Un viaje al silencio. Daniel Villarroya
encontrarse gente para todos los gustos: Erasmus, postgrados, aprendizaje o perfeccionamiento del inglés, másteres…, y de los cinco continentes. Nuestro propio grupo constituía un micromundo: Alemania, Portugal, España, Italia y Vietnam. Esa era la razón por la que, mal que bien, nos entendiéramos en inglés, por supuesto cada cual con su acento peculiar. Pero quizá eso lo hacía más entendible y era, por otra parte, motivo poderoso para esforzarnos en hacernos entender, a la vez que en escuchar con atención para comprender.
NUESTRA ISLA DE SILENCIO
Andaba por el tercer año. Mi máster en energías renovables se había alargado más de lo previsto. De la University College Dublin estaba francamente satisfecho, muy satisfecho. Tal y como me la habían presentado, mis expectativas se vieron cumplidas: en verdad hacía honor a su fama de ser la universidad más progresista de Irlanda, además de ocupar una posición destacada en casi todos los rankings de las mejores universidades del mundo. Concretamente, en energía eólica, marina y solar —mi especialidad— era puntera. ¿Por qué, pues, todo se había dilatado? No encuentro otra explicación posible: algunas de las amistades hechas durante este tiempo, unido a la liberación de la tutela paterna, habían acabado por generar no pocas juergas y, en consecuencia, algunos suspensos aún pendientes del segundo año.
De esta Isla Verde me gustaban, de modo particular, sus dos mil kilómetros largos de distancia respecto de Barcelona y, por tanto, —esa era la cuestión— respecto de mi hogar paterno. Ahora creo que haber aterrizado en Irlanda para mi máster, como si se hubiera tratado de cualquier otro destino posible, fue lo de menos. Lo mismo habría dado Dinamarca, Italia, Canadá o Australia —pongamos por caso—. Desde que llegué, tuve la sensación, por primera vez, de haber conquistado por fin mi libertad. Y esa sensación —sentirme embriagado de libertad— me penetró desde el primer momento como un dulce y seductor perfume de mujer, hasta emborracharme. ¡Conquistar la libertad!, ese era el botín codiciado. ¿Quién no lo ha anhelado siendo joven? El escenario de la batalla resultaba, por tanto, intrascendente y del todo secundario.
Además de la cerveza, como acabo de referir, una comida que muy pronto descubrí deliciosa de los pubs dublineses, y sobre todo en invierno, era el seafood chowder: una crema hecha de varios pescados, sin espinas, con nata, acompañada de brown bread. Las reducidas dimensiones de Dublín —poco más que Barcelona— y su ambiente internacional hicieron que, apenas llegué, me sintiera cómodo, resultándome una ciudad de inmediato muy familiar. Allí convivíamos italianos, franceses, checos, españoles, asiáticos, alemanes, americanos… Un verdadero mundo en una superficie de ciento diecisiete kilómetros cuadrados. Un auténtico microcosmos —diría yo ahora— a juzgar por la enorme diversidad concentrada en tan concreto espacio.
Más de una noche de aquellas juergas que se iniciaban en Temple Bar, estirábamos las horas hasta el amanecer buscando el éxtasis ante la salida del sol. Nada que ver con el jolgorio de las horas precedentes. Que cerraran el parque a las seis de la tarde no constituía para nosotros impedimento alguno, aunque este se hallara en el centro de la ciudad. Pronto encontramos nuestra rendija secreta por donde colarnos a cualquier hora, evitando ser vistos. Una vez dentro, estirados sobre la hierba —teníamos nuestro rincón preferido—, el grupo se transformaba, quedábamos literalmente arrebatados. Tanto, que no creo exagerar si afirmo que en tales circunstancias parecíamos más una pequeña comunidad de monjes en meditación que un grupo de alocados estudiantes con algunos grados de más. Espontáneamente, entrábamos en una suerte de trance de silencio. Por mi parte, siempre lo percibí como un silencio lleno, incluso denso, saturado de emociones, de recuerdos y de mil añoranzas que a cada cual nos afloraban al instante.
Más aún que la cerveza, aquellas pintas de silencio, que sorbíamos con verdadera pasión, nos sabían a cielo. Junto al estanque de St, Stephen’s Green Park —lugar predilecto del grupo—, nuestras vidas reflejadas en aquellas aguas aquietadas, destilaban contornos y dimensiones insospechados. ¡Quizá nuestro verdadero hogar, del que nunca debimos marchar, sea el silencio!
El hecho de que esta antigua área pantanosa hubiera sido en otro tiempo paraje donde los pastores llevaban sus rebaños a apacentar, me congratulaba de modo singular. Esa peculiaridad —por trivial que pueda parecer— me devolvía a alguna de mis raíces: yo mismo había ejercido de pastor improvisado por horas en algunos de los veranos de mi infancia, cuando las ovejas paren sin avisar, antes de que mis padres se mudaran a Barcelona.
Por lo demás, el pequeño busto del famoso escritor irlandés James Joyce en una de las praderas del parque, de rostro constreñido, cara de maquinista de tren, bigote de Charles Chaplin y lentes de don Miguel de Unamuno, hacía que me sintiera —como un nuevo Leopold Bloom de su Ulises— héroe de mi propia odisea irlandesa. Me faltaba, eso sí, comer riñón de cerdo en el desayuno para ser un verdadero y remozado Bloom.
A Joanna, casi de manera invariable, le daba por tararear un fado —solía ser siempre el mismo— que según nos contó había aprendido de su abuela:
¡Fado! Porque me faltan sus ojos.
¡Fado! Porque me falta su boca.
¡Fado! Porque se fue por el río.
¡Fado! Porque se fue con la sombra.
¡Había que verla! ¡Y aún más, oírla! ¡Cuánta melancolía y nostalgia! Joanna era la viva expresión de su Oporto natal: nos encandilaba con su nostálgica belleza; acompañarla en sus fados era para nosotros tanto como degustar un oporto exquisito. De cuerpo menudo, resaltaba en ella su rostro vivaracho, adornado por una larga cabellera de color castaño, sedosa y abundante. Sus ojos verdes almendrados, como dos gotas gemelas de agua sacadas del Atlántico que baña las playas de su ciudad, transparentaban un alma receptiva y delicada.
La salida del sol concitaba, en todos y cada uno del grupo, los más variados sentimientos y recuerdos. Érica, muy sensible, no podía evitar las lágrimas. Con frecuencia me ha sorprendido que la naturaleza (un amanecer o un atardecer, el olor a hierba o a tierra húmeda, el horizonte de las montañas, el vaivén de las olas del mar…) suele despertar los afectos más íntimos y sinceros que todos albergamos. No sabría formular una explicación elaborada y coherente, pero así me ha parecido muy a menudo. Pudiera ser que la naturaleza nos pone desnudos ante nuestra propia imagen: de dónde venimos, quiénes somos o qué hacemos por aquí y a dónde nos dirigimos. Y en la naturaleza, como en un espejo, reconocemos nuestra verdadera identidad.
Aquellas mejillas sonrosadas y claras, como un melocotón cubierto por el rocío de la noche, adquirían un brillo entre tierno, doloroso y frágil. Pero bello, muy bello, inusitadamente elocuente. Su madre murió cuando ella aún no había alcanzado los dieciséis. Eso lo habíamos sabido por Renzo. Érica, de naturaleza reservada, guardaba estos sentimientos en el cofre de su intimidad, abriéndolo en contadas ocasiones y solo a quienes consideraba suyos.
Con el despertar del sol emergía también en ella, eternamente vivo, el recuerdo de aquel último abrazo en el hospital. «¡Nunca lo olvidaré! —repetía invariablemente—; ese ha sido el desgarro más sangrante de mi vida; me faltaba el aire; sentí que la tierra se abría bajo mis pies; ¡deseé desaparecer con ella!» Los cuarenta y ocho años de su madre se habían ido transformando paulatinamente, a lo largo de dos años y pico, en cincuenta, sesenta, ochenta… Completamente debilitada, apenas le quedó, finalmente, un hilillo de voz audible, piel y huesos. Reuniendo todas sus fuerzas y fundiendo sus vidas en una sola, madre e hija permanecieron abrazadas sobre la cama del hospital durante una eternidad —o así le pareció a Érica—; con la presencia de su padre como único testigo ocular. «Fue nuestro último abrazo, el abrazo para siempre. Mudas, la una dentro de la otra, fundidas, las dos sabíamos que era el sello de nuestra definitiva despedida» —le había contado a Renzo la primera vez que le habló de esto—, y quedó en un largo silencio con la mirada suspendida en el infinito. Renzo la había acompañado también con su silencio, temeroso de profanar el misterio que habitaba el santuario de Érica. De hecho, en tales circunstancias, todos permanecíamos en el más absoluto silencio, como si el alcohol de la noche se hubiera evaporado