La fuerza de la esperanza. Lázaro Albar Marín
En mis paseos con personas que se sentían angustiadas, turbadas, confusas o culpables..., donde he escuchado tantas historias de dolor, he reproducido la acción de Jesús, el Señor, cuando tendió la mano al apóstol Pedro para que no se hundiera en las aguas del mar de Galilea. Así me he sentido, dando la mano, levantando, animando, infundiendo esperanza, porque a quien se deja mirar por Jesús y le mira a él fijamente, su vida se le llena de esperanza. Y esta ha sido mi misión, llevar a las personas al encuentro con Cristo, el Señor, fuente de vida y esperanza. ¿Por qué he podido hacerlo? Porque primero lo he experimentado como vivencia personal, sintiendo cómo la mano del Señor me agarraba y me levantaba. Experiencia que también nos describe santa Teresa de Jesús en el Libro de la Vida: «Porque para caer, había muchos amigos que me ayudasen; para levantarme hallábame tan sola, que ahora me espanto cómo no me estaba siempre caída, y alabo la misericordia de Dios, que era solo el que me daba la mano. Sea bendito por siempre jamás, amén» (V 7,22). Quien se siente levantado por Dios puede levantar a los demás, dejando que Jesús en uno mismo tienda su mano a los que la necesitan.
Los retiros espirituales han propiciado que las personas me hayan abierto su corazón, el recinto sagrado de su intimidad, y gracias a ello he podido tenderles la mano para levantarlas y mostrarles el camino. La limpieza de corazón abre puertas a la vida espiritual. Cuando uno se encierra en sí mismo se hunde, pero cuando abre su corazón al hermano dedicado a la vida del Espíritu las puertas se abren. La revisión de vida, el examen de conciencia, el proyecto de vida, el acompañamiento espiritual, la oración, los sacramentos, la palabra de Dios, son medios para levantar la esperanza, para caminar hacia delante, para avanzar, crecer y madurar.
He visto matrimonios rotos, mujeres que se han sentido defraudadas por sus maridos o viceversa; padres de familia que perdieron su trabajo, cuya principal preocupación ha sido y es buscar el pan de cada día; el cáncer que ha aparecido como un fantasma en la vida de tanta gente conocida; jóvenes luchando consigo mismos para vencer el egoísmo, y menos jóvenes queriendo salir de la dependencia del alcohol o la droga viendo cómo se les iba la vida... tantas realidades humanas que llevan a la muerte, a la asfixia, e incluso, a la desesperación. A esta triste realidad se suma toda una información negativa de corrupción, guerras, hambre, cataclismos, injusticias, muerte... Brota así un miedo paralizante cuya única alternativa es la esperanza. Sabias son las palabras de Benedicto XVI: «El hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza»[3]. Y añade: «El hombre necesita de Dios, de lo contrario queda sin esperanza»[4].
Ante todo esto, ¿tiene el cristiano alguna palabra que decir? Sí, esa palabra es Jesús. Jesús es nuestra esperanza, quien mira a Jesús y se deja mirar por él levanta la esperanza y se pone manos a la obra. La esperanza es un don del Espíritu Santo y se identifica con la persona de Jesús. A aquel que se encuentra con Jesús su vida se le llena de esperanza, atravesará cañadas oscuras pero no perderá la luz. Él bien lo dijo, y no para unos pocos sino para todo el mundo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Aquel que va a Jesús, a aquel que descarga sus agobios en Jesús se le alivia el corazón, se siente consolado, amado y respira esperanza, porque el Señor viene a hacerlo todo nuevo: «He aquí que yo lo hago todo nuevo» (Ap 21,5). Es verdad, la oscuridad la convierte en luz, la tristeza en alegría, el llanto en risa, la guerra en paz. Él todo lo hace nuevo, todo lo recrea, todo lo revive. Por eso no dejes de dejarte mirar por Jesús, porque su mirada es amor y cuando experimentas su inmenso amor tu vida se llena de una hermosa esperanza.
Nuestra tierra, nuestro mundo, necesita levantar la esperanza, mirar la realidad con ojos de esperanza. Únete a Jesús, entra en comunión con él, vive la intimidad con él, y tu mirada será la mirada de Cristo. Y la mirada de Cristo es una mirada de esperanza que transmite a su Iglesia para que la lleve al mundo. Podrás estar pasando por un momento difícil en tu vida o acompañando a alguna persona cuya vida es bastante dura o penosa, pero no puedes olvidar que nuestro Dios es el «Dios de los imposibles», que para Dios nada es imposible, como le dijo el ángel a María (cf Lc 1,37). Basta que tengas confianza, que sepas esperar en el Señor, porque él quiere lo mejor para ti.
He querido escribir este libro sobre la esperanza porque la veo necesaria ante la situación de crisis acuciante que estamos viviendo y ante la realidad dolorosa que tantas personas están padeciendo. Donde no hay esperanza hay muerte e infierno, y donde hay esperanza nace la vida y se alcanza el cielo. La esperanza levanta el ánimo y nos hace más felices. Por eso, como cristiano, siento una profunda llamada a levantar la esperanza.
Buscando entre mis apuntes y preparando un retiro sobre la esperanza, me di cuenta de que en los últimos años había preparado muchos retiros sobre la esperanza, retiros que dándoles forma de libro podían hacer mucho bien y llegar a mucha gente que no se hicieron presentes, pero que gracias a Dios podían leer, meditar y profundizar sobre una de las virtudes que sostiene como columna vertebral la vida espiritual del cristiano. Sí, el cristiano es un hombre o mujer de esperanza y cuando esta falta se pierde la alegría del Evangelio y el deseo de evangelizar, llegamos a perder nuestra identidad cristiana y dejamos de ser luz del mundo y sal de la tierra (cf Mt 5,13-14).
Una Iglesia fecunda es una Iglesia que levanta la esperanza de los pobres de la tierra, pero por mucho que hagamos siempre parecerá que falta mucho por hacer. Por eso debemos amar la fecundidad de la Iglesia, que aunque nos sintamos muy pobres el Señor nos tiene guardada nuestra recompensa, aunque pensemos que no nos la merecemos. Todo es gracia, y a nosotros nos ha tocado servir y amar, y ahí está nuestro gozo y alegría. Estas son las palabras que en unos ejercicios espirituales dirigió el papa Francisco, siendo cardenal, a los obispos españoles: «Amar el misterio de fecundidad de la Iglesia como se ama el misterio de María Virgen y Madre y, a la luz de ese amor, amar el misterio de nuestra servidumbre inútil con la esperanza que nos da la palabra que el Señor pronunciará sobre nosotros: «siervo bueno y fiel»[5].
Como el tiempo de Adviento es un tiempo para cultivar la esperanza, muchas veces haré referencia a este tiempo litúrgico de nuestra Iglesia donde suena la música de Dios como un canto a la esperanza. Al diseñar los apartados de este libro he querido dibujar un paisaje que se inicia con la humildad y culmina con el abandono en Dios, conectado siempre con la experiencia de la vida meditada y contemplada para infundir vida en la vida. Ayudarán para un trabajo personal los textos de meditación y las preguntas que se hacen al final de cada tema.
Como he dicho, parto de la humildad, ya que sin humildad no hay vida espiritual, ni crecimiento personal, ni madurez humana y mucho menos cristiana, y, por supuesto, ni esperanza. La humildad es la puerta que, abierta, nos lleva a contemplar un paisaje de esperanza, porque la humildad es el camino de Dios.
Junto a la humildad, la pobreza, como la tierra que se necesita para cultivar la esperanza. Somos muy pobres, Dios nos quiere muy pobres, y cuando nos sentimos pobres y necesitados de Dios entonces nos brota la esperanza, ya que con Él podemos contar siempre.
El Adviento y toda su espiritualidad confluye en la esperanza, es por lo que me detengo en descubrir sus rasgos más característicos.
Vamos escalando la montaña, la montaña de Dios, y esto se consigue desde la confianza del corazón: «Confía en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 26,14). Esta confianza, del que todo lo espera del Señor, fortalece nuestra esperanza.
Mirando la angustia y soledad de nuestro mundo, vemos cómo está muy necesitado de esperanza, y en el fondo este mundo espera una respuesta, como nos dice el apóstol Pablo: «La creación, expectante, está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). Y la forma de manifestarse los hijos de Dios a este mundo es a través del amor, la fe y la esperanza. La Iglesia está llamada a infundir esperanza, a llevar la luz de la esperanza a todos los pueblos.
Pero esta espera no nos adormece, nos lanza a trabajar por el reino de Dios, a colaborar con la gracia que recibimos a través de la acción del Espíritu Santo en nosotros. La esperanza es una espera activa, nunca pasiva.
Hemos sido llamados al seguimiento de Jesús y el encuentro con él nos llena de esperanza. Todo se renueva a la luz de sus pasos, el corazón se ensancha y la vida queda ungida por el Espíritu Santo.
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