornada, la ciudad entera a pie, de un extremo al otro, después de haber estudiado previamente el itinerario para no malgastar el poco tiempo que tenía. «Estaba siempre disponible para todo, jamás nos ponía dificultades», comentaba una de las religiosas que trabajaban en el Patronato de enfermos39.
«Yo tengo sobre mi conciencia [...] –evocaba años después– el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Hubiera querido irles a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y desamparadas del mundo. Venían con los moquitos hasta la boca. Había que comenzar limpiándoles la nariz, antes de limpiarles un poco aquellas pobres almas»40.
Ya en esa época –señala Martin Schlag– Escrivá vivía y enseñaba a vivir lo que años después se denominó «una opción preferencial, pero no exclusiva, por los pobres»41.
Brian Kolodiychule, Postulador de la Causa de la Madre Teresa, recordaba que el encuentro de Cristo en los pobres –carisma específico de Teresa de Calcuta–, se puso de manifiesto «muy en particular en los primeros años de la historia del Opus Dei [...]. En ambos casos, tanto para el fundador del Opus Dei como para la Madre Teresa, en la raíz de este compromiso se advertía la fe que les hacía descubrir a Cristo en cada hombre»42.
Su trabajo sacerdotal no se reducía a los aspectos de beneficencia y solidaridad: nacía de su unión con Cristo, de su afán por llevar su mensaje a todos, sin ningún tipo de discriminación social, ni «por arriba» ni «por abajo». Urgía a todos los cristianos a «conocer a Jesucristo, hacerlo conocer, llevarlo a todos los sitios»43, y les sugería que se preguntasen a diario: «¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana?»44.
En su pensamiento, en su modo de obrar y en sus enseñanzas, el amor a los pobres estaba profundamente unido con la responsabilidad y el ejercicio de la justicia en el propio trabajo profesional; y también con el desprendimiento y la virtud de la pobreza cristiana, que solía escribir en ocasiones con mayúsculas: la Santa Pobreza. «Ambas virtudes –escribe Schlag–, el amor a los pobres y la pobreza, nacen de la misma fuente: el deseo del cristiano de imitar a Cristo, nuestro Señor, hasta hacerse uno con Jesús, el modelo»45.
Ese afán sacerdotal le llevó a atender, desde 1927 hasta 1931, a centenares de enfermos y personas que malvivían en el cordón de suburbios que rodeaba Madrid46. Los llamados barrios bajos, en los que se arracimaban desordenadamente las chabolas, fueron el escenario habitual de aquellos años de su juventud. Es importante retener esta idea para comprender plenamente su personalidad.
Con frecuencia lo único que tomaba durante el día era un bocadillo, salvo que encontrara un mendigo por el camino y se lo diera47.
VI
«Madrid fue mi Damasco»
(2 de octubre de 1928)
2 de octubre de 1928
Aunque el interior del edificio se haya transformado en un hospital, aún son visibles los muros exteriores de la Casa Central de los Paúles, junto a la Basílica de la Milagrosa, donde se encontraba Escrivá a comienzos de octubre de 1928, participando en unos ejercicios espirituales para sacerdotes de la diócesis de Madrid.
La Casa Central estaba situada en el nº 45 de la calle García de Paredes. Era una edificación grande, de cuatro pisos, con fachada de ladrillo visto y ventanas dispuestas en hilera. Las habitaciones, sencillas y austeras, daban a unos largos corredores en torno a un patio central. Durante el tiempo libre que dejaban las pláticas y los ejercicios de piedad, los ejercitantes podían pasear por la huerta contigua que tenía una arboleda.
En la mañana del 2 de octubre, fiesta de los Ángeles Custodios, tras celebrar la Eucaristía, Escrivá se dirigió a su cuarto y comenzó a releer las anotaciones que había ido escribiendo durante los últimos años. Y en un determinado momento –anotó más tarde– «vio», por fin, lo que Dios quería de él: aquello por lo que había estado rezando desde los dieciséis años.
«Recibí la iluminación sobre toda la Obra –recordaba en sus notas personales– mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé –estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática–, di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles»1.
Había tenido algunas mociones interiores en el pasado, pero solo habían sido «ideas sueltas», «intuiciones», «sugerencias»...2; nunca «una idea clara general»3, como la experimentó aquel día. Aquella luz cambió profundamente su existencia, hasta el punto de establecer un antes y un después. Siempre consideró que aquel 2 de octubre había nacido la Obra, aún sin nombre.
No se trató –apunta Illanes– del resultado de una suma de ideas. Tampoco fue el fruto de un conjunto de intuiciones y decisiones personales: «lo que ocurrió en esa fecha implica una verdadera novedad, un auténtico comienzo que cambió el rumbo de su vida»4.
Escrivá utilizó siempre el verbo ver para describir aquella moción interior. ¿Qué vio? ¿Rostros concretos, facciones singulares? No. ¿Una estructura jurídico-canónica determinada? Tampoco. De la lectura de sus notas solo se deduce que vio que Dios llamaba a los hombres5 para que se santificaran en su trabajo cotidiano; y que le pedía –a él– que abriera un camino de santidad en el seno de la Iglesia para difundir ese mensaje.
Sí; él –que tan consciente era de sus limitaciones– debía promover ese fuerte impulso de renovación cristiana en los cinco continentes6.
«Madrid fue mi Damasco», decía desde entonces, porque en esa ciudad, al igual que a Pablo de Tarso, se le cayeron las escamas de los ojos que le impedían ver lo que Dios esperaba de él7.
* * *
Desde una perspectiva sin fe, estos hechos resultan inexplicables. Anteriormente, al hablar del efecto que tuvieron en Escrivá las huellas en la nieve, me referí a André Frossard, un francés de veinte años, no bautizado, ateo, hijo del Secretario General del Partido