Las principales declaraciones precontractuales. Fredy Andrei Herrera Osorio
una oferta y una aceptación, siempre que esta última se emita durante el interregno legal en que aquella es vinculante para el oferente, aunque este desee revocarla o modificarla. En este sentido, “la aceptación de la oferta puede producir una norma que obliga al oferente, inclusive contra su voluntad”57. Sin aceptación, precedida de una oferta inequívoca, es imposible que pueda integrarse el acuerdo de voluntades que da nacimiento al contrato y que es reflejo de la autonomía de voluntad reconocida a los sujetos para crear normas particulares.
4. La tutela jurídica se encuentra sometida a su corrección de acuerdo con el derecho objetivo: no todo contrato es digno de tutela jurídica, sino solo aquellos que se ajustan a los mandatos legales que le sirven de soporte y que se consideran merecedores de protección por integrarse de forma correcta a las normas superiores58. De esta forma, “el contenido del contrato y sus efectos no son determinados ahora por el querer de los contratantes, sino por la ley, que cumple el deber de regular los intereses sociales”59.
Esta concepción (la normativista) de la autonomía de la voluntad tuvo mucha acogida y, en gran medida, sirvió como límite a la libertad que sin freno permitía la celebración de cualquier contrato con escasa posibilidad de injerencia regulatoria, pues sirvió para restringir el alcance de la autorregulación de intereses, para darle mayor relevancia a la ley como eje de la producción normativa entre los particulares.
Sin embargo, aplicar la teoría kelseniana con el alcance antes referido podría conducir a la supresión directa o indirecta de la voluntad individual. Nada obsta para que, desde una perspectiva que reconoce efectos a la voluntad solo si el ordenamiento jurídico se los brinda, se admita la posibilidad de suprimir la capacidad de celebrar contratos o se le impongan a los sujetos tales cargas o requisitos que hagan inviable su utilización. Claramente sería un atentado contra la libertad básica de los individuos para autorregular sus intereses, cuando, con el ascenso de una perspectiva universal de los derechos humanos, hay ámbitos de la libertad humana que escapan del poder regulatorio de los estados. Más aún, pareciese posible –bajo una perspectiva radicalmente positivista–que los límites contractuales estén en manos de una autoridad regulatoria sin control alguno, algo que a todas luces no puede ser admitido en sociedades democráticas.
Teorías solidaristas
Una vez admitido el carácter limitado de la autonomía de la voluntad, y gracias a la influencia de las teorías sociales del derecho, comienzan a formularse las visiones solidaristas o altruistas de la autonomía de la voluntad, basadas en la necesidad de que el contrato no solo sirva a los intereses individuales, sino que satisfaga exigencias más generales y, en cierto sentido, armónicas con el interés general que subyace a la participación en una comunidad política.
El vínculo contractual dejó de ser considerado un campo de batalla donde los contratantes luchaban ferozmente por obtener el mayor beneficio, aunque ello supusiera sacrificar las legítimas expectativas de su contraparte, como lo pensaron los clásicos, para ser visto como un mecanismo que permite conciliar intereses individuales y encauzarlos hacia una finalidad común que es requerida para el mantenimiento de la sociedad60.
El contrato no es un enfrentamiento de intereses, sino una unión de intereses en torno a una finalidad común donde debe primar la simpatía y la sociabilidad61. De allí el calificativo de solidarista, usado para denotar que el contrato no se reduce a la voluntad, sino que el mismo es el nicho para que la solidaridad, la ayuda y el apoyo logren una relación justa entre las partes, con una fuerte intervención en los casos en que no se alcance tal cometido.
Son características de esta visión:
1. El contrato puede ser un instrumento de las políticas públicas: el contrato no puede considerarse un medio destinado exclusivamente a la satisfacción de intereses individuales o “egoístas”, ya que debe servir como instrumento de política pública para alcanzar finalidades que le interesan a la sociedad y que imponen la intervención estatal en la órbita individual62.
2. El interés público es un limitante legítimo del interés privado: si bien la voluntad individual es capaz de generar obligaciones, en virtud de la autodeterminación de intereses privados, también debe admitirse que existen otras obligaciones impuestas por la comunidad política (interés general), las cuales buscan proteger a los contratantes que se encuentran en situaciones de desigualdad o intervenir en vínculos contractuales de especial relevancia en el contexto social63. Esto se debe a que el capitalismo mostró que en muchos contratos una parte impone las condiciones negociales a las demás64, frente a lo cual el interés público tiene capacidad de injerencia para salvaguardar a todos aquellos que demandan o consumen el mismo bien o servicio, y dicha injerencia tiene como consecuencia que el contrato surtirá efectos que van más allá de lo pactado.
3. Interdependencia entre la voluntad individual y la general: la voluntad individual en manera alguna resulta sustituida por la voluntad general, pero entre ellas sí se teje una recíproca dependencia por la cual la primera encuentra límites en esta última, pues le impone “sacrificios” (cargas) que se estiman necesarios para el correcto funcionamiento de la sociedad65. Visiones más radicales consideraron que los efectos del contrato no podían depender de la voluntad de los sujetos, pues debían pasar por el tamiz de la solidaridad social66. En otras palabras, al margen de que el contrato pueda nacer de la voluntad de las partes, una vez se perfecciona se despersonaliza en sus consecuencias para admitir una estricta intervención en ellas que permita salvaguardar valores propios de la solidaridad social, la cual es condición para el correcto funcionamiento de la sociedad.
4. Carácter imperativo de la buena fe: la justicia debe estar inmersa en el contenido del contrato, en directa aplicación de deberes morales derivados del principio de buena fe67, de suerte que la equivalencia de las prestaciones, la prohibición del abuso de la posición contractual dominante, y el reconocimiento de límites derivados de la moral social son reglas de plena aplicación a los vínculos contractuales. Lo convenido no es “necesariamente” lo justo, como se propugnó en la teoría clásica, sino que lo justo deviene de un análisis extracontractual, el cual impone verificar aspectos morales propios de cualquier relación jurídica, tales como el tipo de relación que tienen las partes, la equivalencia de las prestaciones, el límite al ejercicio de los derechos, la exigencia de la buena fe y la finalidad socioeconómica del contrato68. El contenido del contrato, entonces, “se complementa con las directrices normativas de la autonomía, las cláusulas generales, el solidarismo contractual, las pautas de equilibrio, proporcionalidad, utilidad, exclusión del abuso y las obligaciones contiguas, sin reducirse estrictamente a lo escrito o acordado […]. El Estado puede establecer un contenido mínimo legalmente impuesto, por ius cogens”69.
5. Existencia de deberes derivados de la buena fe y la solidaridad: las obligaciones del contrato no se limitan a las expresamente pactadas por las partes, ni a las que se incorporan de forma natural para llenar los vacíos contractuales en virtud de normas supletivas de la voluntad, sino que existen otros deberes, derivados de la solidaridad y la buena fe, que resultan más importantes y decisivos que los anteriores, en tanto condicionan y facilitan la ejecución de aquellos70.