Un viaje al silencio. Daniel Villarroya

Un viaje al silencio - Daniel Villarroya


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      También le había explicado cómo su madre, en las últimas semanas en el hospital, guardaba discretamente una estampa bajo la almohada. No en vano, era con Renzo con quien más había intimado del grupo; nosotros sospechábamos que más que amigos eran ya pareja. «Mi madre era muy religiosa» —solía evocar Érica—. Y a decir verdad, también ella —¿cosas de la genética? — lo era. En más de una ocasión le oímos afirmar con rotundidad que ella creía en la vida, «en la VIDA con mayúsculas» —añadía a continuación—. Qué quería expresar exactamente no nos lo había llegado a explicar, ni por nuestra parte nos atrevimos nunca a solicitarle más aclaraciones. ¿Quizá Renzo sí lo sabía?

      Aunque desde aquel último abrazo eterno habían transcurrido diez años, Érica recordaba todavía aquellos meses anteriores al ingreso final en que su madre se vio obligada a pasar las noches sentada en el sofá o paseando por la casa. «¡Noches interminables! Tosía y tosía y esas posiciones le aliviaban ligeramente. ¡Lo tengo clavado en la memoria!» —concluía Érica—. Como el martillo que golpe a golpe va remachando el clavo, aquellas toses se habían incrustado para siempre en sus entrañas.

      Trinh Thanh había llegado a Dublín para completar su doctorado en Astrofísica. Mientras contemplábamos estirados sobre la hierba el cielo aún estrellado de St. Stephen’s Green, disfrutaba explicándonos que la luz tarda tiempo en llegar hasta nosotros. «Aunque su velocidad sea la mayor velocidad posible en el espacio, ¡alcanza los 300.000 kilómetros por segundo! —afirmaba con voz exclamativa— siempre vemos el Universo con un cierto retraso. Y este retraso es tanto mayor —continuaba entusiasmado— cuanto más lejos esté el objeto celeste. Así, la luz de la Luna nos llega al cabo de poco más de un segundo; la del Sol, al cabo de ocho minutos; la de la estrella más cercana —y aquí se contenía, consiguiendo tensar nuestra atención—, Próxima Centauri, al cabo de 4,3 años; la luz de la galaxia más próxima parecida a nuestra Vía Láctea, Andrómeda, al cabo de 2,3 millones de años, y así sucesivamente». Llegados a este punto, Trinh había logrado ya paralizar nuestra respiración. «Y la luz de las estrellas más lejanas —apostillaba en tono solemne— todavía está de viaje: los casi 15.000 millones de años que tiene el Universo no ha sido tiempo suficiente para que haya podido hacer su viaje hasta la Tierra. Para que os deis cuenta de las impresionantes dimensiones del Universo» —concluía, poniendo punto y final a su breve disertación.

      —¿De modo que vemos las cosas con ocho minutos de retraso? —preguntó en una ocasión Klaus.

      —Así es —aseguró Trinh.

      —¿Y eso quiere decir —intervino Érica— que moriremos también ocho minutos más tarde?

      Todos sonreímos con indulgencia ante aquellai n g e n u i d a d ,ya q u íf i n a l i z ó— a u n q u es o l omomentáneamente— la lección de astronomía. Por su parte, Renzo, no satisfecho con la explicación de Thanh, añadió, más gesticulando que hablando, con total convencimiento:

      —Parece que el Universo es infinito. Aunque, en verdad, el infinito no podemos pensarlo. De ser así, dejaría de serlo para convertirse en finito.

      —Claro, porque no cabe en nuestro cerebro que es limitado —quiso aclarar Klaus, seguramente pensando que así todos entenderíamos lo que se estaba debatiendo.

      —¡Guauuu! —exclamó Joanna, sorprendida y emocionada, como si acabara de descubrir un nuevo continente—, ¡tú sí que eres un verdadero filósofo! —aunque no sé muy bien a quién quiso referirse en concreto: si a Renzo, a Klaus, a Trinh, o a los tres.

      —No, Joanna, eso no es filosofía; eso es ver las cosas tal como ellas son. Tenemos que aprender a mirar con los ojos. Las cosas no son conceptos, son simplemente lo que son. Eso es todo lo que hemos de admirar. ¡Esa es la maravilla! —zanjó Trinh.

      Finalmente, como tratando de relajar la solemnidad que aquella circunstancia había adquirido, Klaus nos regaló una perla con la que Einstein evocó de modo humorístico la ignorancia de nuestra especie respecto del tamaño del universo: «Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, y no estoy nada seguro de la infinitud del universo». Volvimos a reír ante la ocurrencia, y aquí se disolvió nuestra conversación cosmológica.

      Trinh Thanh —como nos había comentado en varias ocasiones—, una vez finalizado su doctorado, que tenía ya muy avanzado, soñaba con dedicarse a la divulgación científica, y lo cierto es que ya entonces apuntaba maneras. No nos cabía la menor duda de que muy pronto despuntaría en el campo de la astrofísica. No en vano Thanh es un nombre vietnamita con diversas adjetivaciones (brillante, soleado, luminoso o sonido agradable, delicado, de gran valor) que, a mi entender, él reunía de modo admirable.

      Con independencia de cómo transcurriera el tiempo que duraba nuestra isla de silencio, acabábamos siempre fundidos en un abrazo. El calor de los brazos trenzados con fuerza sobre los hombros, las caricias tiernas y entrañables que nos prodigábamos con nuestras manos en aquellas circunstancias, y la proximidad del cuerpo a cuerpo, enardecía nuestros deseos de vivir, a la par que conseguía que nos sintiéramos valiosos e importantes. Aquella liturgia plena de humanidad concluía, con una ingenuidad bendita, en un estallido de risas contagiosas, tan auténticas como sinceras y abrazados en sintonía con aquel primer sol de la mañana. Allí estaba exactamente todo lo que debía estar: nosotros, el sol, el estanque, los patos aún dormitando, la biografía de cada uno, el trébol (símbolo nacional de la cultura irlandesa), la amistad, la cerveza…

       EN EL PARQUE DE LOS CIERVOS

      En casa ya me habían dado el ultimátum: «O apruebas y acabas, o cortaremos el grifo del dinero y habrás de espabilarte por tu cuenta y buscarte la vida» —me habían advertido—. ¡Cosas de los padres! —pensé yo—. Consideraba que no era para tanto. Cuando se es joven, no va de unos meses ni siquiera de un año, o de dos; hay tiempo para todo —o para casi todo—, porque todo está por delante, todo está aún por vivir. A eso se añadía —ahora lo sé— que por aquel entonces decidí cursar ingeniería como podría haberme decidido por las artes marciales (si bien mi constitución física, tirando a delgaducha, no me lo habría facilitado) o por el aprendizaje de la crianza del canario o del cultivo del garbanzo… o qué sé yo qué. Pero la verdad es que no estaba ahora en estas. Aprovechando cuatro días que me permitía el paréntesis de la Semana Santa, había decidido viajar a Barcelona para pasarlo con mis padres y, de paso, quedar con algunos de los viejos amigos. O, para ser más exacto, pasarlo con algunos de los viejos amigos y de paso visitar a mis padres.

      Érica, Renzo, Klaus y Joanna —como ya referí—, hartos de deambular de aquí para allá durante horas, se habían ido retirando a la residencia, próxima a nuestra UCD, en el parque de Belfield. Había sido una de tantas noches locas de alcohol, de risas desenfrenadas y de vagabundeo gregario sin objetivo. Trinh y yo andábamos o tambaleábamos —no sabría precisarlo— a aquellas horas de la madrugada, haciendo no pocos equilibrios, si bien la finísima y tenue lluvia que comenzaba a caer parecía diluir parte del alcohol injerido, lo que vino a alegrar nuestra noche y a hacerla, si cabe, aún más feliz. Y no es que fuéramos unos inconscientes debido a nuestra juventud o fruto de nuestro estado a aquellas horas de la noche, no. Caminar bajo la lluvia —lo habíamos experimentado en múltiples ocasiones desde que llegamos a Dublín— nos producía una indescriptible sensación de placer y libertad. Como si el mundo fuera nuestro, despojándonos de nuestras camisetas, comenzábamos a gritar y a cantar como primitivos en la selva liberados de toda norma y de cualquier restricción. ¡Una verdadera fiesta!

      Trinh Thanh, tres o cuatro años mayor que yo —si bien, me parecía tan maduro y sabio que lo veía como si me sacara una docena—, se había ido convirtiendo de modo natural en un auténtico hermano para mí. Y creo no equivocarme si afirmo que lo mismo le sucedía a él respecto de mí (Dan, que es como solía llamarme cuando se ponía íntimo). Desde el primer momento en que nos conocimos —de eso hacía casi tres años—, dos peculiaridades suyas me llamaron la atención: de una parte, su aspecto menudo y de otra, su apariencia serena y despierta. Había un secreto encanto


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