Conversaciones con la naturaleza. Ensayos Cognitivos desde los Andes. Alejandra Delgado
se extiende en todo el planeta, es inviable con el carácter limitado de los bienes naturales. La lógica inexorable del crecimiento de la economía capitalista (producción consumo y desecho) contamina la tierra, el agua, el aire, degrada ecosistemas, se deteriora el medio ambiente natural y entra en serio riego la permanencia de la vida humana y de otra especies animales y vegetales.
La crisis ambiental en los actuales momentos de la curva civilizatoria se manifiesta en: el cambio climático (calentamiento global), que altera la relación entre el mundo físico y el mundo biológico; agotamiento acelerado de los recursos naturales necesarios para la reproducción de la vida humana; la pérdida reciente de biodiversidad que deja a los humanos sin un seguro de vida para su permanencia en el planeta. Estos procesos generan muchas variabilidades naturales que ponen en serio peligro la existencia en el planeta, sobre todo la humana.
El desequilibrio ecológico produce desequilibrios sociales que alimentan la crisis civilizatoria. Miseria, hambruna, enfermedades, desplazamientos ambientales, violencia por recursos, etc., asolan el planeta El paradigma del progreso con su modelo de desarrollo, basado en el crecimiento económico sin fin, ha tocado límite en el borde de la catástrofe ecológica.
A modo de conclusión se propone estas ideas para el debate. Cabe decir que la curva civilizatoria moderna está en su fase de diferenciación e integración decreciente, en otras palabras en su fase de declinación hacia otro periodo de barbarie. El comportamiento de los seres humanos, por efecto sobre todo de la colonización mercantil de la industria cultural, se desajusta progresivamente. Las acciones individuales e incluso grupales no llegan a cumplir la función social en atención al orden civilizatorio moderno. Los individuos organizan su comportamiento de manera indiferenciada, irregular y poco estable; las funciones sociales se confunden, la frontera entre lo público y lo privado tiende a desaparecer y las cadenas de interdependencias, en las que están imbricados todos los movimientos de los individuos aislados, se estrechan. No es un imperativo adecuar el comportamiento individual a las necesidades del entramado.
La vida en el mundo global exige estar permanentemente dispuesto a luchar y a dar rienda suelta a las pasiones en defensa de la propia vida o de los recursos para su reproducción. Las vías de circulación del capital legal e ilegal, que se extienden por todo el planeta, se están convirtiendo en zonas de alto riesgo para la vida, sobre todo porque el Estado como aparato del monopolio de la fuerza deja muchas zonas desprotegidas en manos de los grupos paramilitares de cualquier índole. Incluso el mismo Estado con sus aparatos represivos empieza a ser una amenaza para la seguridad de las personas. El hombre moderno está abocado al peligro que supone que sus congéneres pierdan en cualquier momento de su actividad el autocontrol que garantiza la vida en sociedad.
Los códigos sociales que establecen límites, diferenciaciones y funciones claras para el desenvolvimiento de la vida social están por una parte confundida en un mar de signos inconexos y, por otro, debilitados en su función de autoacción. La fragilidad en la diferenciación del entramado social, producto de la viscosidad mercantil, debilita y desestabiliza el aparto sociogenético de autocontrol psíquico, que coincide con el debilitamiento del monopolio de la violencia física y con la inestabilidad creciente de los órganos sociales centrales (familia, escuela, etc.) En ausencia de estas instancias sociales formativas es difícil que el individuo incorpore los códigos de socialización y menos aún que éstos devengan una costumbre permanente de autocontrol. “Cuando hay una baja división de funciones, los órganos centrales de sociedades de cierta magnitud son relativamente inestables y carecen de seguridad” (Elías, 1988, p.453).
El debilitamiento del monopolio de la violencia física (Estado) destruye los espacios pacificados y da lugar al avance de la violencia generalizada y horizontal. La violencia física retorna lentamente a la escena de la vida social cotidiana y funciona de forma inmediata en la resolución de conflictos. Los seres humanos del llamado capitalismo tardío no están protegidos frente al ataque repentino de intromisión de la violencia física en su vida (asalto, robos, asesinatos, extorsión, chantaje, violencia de género, violencia intrafamiliar, violencia deportiva, etc.) Ante esta situación de inseguridad creciente, los seres humanos toman la seguridad en sus propias manos y dejan libre sus impulsos para atacar a otros. Basta observar el nivel extendido de uso de armas que tiene la sociedad norteamericana, donde la libre exposición de las emociones y los instintos cuenta con herramientas para que esto se vuelva mortal.
Resulta que en las actuales circunstancias de violencia extendida, mayor ventaja social no tiene aquel que es capaz de dominar sus impulsos, sino todo lo contrario, quien cede a sus emociones e instintos. Ya no se educa a los individuos para que reflexiones sobre los resultados y consecuencias de sus propios actos y de los ajenos, en una proyección a futuro. La total automatización mercantil del mundo genera autómatas que siguen a sus impulsos básicos sin ninguna reflexión más allá del instante presente del consumo (del goce inmediato y fugaz). La humanidad asiste a una desestructuración del comportamiento en el sentido de la “barbarie”. La vida está permanentemente amenazada por los actos de violencia y al mismo tiempo éstos devienen acontecimientos inevitables y cotidianos, pues la supervivencia no está garantizada por la red de interdependencias, que son relativas y breves, sino las fuerzas impulsivas individuales. El individuo narcisista y consumista es la subjetividad dominante en este proceso de diferenciación e integración decrecientes.
La modernidad occidental con su paradigma humanista ideal y objetivado pierde vigencia en su centro de origen, la Europa de la Ilustración. La desintegración social ya no es cosa de las zonas periféricas de la Modernidad, está en su corazón: en las ciudades globales. “Los grandes ideales, las así llamadas ‘razones superiores’, vale decir, la instalación de un Superyó colectivo que da sentido a los actos, no constituye más el fundamento de la cultura” (Mires, 2005, p.291). Los actos humanos dejan de ser actos trascendentales y devienen en contingencia mercantiles, sometidas a una competencia salvaje por conquistar el valor económico o el valor sígnico, ambos otorgadores del gozo inmediato y perverso.
La desintegración de los valores modernos, fundamentados en la ley cristiana ama a tu prójimo como a ti mismo, da paso a que el único valor del individuo narcisista, autorrealización y autocumplimiento, se extienda como destrucción de los otros. El hombre es nuevamente lobo de sí mismo, la civilización se descompone en la barbarie donde el sujeto desaparece en la identidad presimbólica del ego-ista.
En palabras de Martín Buber se diría que el ser humano, en el tercer milenio, ha vuelto a quedarse sin mundo, se encuentra solo y a la intemperie de lo infinito natural astral. El ser humano una vez más, a lo largo de su historia, es un solitario extranjero en el universo sin mundo. La imagen de mundo se ha quebrado y deja al humano sin hogar, y sin hogar éste experimenta con hondura el problema del mal y siente en torno a ella un mundo escindido, un mundo devastado.
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