Mujeres con poder en la historia de España. Vicenta Marquez de la Plata
el mal. La mortal enfermedad era tan contagiosa que aquellos que cuidaron del pequeño apestado murieron uno tras otro. Un día vino uno de los hijos de doña Leonor, que apenas había cumplido doce años, a comunicarle que todos los que podían haber cuidado del huérfano habían muerto; ella, entonces, envió a su propio hijo a cuidarlo, el joven también contrajo la peste y falleció igual que lo había hecho su hijo adoptivo el pequeño judío. Trece personas murieron cuidando al huérfano, incluyendo al hijo de Leonor. Ella nos cuenta en sus memorias cómo cuando iban a enterrar a su hijo, la gente, sabedora de que ella misma había enviado a su hijo a una muerte casi segura, la insultaba cuando se cruzaban con ella y cerraban sus ventanas y puertas cuando pasaba en señal de su desaprobación. Ella, como siempre, no cuestionaba la voluntad divina, y en su fe atribuye la muerte de su hijo a sus pecados y así lo dice explícitamente. En ningún momento sospechó que la muerte de los suyos se debió a su propia temeridad o imprudencia.
El doncel de don Enrique el Doliente, por Mariano José de Larra
Después de esta actuación, sus parientes la echaron de mala manera de Aguilar, no querían cobijar a esta mujer a quien todos culpaban de la muerte de su propio hijo, por lo que tuvo que volver a Córdoba.
La historia seguía su devenir. Mientras todo esto sucedía a doña Leonor, el rey don Juan I también había muerto y heredó el trono don Enrique el Doliente, el cual se había casado, por iniciativa de don Juan I, su padre, con la descendiente directa de don Pedro el Cruel, doña Catalina de Láncaster, hija de doña Constanza (hija esta de Pedro I y María de Padilla). Doña Constanza había sido una de las madrinas de bautizo de doña Leonor en el palacio de Calatayud, donde había nacido, y a cuyo cuidado directo había quedado cuando murió su madre en Segovia. Sabedor de esta historia y deseando congraciarse con su esposa mediante el desagravio de doña Leonor López de Córdoba, en 1406, don Enrique llamó a la hija del maestre de Calatrava. Acudió esta a la corte y allí, en memoria de su padre, el maestre de Calatrava y de su bautizo en el Palacio Real, se le dio el cargo de camarera de la reina.
A lo largo de la Edad Media el crecimiento de la cámara regia y su desarrollo como incipiente oficina administrativa llevó consigo el encumbramiento de la figura del camarero, en este caso camarera, ya que la casa del rey tenía su réplica en la casa de la reina, que tenía también sus equivalentes femeninos para el servicio de la señora.
La consolidación del sistema de sucesión hereditaria en las monarquías medievales acentuó el prestigio de la reina, que fue asumiendo las funciones regias por delegación de su esposo y, según explica el profesor don Álvaro Fernández de Córdoba, en determinados momentos lo suplía de manera natural. Esto tuvo luego su importancia cuando doña Constanza, por la muerte de su esposo Enrique el Doliente hubo de actuar como tutora de su hijo y en la práctica como reina, aunque con algunas cortapisas, como veremos luego. Al quedarse la reina viuda, con ella se encumbraron todos los cargos de su casa, ya que en la práctica ella ejercía el poder real.
Con el tiempo, la soberana tuvo su propia casa (hospitium) con su servicio personal que la custodiaba y servía siguiendo el modelo doméstico de la emperatriz bizantina. Simplificando mucho, los familiares solían dividirse en tres grupos: el cuerpo de oficiales con servidores a su cargo; el grupo de caballeros —tanto los que ayudaban a la reina como los que se criaban en su casa— y el de sus damas y doncellas. En primer lugar, en los cargos de la casa real de la reina hay que nombrar a las camareras, a las que se exigía una honra, lealtad y buenas costumbres, pues se sabía que tenían una privanza sobre la reina.
E sennaladamente deue catar que las sus camareras, quelas han de servir et saber todas sus privanças, sean buenas mugeres et cuerdas et de buena fama, et de buenas obras, et de buenos dichos, et de buenos gestos, et de buenas conçiençias, que teman a Dios et amen la vida et la onrra del enperador et de su muger et de toda su casa, et que no sean codiçiosas, ni muy mancebas, ni muy fermosas…
Obras de don Juan Manuel
Don Juan Manuel
Se puede ver claramente que el oficio de camarera era altamente honroso y se esperaba mucho de las cualidades y capacidades de la camarera, especialmente por el contacto tan estrecho que tenía esta con su alteza y porque disfrutaba de privança. Agraciada nuestra doña Leonor López de Córdoba con tal cargo en la casa de su madrina, allí supo ganarse la confianza primero y luego el afecto incondicional de la soberana.
Se había casado doña Catalina de Láncaster (heredera de la rama legitimista) con el hijo de don Juan (de la rama bastarda de los Trastámara) en 1390, cuando ella contaba dieciséis años y su esposo Enrique, doce. El joven monarca había sido declarado mayor de edad, pese a lo frágil de su salud y constitución, a los catorce años, que es cuando los reales esposos pudieron cohabitar. A partir de ese año ya fue la reina Catalina la verdadera soberana, de quien se esperaba un heredero al trono.
Pero la quebradiza salud del jovencísimo monarca hizo que el esperado embarazo tardase nada menos que ocho años en producirse. El lunes 14 de noviembre de 1401, la reina dio a luz en Segovia a una princesa a la que llamaron María. Aún tuvo la reina Catalina dos hijos más, el más pequeño fue precisamente el infante heredero, Juan II.
El rey don Juan I de Castilla, de su primera esposa, Leonor de Aragón, había tenido dos hijos, el hasta ahora mencionado Enrique el Doliente y don Fernando el de Antequera. El previsor monarca, que con tanto cuidado había planeado el matrimonio de su primogénito con la heredera de los legitimistas, había pensado que dada la mala salud de Enrique quizá no llegaría a la edad de casarse y que si llegaba, era posible que no tuviera hijos. En previsión de que cualquiera de estos supuestos tuviese lugar, dispuso que su segundo hijo, Fernando, no contrajese matrimonio hasta que Enrique no tuviese sucesión, cosa que don Fernando cumplió por sentido del deber a la corona.
Aunque el rey don Enrique III llegó a tener hijos e hijas, su vida no fue larga. Un sábado 25 de diciembre de 1406 pasó a mejor vida cuando no había cumplido veintisiete años y la reina apenas había doblado la esquina de los treinta. La camarera, doña Leonor López de Córdoba, por su parte, contaba para entonces unos cuarenta y cuatro años, pues parece que nació, como dijimos, en 1362. Viuda la reina, se acercó más a Leonor en quien veía a una persona fiel y con quien podía hablar de cosas que no comentaría ni diría a ningún hombre.
A la muerte de su real esposo, doña Catalina de Láncaster ejerció de tutora, junto con su cuñado, don Fernando (al que la historia apoda el de Antequera), ya que el heredero de la corona e infante-rey, Juan II, tenía solo dos años de edad. El rey don Enrique así lo había dispuesto antes de morir. La tutela del príncipe heredero, hasta su mayoría de edad, sería compartida por la madre y el tío. Tan pronto como las Cortes de Toledo reconocieron al nuevo rey, en cumplimiento del testamento, ambos se hicieron cargo de la regencia y, ante las Cortes de Segovia, juraron cumplir lealmente su oficio.
Para entonces, doña Leonor se había ganado totalmente la voluntad de la reina, que comentaba con ella los asuntos de Estado, y se dejaba llevar por su criterio, de modo que en la Chronica de Juan II se llega a decir que la reina «entregó de tal suerte la llave de su arbitrio, que nada se abría o se cerraba en palacio si no por el favor de aquella mano». Ello, naturalmente, le acarreó los odios de aquellos que hubieran deseado para sí el lugar privilegiado de doña Leonor cerca de la reina Catalina.
Temerosa de que la regencia compartida entre su señora, doña Catalina y el infante don Fernando pudiese resultar en menoscabo de su influencia sobre la reina, doña Leonor empezó a oponerse casi por sistema a las decisiones del corregente. Al sobrevenir la muerte de don Enrique el Doliente, el infante, que se encontraba embarcado en una dura campaña contra los moros, tan pronto supo la noticia de la muerte del Doliente decidió continuar con ella. Para ello hubo de solicitar financiación a fin de subvenir los costes de la guerra. La reina, comprendiendo la necesidad del momento, ya que era consciente del peligro que había en la frontera para la seguridad de los reinos, con toda presteza hizo reunir veinte cuentos de maravedís para ser gastados exclusivamente en la ofensiva contra los moros, y así lo juraron todos, incluso don Fernando. Con este motivo la favorita manifestó su desconfianza