Las principales declaraciones precontractuales. Fredy Andrei Herrera Osorio
de duda, entrar a interpretarla privilegiando la intención, así como sancionar la desatención de los deberes contractualmente adquiridos43.
Esta teoría permeó la mayoría de las codificaciones del sistema continental, particularmente las latinoamericanas44. En la colombiana, sin embargo, existe una discusión en torno a la influencia del Código de Napoleón en los trabajos de Andrés Bello y, por tanto, en nuestro código. Por una parte, algunos –como Eduardo Rodríguez Piñeres45, Edmond Champeau, Antonio José Uribe y, más recientemente, Diego López Medina– consideran que el Código Civil de Bello es una adaptación del Código Civil francés o, en el caso del último autor citado, un trasplante46. Por otro lado, otros autores –encabezados por Arturo Valencia Zea– consideran que el Código francés de 1804 fue solo una, entre muchas, de las fuentes tenidas en cuenta por Bello en la redacción del Código. Particularmente, señala Valencia Zea, es en lo relativo a los contratos y obligaciones donde se acentúa la influencia francesa en el Código chileno47.
CRISIS DEL DOGMA DE LA VOLUNTAD
El desarrollo exacerbado de la voluntad individual llevó a prohijar una verdadera crisis de la voluntad, ya que no tardaron en aparecer prácticas abusivas, reveladas en mercados cada vez más industrializados, masificados e internacionalizados, que ponían en evidencia que el hombre podía convertirse en depredador de los demás congéneres48. Fernando Cancino señala que “tamaño desbordamiento del poder autorregulador del interés particular […] aparejó esa especie de ‘libertinaje jurídico-político’ engendrado por la Revolución de 1789, después de la cual, la pomposa autonomía racionalista se va autodestruyendo hasta verse casi aniquilada en la época de las grandes conflagraciones mundiales y aun durante la inmediata postguerra de 1945”49.
Es que en aplicación de la teoría racionalista se exacerbó la voluntad como suprema fuente creadora de derecho objetivo, dejando el vínculo contractual en manos de los contratantes, quienes no conocían más restricciones que su propio querer y algunas pocas limitaciones consagradas en normas de orden público50. Este sistema seguramente sería adecuado si los supuestos en que se basaba correspondieran a la realidad, esto es, que las partes ciertamente estuvieran en un plano de igualdad al momento de negociar y que la voluntad dependiera exclusivamente del querer y no de condicionamientos externos, lo que resulta simplemente precario en cualquier sociedad organizada, donde las clases sociales, el poder económico, el acceso a la información, la resistencia a los riesgos, etc., son elementos que inciden directamente en el poder de negociación y en las cláusulas convenidas en los instrumentos contractuales.
Las codificaciones napoleónicas resultan insuficientes para hacer frente a las realidades de la sociedad derivadas del proceso de industrialización, ya que la base igualitaria del contrato cada vez resultaba ser más ilusoria frente al desequilibrio económico e informativo que naturalmente se presenta en sistemas económicos basados en la acumulación. Por ello, derivadas de nuevas concepciones del derecho y en respuesta a la incapacidad de la concepción clásica de la autonomía de la voluntad, surgieron corrientes que resignificaron el valor de la voluntad en la conformación de los contratos.
Así, se explicará en las siguientes páginas el contenido de las perspectivas normativistas, solidaristas y críticas de la voluntad. Estas teorías, por diversos motivos, generaron críticas que luego dieron lugar –con la crisis del subjetivismo– a lo que se conocerá como la perspectiva objetivista del contrato.
El normativismo kelseniano
Con la consolidación de la teoría positivista del derecho, impulsada por el jurista Hans Kelsen, comienza a hablarse de un nuevo concepto de autonomía de la voluntad que podríamos denominar normativista, cuyo eje ya no está en el poder jurigéneo de la voluntad sino en el reconocimiento que la ley hace de esta, lo que justifica la existencia de límites impuestos sobre el querer individual. Kelsen, refiriéndose a la materia, señaló:
En un contrato acuerdan las partes contratantes el deber de comportarse recíprocamente de determinada manera. Este deber es el sentido subjetivo del acto en que se da el negocio jurídico, pero también constituye su sentido objetivo, es decir, este acto es un hecho productor de normas jurídicas, en tanto y en cuanto el orden jurídico otorgue a ese hecho esa calidad, y se la otorga en tanto hace de la realización del hecho del negocio jurídico, junto con una conducta contraria a él, condición de la sanción civil. Al establecer el orden jurídico al negocio jurídico como un hecho productor de derecho, autoriza a los individuos sujetos al negocio a regular sus relaciones recíprocas, en el marco de las normas jurídicas generales producidas por vía de legislación o costumbre, por las normas que son producidas mediante el negocio jurídico.51
Este entendimiento supone una reformulación del concepto de la autonomía de la voluntad, al señalar que ontológicamente carece de capacidad normativa, como parecía entenderlo la teoría racionalista clásica, en tanto su contenido depende del reconocimiento efectuado por el ordenamiento jurídico, el cual le sirve de marco general y, a su vez, de límite a la actividad individual.
Es el orden jurídico el que faculta a los interesados para que puedan crear sus propias normas jurídicas, siempre dentro del espectro de las normas generales y de la costumbre aplicable al caso52. No es la voluntad de los contratantes la que forma el negocio jurídico, sino que previamente se requiere que el ordenamiento legal faculte a los particulares para lograr este resultado.
Los siguientes son los rasgos distintivos de la teoría normativista de corte kelseniano:
1. El poder jurigéneo de la voluntad se encuentra condicionado por su reconocimiento legal. El contrato es fuente de obligaciones en virtud de que el ordenamiento jurídico le reconoce a la autonomía de voluntad un poder jurigéneo. Por tanto, dicha voluntad carece, por sí misma, de la facultad de crear normas particulares, sino que se exige una norma que así lo establezca. Luego, la autonomía de la voluntad se encuentra condicionada al reconocimiento que las normas legales superiores realicen de ella53, siendo el contrato un verdadero acto de delegación de una norma superior que entrega a los particulares la posibilidad de crear reglas subjetivas de carácter vinculante para los sujetos que intervienen en su producción y, excepcionalmente, para terceros54. La voluntad por sí misma carece de la aptitud de dar vida a vínculos contractuales, sino que para ello requiere la permisión expresa de la ley. Claro está, la exteriorización de la voluntad es una condición necesaria del contrato, pero no suficiente55. Solo habrá contrato, entonces, cuando la ley así lo permita y siempre que exista voluntad de las partes debidamente exteriorizada.
2. La autonomía de la voluntad se encuentra subordinada por el derecho objetivo. Como producto social, el derecho objetivo condiciona los derechos subjetivos, entre ellos la posibilidad de crear normas contractuales en virtud de la autonomía de la voluntad, por lo que entre ellas existe un plano de subordinación y nunca de igualdad56. El contrato, en manera alguna, puede equipararse a la ley, ya que existe una clara relación de sometimiento de aquel a esta, que le sirve de límite y le da contenido.
3. El contrato se forma con la confluencia