Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке. Бенито Линч

Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке - Бенито Линч


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grandote, en su tostado cubierto de sudor y salpicado de lama hasta las crines.

      – ¡Hola! – exclama.

      Y en seguida, reparando en el visible trastorno de su hijo:

      – ¿Qué hay? ¿qué pasa?

      Don Panchito, fingiendo indiferencia, se propone explicar el caso:

      – Nada; que este atorrante – y señala a Mosca que con aspecto azorado se ha puesto de pie – que este atorrante me ha faltado al…

      – ¡Ahijuna! – y la interjección del patrón se mezcla con el bufido del caballo fogoso al contraerse en el salto, y con el chasquido de un lonjazo sobre las greñas de Mosca, que tambalea y que cae – . ¡Toma, pa que aprendas!

      Don Pancho contiene al tostado que, enardecido por la atropellada, se abalanza y resbala sobre el fango. Mosca se levanta aturdido, mostrando en el labio inferior una gran desgarradura sangrienta.

      Padre e hijo lo contemplan en silencio por espacio de algunos segundos; pero, cuando él torna a sonreir con su eterna sonrisa, don Pancho dice, también risueño:

      – ¡Es un animal! ¡es un loco! No le hagas caso.

      Y ambos toman el camino de la estancia, seguidos por el muchacho que lleva el mate en la mano.

      IV

      Acaba de anochecer y en la vieja cocina, con piso de tierra endurecida, los peones de la estancia vanse agrupando en torno del fogón ahumado, en torno de aquel fogón que se abre en la pared y en el cual una olla enorme y ventruda, una olla de tres patas, canta sobre la lumbre su eterna canción nostálgica.

      Como siempre, el espectáculo del atardecer ha derramado en el espíritu de aquellos hombres, fatigados por la ruda labor de muchas horas, una sombra tenue de tristeza, una sombra de infinita melancolía, que los mantiene serios y meditativos, rumiando allá, en las profundidades del cerebro inculto, quién sabe qué extravagantes absurdos filosóficos.

      Muy pocos son los que hablan, y los que lo hacen tienen palabras lentas, palabras que vuelan a flor de tierra, como pájaros nocturnos que tuvieran las alas húmedas.

      Los que están en cabeza miran el fuego con obsesión bovina, y los que tienen sombrero puesto, que son los más, se cubren los ojos con él y contemplan el suelo, pensativos.

      La vieja Laura, que ha estado removiendo cacerolas allá, en un rincón obscuro, se acerca al grupo compacto y dice con voz malhumorada:

      – A ver, cabayeros, háganse a un lao, que tengo que poner la carne.

      Algunos refunfuñan algo, pero todos apartan sus bancos de madera; y la vieja, después de retirar la olla con un gemido de esfuerzo, echa sobre las brasas un gran montón de ramas de duraznillo seco, de ramas que arden al momento, con hermosísima llama.

      – Ta linda la leña – murmura uno.

      – ¡Ah, ah! Enciende lo mesmo que si juera yesca – aprueba Cosme, el capataz de la estancia, echándose el sombrero a la nuca al recibir de manos del mensual de campo el mate que le alcanza.

      Cosme es un gaucho alto y huesudo, un gaucho de aspecto taimado, a quien un homicidio alevoso llevó a la cárcel seis años atrás, y a quien don Pancho consiguió el indulto para traerlo consigo y convertirlo en su hombre de confianza.

      Cosme mató de una puñalada a un pobre vasco en la pulpería de San Luis, y ese hecho, que no fué una hazaña, le ha valido, sin embargo, el prestigio de hombre bravo, de que goza en el partido.

      – Traiga, doña Laura, yo se lo ensarto.

      – Güeno, hágame el favor. Estoy tan vieja que no voy pudiendo ya con mis güesos.

      Y Laura, con un pañuelo amarillento amarrado a la cabeza y su eterna lágrima en el ojo ausente, presenta a Cosme el asador engrasado y lustroso, y la media res de capón, gorda y carnuda, que la vence con el peso.

      – ¡Pucha! que ha charquiao lindo el cuarto, doña Laura. Parece que lo hubieran agarrao los chimangos.

      – ¿Y qué quiere, don Cosme? El cuchillo no corta ni agua…

      – ¿Por qué no lo afila, pué?

      – ¿Sí? Ustedes me han tirao la piedra, quién sabe ande. Hace una punta de días que no l' hayo.

      – ¿Por qué no le pide otra al patrón?

      – ¡Ah, ah, eso es! – exclama la vieja con sorna, y todos se ríen pensando en el escándalo que armaría don Pancho al saber que la piedra se había perdido. Porque el patrón de La Florida tiene entre los gauchos fama de avaro, de agarrado, y porque, por más que Cosme ande siempre haciendo protestas de su afecto para con él, y enumerando los sacrificios de que sería capaz para mostrarle su reconocimiento, no pierde oportunidad de hacer chascarrillos a costa de lo que él considera una de las tantas debilidades de su protector.

      El capataz dispone cuidadosamente la carne y clava el asador ante la llama, que alza crepitantes sus largas lenguas amarillas.

      – Hoy nos vamos a ensebar el pico, señores – dice al sentarse de nuevo, y limpiándose los dedos engrasados en la capellada de sus botas fuertes – . Hoy ha carniao gordo Domingo.

      El aludido, un muchacho flaco y paliducho, a quien la barba renegrida y ensortijada hace parecer más macilento todavía, explica lentamente:

      – ¡E verdá! El patrón me encargó que carniara gordo. Agarré un capón como un toro. Debe ser pa brindarlo al hijo…

      – ¡Ah, ah! Sería mejor que carniáramos ansina siempre – murmura Cosme pensativo – . El patrón pa hacer l' economía nos hace comer usamentas, y mientras tanto, toditos los vecinos carnean gordo de lo nuestro. Ayer no más, a boca e noche, hayé en la rinconada e los Alamos la panza de uno que habían carniao recientito. Ni se lo dije al patrón ¿pa qué? ¡Hombre caprichoso! Si él permitiera que carniáramos ajeno, sería otra cosa. Hoy por mí, y mañana por vos, como dice el refrán. Pero ¡qué diantre! él no quiere…

      En ese momento entra en la cocina Bibiano, que trae unos bozales, y el capataz se vuelve hacia él para preguntarle:

      – Che, chiquilín; ¿dentraste el recao del patrón?

      – Sí, seor, sí – se apresura a contestar Bibiano, diligente.

      – ¿Y el otro, el del patrón chico?

      – También lo guardó don Panchito mesmo.

      – Güeno, no te olvides de los almohadones del breque.

      – No, seor, no.

      Transcurren algunos segundos de silencio, durante los cuales no se oye otro rumor que el que produce la llama al retorcerse tratando de alcanzar al asador, sobre cuyos bordes la grasa comienza a achicharrarse y a destilar ardientes gotitas cristalinas.

      – ¿Dónde está Mosca? – pregunta de repente el capataz.

      – ¿Mosca… Mosca? ¿No está ahí ajuera?

      – No sé… Dicen que hoy el patrón lo retó fiero. ¿No, doña Laura?…

      La vieja se acerca al grupo presurosa; y limpiándose las manos en el delantal dice con voz misteriosa y muchos aspavientos:

      – El patrón le pegó un lazazo… ¡pobrecita alma e Dios! Y entoavía, en vez de enojarse, se ráiba el disgraciao.

      – ¡Ah, ah!

      Y todos los circunstantes alargan el pescuezo, con la curiosidad más ansiosa.

      – Sí – prosigue la vieja, dándose un golpe en las polleras y cayendo en cuclillas tan instantáneamente como si hubiese golpeado un resorte – . Sí; el chico, mijo, lo vido y me lo contó todo. Parece quel loco le faltó en algo a don Panchito, y entonces el patrón lo castigó con el rebenque, y lo pisotió con el caballo.

      Todos se quedan por un momento pensativos, hasta que al cabo Bibiano dice con su vocecita aflautada de muchacho:

      – Lo


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