Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке. Бенито Линч

Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке - Бенито Линч


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tiempos, en esa existencia que acaba de reanudar y que ya no le parece tan atrayente como la soñó otrora, como la deseó allá, en el mundo viejo, aburrido y triste, en su aislamiento de misántropo.

      Su padre, sin duda, cometió un error al mandarlo a Europa bajo la férula de aquel personaje amigo suyo, que tantos disgustos le había dado y que tan a lo serio asumió su papel de mentor, su papel de representante, con poderes plenos, de la lejana autoridad paterna.

      “Yo no he tenido libertad alguna – piensa don Panchito – , yo no he podido divertirme como lo hacen todos los muchachos en Europa, por culpa de mi padre. El debió darme mayor independencia…”

      Pero, muy luego, cambia de opinión y se pregunta:

      “Sí; pero ¿qué hubiera hecho de mejor yo, con libertad? ¡Nada! Todos mis compañeros, excepto Ernst, Arturo y algún otro, han sido unos imbéciles, unos miserables intrigantes, a quienes todavía he de arreglar las cuentas en el mundo…

      Lo que hay es que, para divertirse y estar contento en esta vida, es necesario ser o un superficial o un bruto; y como yo nunca seré ni una ni otra cosa, estoy de antemano condenado a una existencia triste y aburrida…

      Las mujeres ¡oh, las mujeres! Las mujeres son como un vaso de cerveza: uno se bebe el contenido, y el vaso queda vacío. Un vaso vacío ¿para qué sirve? Para nada, sin duda; para nada que no sea llenarlo de nuevo y volver a beber.

      Yo he conocido pocas mujeres, es cierto; pero para muestra me basta un botón. Todas son iguales, y el amor es una gran pamplina o yo soy un fenómeno. He tratado de enamorarme por imitar a los otros, por snobismo, pero aquello me ha resultado una pantomima ridícula y absurda.

      Las mujeres no hablan más que pavadas, y, como dice muy bien el viejo, es mejor tener que tratar con pillos que con zonzos. ¡El viejo, mi padre! ¡Caramba que era malo mi padre antes! Era malo… pero era guapo. Yo no he encontrado otro hombre tan valiente como el viejo. ¿Seguirá siendo injusto? ¡Porque era guapo, pero era injusto! ¡Ah, las que me ha hecho! Yo no puedo olvidar las injusticias… pero es mi padre, y los padres…”

      Y acuden a la mente de don Panchito mil recuerdos de la niñez, recuerdos que le traen la imagen de su padre siempre adusto, siempre enojado, siempre amenazante como un Dios vengador… ¡Oh! ¡cuánto miedo le inspiraba cuando chico, y cuántas injusticias había tenido que soportarle!

      Don Panchito conserva memoria de todas, y las tiene, puede decirse, catalogadas en la mente.

      Aquella vez, aquel día que su padre lo sacó, delante de todos, a puntapiés de la cocina, de aquella malhadada cocina adonde no quería que entrara estando reunidos los peones, para que no aprendiese pillerías. El tenía siete años… era un inocente… y había entrado en la cocina para pedir a un gaucho que le compusiera sus boleadoras para bolear gallinas, aquellas mismas boleadoras que su padre le había mandado hacer para que se divirtiese correteando.

      ¡Aprender pillerías! ¡Curiosa la precaución de su padre! Si cuando aquello aconteció él tenía ya tantas inmundicias amontonadas en el cerebro que éste apenas alcanzaba a analizarlas y a comprenderlas. Y ¿por qué?… por nada, señor; porque su padre, llevado de la violencia sin freno de su carácter, cada vez que se enfurecía contra alguien, ya fuera una persona, un animal o una cosa, vomitaba sin reparo, y en presencia del chico las palabrotas más groseras y los insultos más soeces que se le venían a la mente, y porque Sandalio López, aquel gaucho reblandecido, aquel caso clavado de exhibicionismo patológico, y porque la cocinera Laura, aquella yegua galopada por toda la provincia, se habían encargado de revelarle, con una complacencia enfermiza y perversa, cuantas realidades torpes deben ser y son misterio para los chicos de tal condición y tal edad.

      ¡Oh, si el viejo hubiera podido escuchar aquellas conferencias!

      – ¡No macanee!

      Su padre teníale prohibido el uso de semejante vocablo, pero él aprovechaba sus ausencias para emplearlo a troche y moche.

      – No macanee, hombre; papá dice que a mi me trajeron de Buenos Aires en una canasta.

      – Sí, te trajeron como el ternerito de la rosilla.

      – ¡Mentira!

      – ¿Mentira?

      Y cualquiera de aquellos dos miserables se esforzaba en hacerle comprender el misterio con un tesón repugnante.

      Don Panchito, en la adolescencia apenas, alcanzó a resolver del todo algunos de esos problemas; y así como fué solucionándolos fué también comprendiendo toda la miseria y toda la bajeza de aquellos dos desgraciados.

      Sí, su padre había sido muy injusto… ¿No decía en su presencia los mayores desatinos cuando se enojaba? Y sin embargo, una vez, estando a la mesa, le dio una bofetada por haber insultado a Rosa con un calificativo que acababa de enseñarle él mismo, aquella tarde.

      ¡Oh, sí! ¡El tiene las injusticias clavadas en el alma! Su padre… ¿seguirá lo mismo? ¡Quién sabe, está ya viejo! ¡Cómo lo encuentra destruido! ¡Pobre papá! El nunca se imaginó que podía encontrarlo así, casi calvo y con el pelo tordillo. ¡Cómo pasan los años de la vida, oh Dios!… “No quiero que nadie de la estancia ¿me entiendes?…” ¿No ve usted? ¿Qué necesidad de amenazar, de hacerse el malo?

      Si su padre cree que va a seguir tratándolo como antes, está muy equivocado… Se irá, se irá a vivir solo por ahí; que para eso es más hombre que cualquiera. ¡Bueno es él para malos modos, él que no se las aguanta ni a Dios mismo!

      En este instante un gallo aletea ruidosamente del lado de la cocina, y rompe el silencio de la noche campera con su voz metálica; aquel canto, inesperado y alegre como una diana gloriosa, arranca a don Panchito de sus meditaciones y derrama en su cerebro como una oleada de luz.

      – ¡Oh, los gallos! – murmura recordando a sus viejos amigos de la infancia – . ¡Cantan los gallos!…

      La luz de la vela, consumida por completo, aletea su agonía en el cáliz del candelero de cobre. El viento ha cesado afuera por completo, y desde el campo, y amortiguado por la distancia, llega hasta el joven el rumor de mil balidos lejanos. Don Panchito escucha un instante, y al cabo murmura en tono melancólico:

      – ¡Las ovejas!… ¡Cuántas ganas tengo de ver todo eso! Ni me acostaría ¡caramba!

      Pero cuando la luz del alba empieza a mostrarse indecisa por el lado del oriente, don Panchito, rendido, duerme como un niño sobre aquella cama modesta pero muelle, sobre aquel colchón que exhala todavía el tufillo característico del vellón de los carneros.

      III

      – ¡Pum, pum, pum!… ¡Don Panchito!… ¡Don Panchito!… ¡Recuérdese que es tarde!… ¡Pum, pum, pum!…

      El joven, con cara de sufrimiento y de disgusto, y los párpados hinchados por el sueño, se incorpora a medias, mirando hacia la puerta.

      –¿Qué? ¿Qué hay?

      – Soy yo, don Panchito, que le traigo el mate. ¡Dispiértese!

      – ¡Ya voy, ya voy hijo, un momento!

      Y don Panchito, observando con cierta sorpresa mezclada con satisfacción que está vestido, deja la cama en seguida, y después de un largo desperezo felino abre la puerta, dando paso a una oleada de sol resplandeciente y cálido, que inunda de luz toda la alcoba.

      De pie en el umbral, en cabeza y con un mate en la mano, está un personaje a quien el joven no puede reconocer en un principio.

      – Güen día – dice, presentando el mate como si fuera una puñalada, y sonriendo con sus grandes dientes blancos, mucho más blancos que los mismos de don Panchito, que tanto los cuida.

      – Buenos días, hijo. Vos sos Bibiano ¿no?

      – Sí, seor, sí.

      Y torna a reir con su risa sana, con aquella risa que parece querer estallar a cada instante.

      Bibiano tiene los zapatos empapados de rocío y llenos de pajitas doradas que la humedad les ha adherido


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