Mujeres con poder en la historia de España. Vicenta Marquez de la Plata
Detalle de La Creación. Capilla Sixtina. Vaticano.
Cuenta doña María Coronel que su padre, Francisco Coronel, cuando mozo, se acercaba a Yanguas para pedir a la Virgen de los Milagros «que le diera una mujer con quien tomar estado, virtuosa y temerosa de Dios y de buena sangre, aunque fuese pobre. También y al mismo tiempo puso en el corazón de mi madre los mismos pensamientos devotos de acudir a Nuestra Señora de los Milagros». Tenía la madre de María Coronel, doña Catalina de Arana, una hermana y tanto una como la otra estuvieron a punto de casarse con hombres ricos y de buena posición, aunque de «poca limpieza de sangre por intercesión de la Santísima Virgen terminaron casándose las dos hermanas (que eran huérfanas) con dos hermanos también huérfanos».
Un expediente de limpieza de sangre positivo exigía que, por lo menos, los padres, abuelos y bisabuelos no tuvieran sangre de moro, ni judío, aunque fuera converso; ni que alguno de aquellos antepasados hubiere estado sentenciado por el Santo Oficio. Se empezaron a exigir los expedientes de limpieza de sangre en los inicios del siglo XVI cuando el cardenal Silíceo los introdujo para evitar que la Iglesia se permease de falsos conversos, pues los grandes personajes (nobles) que ocupaban todos los oficios importantes dentro de las jerarquías eclesiásticas tenían casi siempre sangre judía o mora y llegaron a despreciar a Silíceo, que era de origen humilde. Él, en cambio, era de una familia en donde no habían existido moros ni judíos: en pocas palabras, era cristiano viejo, y exigió que todos los que quisiesen ocupar cargos en la Iglesia probasen ser, asimismo, cristianos viejos. Luego se extendió esta nueva práctica a otros oficios y cargos hasta hacerse general.
Del matrimonio de Catalina y Francisco nacieron once hijos, los cuales, según sucedía en la época, murieron casi todos en edad temprana. Tan solo sobrevivieron cuatro, todos devotos como sus padres, en una casa en donde incluso los criados rezaban varias horas al día. Aparte de esta piedad, la casa debió de haber sido tranquila y bien avenida, pues según María en ella jamás «ni riñas, ni discordias, ni alborotos, ni enojos se oyeron».
Así pues, por lo que sabemos, porque ella lo relata, nació en el seno de una familia noble (los Coronel, aunque pobres, lo fueron siempre a lo largo de la historia) y profundamente piadosa. Doña Catalina, la madre, debió de haber sido mujer de decisiones fuertes y carácter templado, pues sor María de Jesús dice que fue ella la que convenció a la familia de que se apartasen del mundo y viviesen una vida conventual. Adujo la piadosa señora haber tenido una revelación del Altísimo y por esa razón, el 13 de enero de 1619, se fundó en su misma casa un convento de la Concepción, de la rama recoleta o descalza. La joven María Coronel contaba a la sazón diecisiete años.
La figura de la madre es muy importante en la vida de María Coronel, tanto que los estudiosos de ella opinan que la figura del padre queda desdibujada por comparación con la de doña Catalina. No había tenido una educación demasiado esmerada, aunque su hija nos puntualiza que «sabía un poco leer, con lo que se consolaba». Suponemos que leería principalmente lecturas pías, vidas de santos y libros de meditación como lo hacían las personas piadosas de la época.
Estaba un día doña Catalina haciendo oración cuando el Señor le manifestó su voluntad de que ella fundase un monasterio en el que había de profesar. Quedó más convencida de la veracidad de su inspiración cuando al ir a comentar con su confesor lo que le había sucedido, él le manifestó que ya sabía de qué quería hablarle, pues el Señor también se lo había dicho a él. Convencida de la perfección de su voluntad, que para ella no era otra que la de Dios, se lo manifestó a su esposo. Él, al principio, se opuso, pues juzgó un disparate deshacerse de toda su herencia y patrimonio para fundar un monasterio, los cuales por otra parte ya sobraban en la sociedad del siglo XVII, tanto era así que la misma Iglesia había prohibido la fundación de ninguno nuevo, sobre todo de mujeres. Además, arguyó el bueno de don Francisco que él tenía ya sesenta años y que padecía de una enfermedad crónica que se le manifestaba con dolores de estómago que no le daban tregua ni de día ni de noche.
Pero Catalina era porfiada y al fin convenció a su esposo de la necesidad de cumplir el mandato divino e incluso, finalmente, contó con la aprobación eclesiástica de modo que el 13 de enero de 1619 profesaron en el convento de la Concepción —que había sido su propia casa— la madre y las dos hijas: María y Jerónima. En cuanto a los varones de la casa, los dos hijos mayores habían profesado ya en la orden franciscana y hasta el padre, don Francisco Coronel, lo hizo como simple hermano lego el 24 de enero de 1619 en el convento de San Antonio de Nalda.
Muy pronto la joven María se hizo notar en la vida conventual por su especial modo de vida austero y ascético. En 1620 tomó sus hábitos definitivos y empezó una vida de piedad que la llevaron a tener arrobos místicos.
Como era una mujer activa no se contentó con estas muestras piadosas que le hubiesen dado fama de santidad, al menos en su entorno, sino que se dedicó a fundar otras casas piadosas en donde se podía, y debía, servir y adorar al Señor. Quizá era la labor fundacional una de las pocas actividades más allá de las puramente domésticas y piadosas que se les permitía a las mujeres, y muchas mujeres con empuje se concentraron en esta labor, con gran éxito en la mejora de las costumbres. Sin educación especialmente esmerada, sor María de Jesús empezó a mostrar una altura mística que ella misma atribuía a inspiración divina: «se constituyó el Altísimo por mi maestro, norte y guía». Reconoce que todo su conocimiento le viene de Dios, gracias a él, confiesa, pudo escribir su obra máxima: La mística ciudad de Dios.
La mística ciudad de Dios de sor María de Jesús de Ágreda
En todo caso, sor María amaba la escritura. Empezó con su obra a los veintiún años, fue siempre fiel a la ortodoxia de la Contrarreforma teñida con un fuerte sentimiento inmaculista. En su libro reivindica la figura de María sobre todo bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, tema repetido y amado por las místicas y religiosas españolas, tales como Isabel de Villena y Beatriz de Silva, notable dama que fundó la orden concepcionista a principios del siglo XVI.
Para acceder al mundo de la creación, María Coronel recurre al tópico de presentarse ella misma como una pobre mujer a quien Dios le ha ordenado escribir. Atribuye su conocimiento a la ciencia infusa antes que confesar, o creer ella misma, que su obra es enteramente suya, fruto de sus meditaciones y de su fe. Aparece como una escritura por mandato y no fruto de su orgullo o de su sapiencia. No intenta, no debe intentar, irrumpir en un mundo exclusivamente masculino: el de la creación y el de la teología.
En su libro se alternan los capítulos dedicados a la vida de la Virgen con otros dedicados a la reflexión sobre la figura de María Inmaculada. Reivindica la figura de María como Corredentora del género humano por su participación en los misterios de la Encarnación y de la Redención. Trae a colación una puesta al día de la genealogía femenina de Cristo y la importancia de la Madre del Redentor, casi olvidada en el Nuevo Testamento.
Este libro reavivó la polémica sobre la Inmaculada Concepción y mereció la atención de la Inquisición, tanto es así que en 1681 fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos. Ya por sus arrobamientos y misticismo había sido observada por la Inquisición desde 1635 y su producción escrita solo vino a añadir más leña al fuego.
En todo caso la fama de la monja creció rápidamente y en 1627 fue nombrada prelada de la comunidad, aunque para ello necesitó dispensa papal porque solo tenía veinticinco años y se pedía más edad y experiencia para ser la superiora de un monasterio concepcionista. Con gran ímpetu, María de Jesús emprendió la construcción de una nueva casa, la cual vio terminada seis años más tarde en 1633. De esta casa salieron monjas que a su vez fundaron otros establecimientos piadosos: el de la Concepción en Borja y el de Tafalla.
En general las paredes del convento significaban para la mujer un ámbito de independencia en donde podían dedicarse a menesteres que les satisfacían a ellas y no a la familia o la sociedad. En este ámbito se hallaba a gusto nuestra monja y ella dio rienda suelta a sus experiencias místicas, como ya hemos explicado, en forma literaria, la cual a su vez le llevó a una maduración espiritual.