Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке. Бенито Линч
imponente y sordo, un rumor semejante al que produce una disparada de yeguas en el campo.
Las crestas blanquecinas, plomizas, han aprisionado al sol, y allá, en la base de la tormenta, de un azul obscuro amenazante, relámpagos lívidos, perpendiculares se precipitan en sucesión vertiginosa.
– ¿Entonces, vas a ir a verme?
– Sí, hermano, mañana mismo. Tengo muchas ganas de conversar con vos.
– Yo también; pero, decime, decime ¿es cierto que te vas a establecer aquí?
– ¡Sí; vas a ver como voy a poner la estancia! Vamos a sembrar alfalfa, vamos…
En ese momento estalla un trueno formidable que hace amusgar las orejas a los caballos y que interrumpe a don Panchito en medio de su charla.
– Bueno, bueno, me alegro. Ándate, que se viene el agua. No te vayas a perder… Mira; mejor es que cortés aquí derecho – y Eduardito señala hacia el pampero – . Aquí derecho, ande se ven esas vacas, vas a encontrar el abra del fachinal.
– Sí, sí; hasta mañana, entonces.
– ¡Hasta mañana, Panchito! ¡Tené cuidao con el barro blanco!
– ¡Oh, sí!
Y ambos jóvenes, tomando rumbos opuestos, se alejan a gran galope, mientras la tormenta hace rodar sobre sus cabezas un trueno continuo, interminable, y mientras el espacio se va obscureciendo, preñado de amenazas.
Don Panchito corta campo, galopando por terrenos bajos, fangosos, y mira fijamente la extensa barrera del fachinal amarillento, que cierra ahora el horizonte y cuya abra no alcanza a distinguir de ningún modo.
Hay agua sobre el pasto corto y marchito, y en algunas partes el caballo hace salpicar una verdadera lluvia sobre el jinete, que se alza en los estribos, tratando de orientarse.
El duraznillo, mezclado con los juncos y con la paja, forma como un bosque impenetrable, y es tan alto que, aunque don Panchito se alza sobre el caballo, no alcanza a mirar al otro lado.
Después de vacilar un momento, el joven se pone a costear el fachinal.
– ¡En alguna parte debe estar la salida!
Y don Panchito hace galopar nuevamente su caballo en aquel terreno, fangoso en unos sitios, en otros seco.
– Debe ser por aquí. Es una abra, el barro está seco, hay pisadas de vacas…
El caballo se niega, pero don Panchito lo decide a avanzar con un par de sonoros lonjazos, cuyo ruido le devuelve el eco a la distancia.
De pronto el gateado se hunde de manos hasta las rodillas; quiere saltar, pero, como las patas no encuentran apoyo, tras un instante de lucha se queda inmóvil, jadeante, hundido hasta los encuentros en el lodo blanquizco. Don Panchito no pierde el tino; con los ojos brillantes y ligeramente pálido, recoge las piernas, se pone de pie sobre el recado, y dando un salto va a caer fuera del radio peligroso, con el cabestro en la mano.
El gateado resopla ruidosamente y se queja de cuando en cuando con un gemido de angustia. La superficie de aquel pantano aparece a la vista tan seca, tan lisa, tan consistente, como la de un viejo camino suburbano. Sin embargo, el caballo está hundido allí, como en un agujero, hasta el borde inferior de la carona, y tiene la cola extendida al nivel del anca, como si aquella superficie fuera consistente.
– ¡Ingo!
El gateado hace un esfuerzo inútil y vuelve a gemir con desaliento. Don Panchito dirige una mirada en torno suyo, una mirada de rabia y de impotencia, y luego, tomando con ambas manos el cabestro, tira con todas sus fuerzas.
– ¡Ingo! ¡Vamos! ¡Ingo!
El caballo alarga el pescuezo, sacude la cabeza furiosamente, y por último, tras algunos esfuerzos desesperados, logra zafarse, gracias al apoyo del cabestro, y emerge del pantano casi arrastrándose, blanco de barro y todo tembloroso.
– ¡Mancarrón trompeta!
Don Panchito se alegra de haber estado solo en aquel trance ridículo, y volviendo a montar se interna en el duraznillo compacto, que oculta al hombre y a la bestia por completo.
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