El retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde
lo es.
–Si no lo es, ¿qué tengo yo que ver con eso?
–Deberías haberte marchado cuando te lo pedí –murmuró.
–Me quedé cuando me lo pediste –fue la respuesta de lord Henry.
–Harry, no me puedo pelear al mismo tiempo con mis dos mejores amigos, pero entre los dos me habéis hecho odiar la más perfecta de mis obras, y voy a destruirla. ¿Qué es, después de todo, excepto lienzo y color? No voy a permitir que un retrato se interponga entre nosotros.
Dorian Gray alzó la rubia cabeza del cojín y, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos por las lágrimas lo miró, mientras Hallward se dirigía hacia la mesa de madera situada bajo la alta ventana con cortinas. ¿Qué había ido a hacer allí? Los dedos se perdían entre el revoltijo de tubos de estaño y pinceles secos, buscando algo. Sí, el largo cuchillo apaletado, con su delgada hoja de acero flexible.. Una vez encontrado, se disponía a rasgar la tela. Ahogando un gemido, el muchacho saltó del diván y, corriendo hacia Hallward, le arrancó el cuchillo de la mano, arrojándolo al otro extremo del estudio.
–¡No, Basil, no lo hagas! –exclamó–. ¡Sería un asesinato! –Me alegro de que por fin aprecies mi obra, Dorian –dijo fríamente el pintor, una vez recuperado de la sorpresa–. Había perdido la esperanza.
–¿Apreciarla? Me fascina. Es parte de mí mismo. Lo noto.
–Bien; tan pronto como estés seco, serás barnizado y enmarcado y enviado a tu casa. Una vez allí, podrás hacer contigo lo que quieras –cruzando la estancia tocó la campanilla para pedir té–. ¿Tomarás té, como es lógico, Dorian? ¿Y tú también, Harry? ¿O estás en contra de placeres tan sencillos?
–Adoro los placeres sencillos –dijo lord Henry–. Son el último refugio de las almas complicadas. Pero no me gustan las escenas, excepto en el teatro. ¡Qué personas tan absurdas sois los dos! Me pregunto quién definió al hombre como animal racional. Fue la definición más prematura que se ha dado nunca. El hombre es muchas cosas, pero no racional. Y me alegro de ello después de todo: aunque me gustaría que no os pelearais por el cuadro. Será mucho mejor que me lo des a mí, Basil. Este pobre chico no lo quiere en realidad, y yo en cambio sí.
–¡Si se lo das a otra persona, no te lo perdonaré nunca! –exclamó Dorian Gray–; y no permito que nadie me llame pobre chico.
–Ya sabes que el cuadro es tuyo, Dorian. Te lo di antes de que existiera.
–Y también sabe usted, señor Gray, que se ha dejado llevar por los sentimientos y que en realidad no le parece mal que se le recuerde cuán joven es.
–Me hubiera parecido francamente mal esta mañana, lord Henry.
–¡Ah, esta mañana! Ha vivido usted mucho desde entonces.
Se oyó llamar a la puerta, entró el mayordomo con la bandeja del té y la colocó sobre una mesita japonesa. Se oyó un tintineo de tazas y platillos y el silbido de una tetera georgiana. Entró un paje llevando dos fuentes con forma de globo. Dorian Gray se acercó a la mesa y sirvió el té. Los otros dos se acercaron lánguidamente y examinaron lo que había bajo las tapaderas.
–Vayamos esta noche al teatro –propuso lord Henry–. Habrá algo que ver en algún sitio. He quedado para cenar en White's, pero sólo se trata de un viejo amigo, de manera que le puedo mandar un telegrama diciendo que estoy enfermo o que no puedo ir en razón de un compromiso ulterior. Creo que sería una excusa bastante simpática, ya que contaría con la sorpresa de la sinceridad.
–¡Es tan aburrido ponerse de etiqueta! –murmuró Hallward–. Y, cuando ya lo has hecho, ¡se tiene un aspecto tan horroroso!
–Sí –respondió lord Henry distraídamente–, la ropa del siglo XIX es detestable. Tan sombría, tan deprimente. El pecado es el único elemento de color que queda en la vida moderna.
–No deberías decir cosas como ésa delante de Dorian, Harry.
–¿Delante de qué Dorian? ¿El que nos está sirviendo el té o el del cuadro?
–De ninguno de los dos.
–Me gustaría ir al teatro con usted, lord Henry –dijo el muchacho.
–Venga, entonces; y tú también, Basil.
–La verdad es que no puedo. Será mejor que no. Tengo muchísimo trabajo.
–Bien; en ese caso, iremos usted y yo, señor Gray.
–Encantado.
El pintor se mordió el labio y, con la taza en la mano, se acercó al cuadro.
–Me quedaré con el verdadero Dorian –dijo tristemente.
–¿Es ése el verdadero Dorian? –exclamó el original del retrato, acercándose a Hallward–. ¿Soy realmente así? –Sí; exactamente así.
–¡Maravilloso, Basil!
–Tienes al menos el mismo aspecto. Pero él no cambiará –suspiró Hallward–. Eso es algo.
–¡Qué obsesión tienen las personas con la fidelidad! –exclamó lord Henry–. Incluso el amor es simplemente una cuestión de fisiología. No tiene nada que ver con la voluntad. Los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos quieren ser infieles y no pueden: eso es todo lo que cabe decir.
–No vayas esta noche al teatro, Dorian –dijo Hallward–. Quédate a cenar conmigo.
–No puedo, Basil.
–¿Por qué no?
–Porque he prometido a lord Henry Wotton ir con él.
–No mejorará su opinión de ti porque cumplas tus promesas. Él siempre falta a las suyas. Te ruego que no vayas.
Dorian Gray rió y negó con la cabeza.
–Te lo suplico.
El muchacho vaciló y miró hacia lord Henry, que los contemplaba desde la mesita del té con una sonrisa divertida.
–Tengo que ir, Basil –respondió el joven.
–Muy bien –dijo Hallward; y, alejándose, depositó su taza en la bandeja–. Es bastante tarde y, dado que tienes que vestirte, será mejor que no pierdas más tiempo. Hasta la vista, Harry. Hasta la vista, Dorian. Ven pronto a verme. Mañana.
–Desde luego.
–¿No lo olvidarás?
–¡No, claro que no! –exclamó Dorian.
–Y…, ¡Harry!
–¿Sí, Basil?
–Recuerda lo que te pedí cuando estábamos esta mañana en el jardín.
–Lo he olvidado.
–Confío en ti.
–Quisiera poder confiar yo mismo –dijo lord Henry, riendo–. Vamos, señor Gray, mi coche está ahí fuera, le puedo dejar en su casa. Hasta la vista, Basil. Ha sido una tarde interesantísima.
Cuando la puerta se cerró tras ellos el pintor se dejó caer en un sofá y apareció en su rostro una expresión de sufrimiento.
Capítulo 3
A las doce Y media del día siguiente lord Henry Wotton fue paseando desde Curzon Street hasta el Albany para visitar a su tío, lord Fermor, un viejo solterón, cordial pero un tanto brusco, a quien en general se tachaba de egoísta porque el mundo no obtenía de él beneficio alguno, pero al que la buena sociedad consideraba generoso porque daba de comer a la gente que le divertía. Su padre había sido embajador en Madrid cuando Isabel II era joven y nadie había pensado aún en el general Prim, pero abandonó la carrera diplomática caprichosamente por el despecho que sintió al ver que no le ofrecían la embajada de París, puesto al que creía tener pleno