Las principales declaraciones precontractuales. Fredy Andrei Herrera Osorio
este momento es en el que surge la autorregulación de intereses privados.
La razón de esto es que el querer, como ingrediente psicológico del contrato, está vinculado con el pensamiento de su titular, por lo que debe darse mayor peso al contenido (la voluntad) sobre el continente (la forma en que se revela)113, donde lo fundamental estará dado por el descubrimiento de la voluntad de las partes que realmente dio lugar al acuerdo de voluntades originador del contrato114.
¿Desaparecerá la voluntad? En su concepción racionalista no tiene otro futuro, pero en su dimensión de la autonomía contractual no desaparecerá, pues siempre se requerirá que los sujetos tengan un mínimo de autonomía para entender que son libres de ejercer su derecho a disponer de sus bienes o fuerza de trabajo. Empero, cada día se reducirá más el espacio de esa libertad, pues de otra forma no se podrán explicar fenómenos como los contratos de adhesión, los contratos forzosos, los contratos normados, los contratos formulario, etc., los cuales desafían permanentemente la idea de una plena voluntad y se conforman con un “mínimo” de libertad.
Teoría subjetiva: recepción en Colombia
La doctrina nacional tiene como piso común el reconocimiento de la autonomía de la voluntad como elemento clave para el entendimiento del contrato y su formación115, en el sentido de que los vínculos contractuales nacen a la vida jurídica cuando confluye la voluntad de cada uno de los interesados, sin perjuicio de la admisión de límites propios del intervencionismo estatal, sobre todo en el campo económico y por razones sociales116.
Así, en el año 1926 Carlos Pareja sostenía que “los romanos entendían por consentimiento el acuerdo de las partes en la proposición que una de ellas hacia a la otra; este concepto se deduce de la definición de convención: acuerdo de varias voluntades para un mismo fin jurídico”, forma de comprender el contrato que consideraba aplicable a nuestro derecho a partir de una lectura armónica de las normas del Código Civil117. El contrato, entonces, solo podía derivarse de la autonomía de la voluntad de los sujetos que libremente llegaran a un consenso sobre los extremos negociales.
En el mismo sentido, Antonio Rocha aseveró que el consentimiento es la fuente de obligaciones, en cuanto que la voluntad es un elemento necesario para dar nacimiento al contrato, pues “no hay contrato si no ha habido un previo acuerdo de voluntades o si cada una de las partes no ha dado su asentimiento a un reglamento o una norma preestablecida”118.
De forma aún más directa, Juan Camargo, en 1919, señalaba que “siendo el consentimiento el acuerdo de las voluntades sobre un mismo fin, es claro que habrá consentimiento perfecto desde el instante en que realmente y sin llegar a duda las voluntades concurran; cuando coexistan la oferta y la aceptación; cuando hay querer recíproco de las partes sobre el objeto de la prestación”119. Tendencia que se mantiene en la obra de Álvaro Pérez Vives, quien aseveró que todo acto jurídico se inicia con una oferta y solo engendrará una situación jurídica concreta con la aceptación120, pues en este momento se configura el consentimiento base de la relación negocial.
Luis Enrique Cuervo, en 1929, enseñaba que la fuerza obligatoria de los contratos derivaba de nuestro deber de actuar con justicia frente a los demás y, por tanto, no ocasionarles ningún daño, lo que exige que una vez haya un acuerdo sobre un negocio las partes deben abstenerse de incumplirlo y subordinarse a aquello que hubieren consentido121.
La doctrina nacional clásica tomó como fundamento la visión subjetiva, pues puso a la voluntad como eje del contrato, bajo la consideración de que esta era indispensable para que el negocio jurídico naciera a la vida jurídica en el momento en que ambas partes, de forma libre y sin mayores injerencias que las derivadas del orden público, manifestaran su querer a través de una oferta y su correlativa aceptación. Sin voluntad se descarta cualquier forma contractual, pues la autorregulación de intereses supone un acto individual que solo puede provenir del poder jurigéneo reconocido a los sujetos.
Consideraciones similares se encuentran en autores recientes, tales como Jesús Ángel Linares Vesga, para quien el contrato es fruto de la autonomía de la voluntad y, en virtud de ella, las partes se subordinan a lo pactado libremente, una vez convergen una oferta y una aceptación122.
El autor Antonio Bohórquez Orduz rechaza, por ejemplo, la posibilidad de que un contrato se forme a partir de comportamientos, porque “existen relaciones jurídicas surgidas de los hechos, similares a ciertos contratos, pero sin que lleguen a configurarse como tales, pues no hay una específica y clara disposición de intereses en el sentido que los contratantes suelen emplear”123, salvaguardando así el peso de la autonomía de la voluntad como base del contrato.
El profesor Miguel Betancourt Rey precisó que la autonomía de la voluntad es una facultad que se otorga a los particulares para autorregularse, siendo el elemento “más esencial” del contrato. Sin embargo, advirtió que “a impulso de las ideas socialistas, el legislador introduce cada vez mayores límites a la autonomía. Pero en todo caso, no pudiéndose prescindirse de la autonomía ni siquiera en los regímenes socialistas, esta se mantiene como el principio más elemental del derecho privado”124.
El doctrinante Guillermo Ospina Fernández confirma esta tendencia al aseverar que el contrato es “el concurso real de las voluntades de dos o más personas encaminado a la creación de obligaciones. Esta fuente es, pues, un acto jurídico típico y caracterizado, puesto que sus efectos se producen debido a la voluntad de los agentes”125. Advierte que la autonomía de la voluntad es de la mayor aplicación en materia contractual, pues consiste en la atribución otorgada a los particulares para que puedan crear relaciones jurídicas a través del encuentro de voluntades de los contratantes para imponerse restricciones jurídicas y facultades correlativas126.
Jorge Suescún Melo propugna por el reconocimiento de la autonomía privada pero basado en el correcto entendimiento de que su fuerza jurigénea “no proviene de la voluntad de los contratantes sino del reconocimiento que les hace el ordenamiento jurídico”127, en tanto la doctrina clásica racionalista desconoció que en el Estado se originan todos los derechos subjetivos, incluyendo el de contratar.
José Manuel Gual Acosta parece fundir en un mismo concepto la autonomía de la voluntad con la libertad contractual, pues entiende que esta última equivale al poder de establecer la ley del contrato en el caso concreto, advirtiendo que, en todo caso, existen medidas de protección que limitan esa libertad128. William Namén Vargas es directo en referirse a la libertad de contratar integrada por las cinco libertades a que hace referencia la doctrina internacional, advirtiendo que en cada una de ellas se encuentran diferentes limitaciones derivadas de razones de interés público129.
Pero es que no podría ser de otra forma, pues el legislador patrio acogió, en el Código Civil (legislación nacional desde el año de 1887), la