Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке. Бенито Линч
sé qué de inapelable.
Todos los caballos volvieron la cabeza, y el redomón tubiano se dejó agarrar impunemente, erguidas las orejas y fijos los ojos temerosos en el sombrero blanco del patrón.
Por eso es que, cuando don Pancho emite este nuevo silbido que hace mirar hacia el espacio al gallo desconfiado, cesan como por encanto los rumores que se oían del lado de la cocina y no tarda cinco segundos en aparecer a la carrera un chinito de unos quince años, sucio y andrajoso, calzado con gruesos botines a la prusiana, pero sin medias, y cubierta la cabeza por un gran sombrero de hombre, descolorido y tan roto que los recios cabellos de su dueño, de un negro casi azul de tan negro, asoman por los agujeros de la copa, como asoma la paja de la avena por entre los barrotes de hierro de un pesebre.
– ¿Dónde estabas vos? – pregunta don Pancho con mal humor, una vez que el chinito se ha cuadrado en su presencia, con el sombrero en la mano y los talones juntos.
– Estaba… estaba con mama, seor[2]…
– ¿Qué estabas haciendo?
– Estaba… estaba con mama, seor…
– Bueno, átame los botines.
– Sí, seor.
Y Bibiano, que así se llamaba el chico, se arrodilla en el suelo y poniendo de lado su enorme sombrero, se entrega a la tarea de atar los botines a su patrón, servicio que viene desempeñando a conciencia desde hace largos años. Ninguno tan hábil como él para semejante trabajo: ajusta los cordones a maravilla, sacando mucho la lengua, frunce el entrecejo al enganchar cada broche, y hace unas rosas que son todo un poema.
Bibiano tiene múltiples ocupaciones en la estancia, porque, como es un chico, todo el mundo se cree con derecho a mandarlo.
– Bibiano – dice la madre – , tráeme corriendo un balde de agua.
Y allá va Bibiano a la carrera.
– Bibiano – manda el patrón – , límpiame la boquilla que se me ha tapado.
Bibiano limpia el chisme con una pluma de perdiz.
– Bibiano – ordena el capataz – , dale agua al caballo del patrón.
Allá va Bibiano por la quinta, a tropezones con el balde.
Así todos los días y a todas horas, bajo pretexto de que ésas son ocupaciones propias de una criatura, Bibiano anda de un lado para otro y trabaja más que todos juntos.
El patrón le prometió cierto día, en un momento de buen humor, regalarle unos botines amarillos como los suyos, y Bibiano los aguarda desde entonces lleno de ilusiones.
– ¿Dónde está Cosme? – pregunta el patrón.
El chico levanta su cabeza cuadrada de indio puro, y buscando los ojos de don Pancho, que observan con fijeza un punto lejano, dice solícito:
– Salió al campo, seor, salió recientito…
– ¿Le han dado agua al caballo?
Bibiano sabe que no; pero, como está seguro que si lo confiesa se armará un escándalo de mil demonios, en el que se verán comprometidos desde el capataz hasta el último perro de la estancia, responde muy orondo:
– Sí, seor, sí; recientito.
Y mientras tanto, el caballo enredado en la soga, muerto de sed y aguijoneado por los tábanos, sigue soñando, allá en la quinta, con campos de libertad y abrevaderos rebosantes.
A don Pancho le ocurre lo que a muchos que hacen gala de energía: manda, dictamina, resuelve, amenaza, y luego, como no se preocupa de comprobar si sus órdenes han sido o no cumplidas, resulta que las cosas andan de la peor manera, mientras él descansa, confiado en el temor que los subalternos manifestaron en su presencia.
Una vez terminada su tarea, Bibiano se pone de pie y dice muy grave:
– Ya está, seor.
– Bueno, cébame mate ahora.
– ¿Dulce o amargo, seor?
Don Pancho no contesta, porque toda su atención se halla reconcentrada ahora en el examen del horizonte.
Bibiano, entonces, mira también por espacio de dos segundos, y poniendo sobre sus cejas una mano a guisa de pantalla:
– Parece una volanta – murmura.
– Sí – aprueba el patrón ligeramente pálido – . Anda tráeme el anteojo.
El pequeño punto lejano danza al principio en el campo de la lente; pero, una vez bien enfocado, los ojos de don Pancho pueden ver que es un break , un break tirado por cuatro caballos tordillos, que va llegando ya, por el camino, a la tranquera de la estancia.
– Sí – murmura entonces, y como hablando consigo mismo – . Es él, no hay vuelta que darle; tiene que ser él.
Y en seguida, como si esa sospecha lo atemorizase, entra en el comedor apresuradamente, diciendo a Bibiano:
– Vení vos pacá.
Ambos desaparecen juntos tras de la puerta de alambre para reaparecer al cabo de dos minutos.
Bibiano lleva una carta en las manos, y el patrón se explica en voz baja pero en tono autoritario y conciso:
– Se la llevas en seguida a Sandalio. Montá en el oscuro mío, en pelo no más…
– Sí, seor, sí.
Y Bibiano sale corriendo con gran ruido de zapatos; y el patrón, tranquilizado ya y con leve expresión de malicia en el rostro pálido, sonríe mirando hacia el camino, hacia el camino negruzco que parece venir caracoleando desde el confín del horizonte…
II
En el comedor y ante aquella larga mesa cubierta con un hule blanco a guisa de mantel, en aquel modesto comedor, decimos, al cual la luz amarillenta de una lámpara que pende del cielo raso ilumina escasamente, el padre y el hijo se contemplan en silencio.
Hay ternura en los ojos del viejo, y un ligero temblor de emoción en sus labios finos. Parécele cosa de sueño que aquel gallardo muchacho que ahora se sienta frente a él, con el cigarro entre los labios y las manos en los bolsillos de sus breeches a grandes cuadros, sea su hijo, aquel hijo que envió a Europa chico de escuela todavía, y desgarbado y feo como los potrillos mestizos de La Quinua. Tiene el pecho ancho, combado, y la cintura fina ceñida por el tirador, cuya hebilla niquelada se insinúa apenas debajo del chaleco un poco desprendido: se diría el vértice de la pirámide invertida de su tórax.
Los ojos azules, la herencia de la madre muerta, han tomado las tonalidades grises del acero, y bajo la contracción perenne de las cejas casi unidas, y algo más obscuras que el cabello, pierden la impavidez de su expresión para tornarse vivos y curiosos.
El conjunto es bello y varonil. Aquella nariz enérgica, la nariz legendaria de los Suárez, llena de orgullo al padre, que sonríe.
– ¿Por qué te has afeitado el bigote? – dice.
– ¿El bigote? … ¡Caramba! … ni sabría explicártelo. Me lo he afeitado porque todo el mundo se lo afeita. En Europa está de moda. Es mucho más cómodo.
– Pareces un fraile.
Don Panchito aumenta en un milímetro la eterna contracción de su ceño, pero luego, encogiéndose de hombros, dice a su padre muy sonriente:
– Es cuestión de costumbre.
Transcurre un minuto de silencio, durante el cual el padre y el hijo tornan a observarse con una mezcla de afección y desconfianza en el semblante.
La vieja Laura, la eterna cocinera de La Florida, entra en el comedor arrastrando sus desvencijadas alpargatas, y mientras recoge las tazas y cucharillas del café sonríe, con su ojo único, a aquel patroncito tan blanco y tan güen mozo, a aquel don Panchito a quien tuvo la gloria de tener en sus brazos cuando chico.
Don
2
seor = seňor