El retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde
inmoral. De hecho le considero extraordinariamente peligroso, y si algo le sucede a nuestra buena duquesa le tendremos por responsable directo. Pero me gustaría hablar con usted sobre la vida. La generación de la que formo parte es francamente aburrida. Algún día, cuando se canse de Londres, venga a Treadley, expóngame su filosofía del placer mientras degustamos un excelente borgoña que tengo la fortuna de poseer.
–Me encantará. Una visita a Treadley será un gran privilegio. Cuenta con un perfecto anfitrión y una biblioteca igualmente perfecta.
–Su presencia le añadirá un nuevo encanto –respondió el anciano caballero, con una cortés inclinación–. Y ahora tengo que despedirme de su excelente tía. Me esperan en el Atheneum. Es la hora en que dormimos allí.
–¿Todos, señor Erskine?
–Cuarenta, en cuarenta sillones. Hacemos prácticas para una Academia Inglesa de las Letras.
Lord Henry rió, poniéndose en pie.
–Me voy al parque –exclamó.
Al atravesar la puerta, Dorian Gray le tocó en el brazo.
–Permítame ir con usted –murmuró.
–Creía que le había prometido a Basil Hallward que iría usted a verlo –respondió lord Henry.
–Prefiero ir con usted; sí, siento que debo ir con usted. Permítamelo. Y prometa hablarme todo el tiempo. Nadie lo hace tan bien.
–¡Ah! Ya he hablado más que suficiente por hoy –dijo lord Henry, sonriendo–. Todo lo que quiero ahora es mirar la vida. Puede usted venir y mirarla conmigo, si lo tiene a bien.
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