La fuerza de la esperanza. Lázaro Albar Marín
ante los demás. El documento del Sínodo de los Obispos en su XIII Asamblea General Ordinaria sobre la Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana dice: «En un tiempo durante el cual tantas personas viven la propia vida como una verdadera experiencia del “desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo de los hombres”, el papa Benedicto XVI nos recuerda que “la Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud”»[8]. ¡Qué misión más enorme y al mismo tiempo tan maravillosa tiene la Iglesia de mostrar el rostro amoroso de Cristo, el rostro que nos muestra la fuente de la Vida! Allí donde esté un bautizado está un ungido por el Señor para sacar a los hombres y mujeres del desierto para llevarlos al Paraíso con Dios.
La humildad está hecha de amor. La humildad es amarte a ti mismo, con todas tus limitaciones e incoherencias y amar cuanto existe desde la Verdad, y saber que Dios te ama en tu debilidad. Amor, humildad y verdad se entrelazan porque no hay virtud auténtica sin amor, y el amor reclama siempre humildad, ya que requiere a su vez el realismo de la verdad. El amor, la humildad y la verdad te hacen danzar al ritmo de Dios. Sintiéndote libre puedes proclamar a los cuatro vientos dónde está la verdadera libertad. Es libre quien vive en Dios y para Dios. El Señor te hace libre para amar y servir. Entonces puedes entregar la vida como ofrenda de amor para que otros encuentren la vida.
El Hermano Rafael, monje trapense, nos dice: «Un pestañear de ojos hecho por amor vale más que un imperio conquistado». El amor siempre es primero en cuanto fundador de todo, y es desde su seno desde donde puede brotar cualquier valor, también la humildad. Sin la humildad, no hay amor fecundo entre las personas; y sin amor, no se puede dar ni puede vivir la humildad. El humilde, al saberse amado, descubre el don que se le hace así, el regalo que viene de Dios y de los demás.
La fuente de la humildad se esconde en el amor sincero hacia los otros. En su centro late un recibir agradecido y un donarse desprendido. Sin amor no podemos llegar a adquirir la humildad. El corazón de la humildad auténtica es aquel en cuyo interior late el amor. Y este amor, en su más hondo alcance, consiste en querer el bien del otro, en anhelar la comunión de las personas. Querer el bien del otro supone traspasar las fronteras de sí mismo. Esta experiencia trascendental del amor no puede darse sin la apreciada humildad.
Ejemplo supremo de la humildad, movida por el amor, lo tenemos en el himno cristológico de Pablo a los filipenses:
«Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios,
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos
y actuando como un hombre cualquiera;
por eso se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte
y una muerte de cruz.
De modo que Dios lo levantó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble en los cielos,
en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Jesucristo es Señor
para gloria de Dios Padre» (Flp 2,6-11).
El amor humano no es sino la respuesta a un amor infinito que nos desborda, y que nos quiere de manera inigualable e incomprensible para nosotros. La vocación es nuestro amor a los demás, pero fundamentalmente, la vocación es el amor de Dios hacia nuestra persona concreta. Edith Stein, monja santa de origen judío, que se convirtió del judaísmo y murió en el Campo de Concentración de Auschwitz, nos dice en uno de sus escritos: «El criterio último del valor de un hombre no es qué aporta a una comunidad (familia, pueblo, humanidad), sino si responde o no a la llamada de Dios». Hacer la voluntad de Dios exige por parte nuestra humildad, y esto es tener vocación, sentirse llamado.
3. Dios es el «infinitamente humilde»
Solo Dios puede amar de forma total y plenamente gratuita. Dios se «abaja», viene desde su altura infinita a lo que se encuentra ilimitadamente lejano, de debajo de sí. Dios es el «infinitamente humilde». Por amor a cada uno de los seres humanos, se hace pequeño hasta convertirse en uno de ellos sin dejar de ser quien es.
Así pues, el que ama primero, despierta poco a poco en nuestro interior el aprecio por Él. Miguel de Cervantes ya lo dijo: «La ingratitud es hija de la soberbia». Palabras preciosas son las que nos dice san Agustín: «Dios, al enseñarnos la humildad, nos dijo: “Yo he venido para hacer la voluntad del que me ha enviado. He venido, humilde, a enseñar la humildad como maestro de humildad… El que viene a mí, será humilde”». En definitiva, se trata de enamorarse de la humildad para llegar a ser mejores discípulos de Jesús.
Ante el misterio de Dios solo cabe la humildad. El misterio supera a la persona y demanda «contemplación». Por eso acojamos las palabras del apóstol Pedro: «Humillaos, pues, bajo la mano de Dios para que, llegada la ocasión os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros» (1Pe 5,6-7). Esto no lo llegamos a comprender, pero pertenece a lo más profundo del misterio de la vida cristiana. La confianza del corazón en Dios abre puertas a la esperanza y, ¿qué sería de nuestra vida sin esperanza?
4. La humildad es una senda de aventura
Para un cristiano la humildad es el desnudo camino que conduce a la felicidad. Nos ayuda a estimar con realismo todo lo que somos o tenemos. Valorar nuestra realidad en su justa proporción nos proporciona gozo. Es la vía de la sencillez, que nos despoja de lo superfluo, para ayudarnos a andar con mayor ligereza hacia lo que en realidad nos enriquece y nos colma de felicidad. A veces caminamos con un caparazón que nos hemos forjado con el paso de los años, es un caparazón de cosas superfluas que a veces tienen más peso que lo esencial. El P. Yves Marie-Joseph Congar, fraile dominico y teólogo católico, uno de los artífices intelectuales del concilio Vaticano II, decía que el concilio de Trento y la reforma que de él surgió dotó a los católicos de un caparazón que los protegió, pero el proceso de secularización nos está arrancando a los católicos este caparazón defensivo. Y por haber desarrollado un caparazón, no hemos desarrollado el esqueleto de la vida cristiana que es la vida interior, es decir, la experiencia de Dios.
Quien es soberbio, en cambio, se encuentra perpetuamente insatisfecho, se condena a sí mismo a la infelicidad, y piensa que la vida siempre le trata insuficientemente bien. La insatisfacción brota del que está convencido de que no se le ha dado nada y sin embargo ha recibido mucho pero no está agradecido y desea más. Por mucho que reciba siempre estará insatisfecho. La esperanza la tiene puesta en sus propias fuerzas. Como no es humilde siempre estará insatisfecho e incluso amargado.
La alegría y la humildad se reclaman mutuamente, pues solo la humildad logra hacer profunda nuestra alegría. Alegría que brota de una vida en comunión con Dios, sin Dios la alegría es como las arenas movedizas y somos enterrados en nuestra propia soberbia.
El sabio persa Afraates acertó al mostrar que la humildad no es un valor negativo, hecho de ausencia y vacío, sino que mostró lo elevado de la humildad: «El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra; y los ojos de su mente, la altura excelsa»[9]. Siempre, lo que nos supera debe orientar nuestro mirar y querer ser mejores. La humildad es recta mirada del corazón humano sobre sí mismo y los demás.
Inspirarse en un crucificado, en un vencedor que sale victorioso después de la derrota, es necedad para quien no cree y es poder de Dios para quien cree (cf 1Cor 1,18ss), pero es poder del misterio, de la abnegación total y sin reservas. El camino que nos muestra Jesús es el camino que se manifiesta y crece en la humillación, en la contrariedad permanente de tener que vivir el «escándalo