La armonía que perdimos. Manuel Guzmán-Hennessey

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“pensamiento mágico”—, por más que volviéramos a vivir como lo hacía la gente antes de la Revolución Industrial, la temperatura del planeta continuaría subiendo hasta alcanzar, en el 2100, cuatro grados más que la media actual. Para entonces, el mundo habrá cambiado de tal modo que la geografía, la economía e incluso la cultura se verán alteradas de un modo definitivo31.

      Los habitantes de Dinamarca, que son prácticos pero al mismo tiempo soñadores, que son capitalistas pero al mismo tiempo democráticos, pusieron todo el empeño en que la cumbre de Copenhague, la COP 15, fuera histórica. Ellos bien sabían que no habría, fácilmente, más oportunidades de que confluyeran en ella líderes del mundo como los que había en aquella ocasión, especialmente en Estados Unidos y en algunos países de la Unión Europea (también en Latinoamérica). Que habían entendido cabalmente la magnitud de la crisis climática y estaban dispuestos a darle un vuelco de 360º al Protocolo de Kioto. Se propusieron invitar a todos y consiguieron que asistieran.

      En aquella cumbre se decía Hopenhague para significar una nueva esperanza. Neologismo acuñado por la sociedad civil, significativo y apropiado, pero que tuvo poca acogida entre los líderes del mundo, que esta vez corroboraron, una vez más, su desprecio por esa sociedad, por la ciencia y por la cultura, representadas en este caso especialmente por los jóvenes, quienes se manifestaron de muy diversas, creativas y pacíficas formas. De la cop15 se esperaba “un acuerdo jurídicamente vinculante sobre el clima, válido para todo el mundo, que se aplicaría a partir de 2012”32. Ello, en términos cuantificables, significaba la reducción de emisiones de CO2 a menos de 50 % para 2050 respecto a las que había en 1990. No se pudo. Faltando tres semanas para los inicios de esta reunión, se realizó otra en Tailandia, en la cual China y Estados Unidos decidieron que los acuerdos de Copenhague no tendrían carácter vinculante. Esto se concretó la última noche de aquella cita global, cuando los presidentes de China, Estados Unidos, India, Brasil y Suráfrica, sin la presencia de los representantes europeos ni de los demás países, realizaron una reunión a puertas cerradas y redactaron un acuerdo no vinculante que ni siquiera fue sometido a votación. Finalmente, solo fue expuesto a la “toma de conocimiento” de los asistentes, junto a la promesa de que, a principios de 2010, se trabajaría en una plataforma política, base para construir compromisos jurídicos vinculantes en COP16. La cumbre, como era de esperarse, fue calificada de fracaso y desastre por muchos gobiernos y organizaciones ecologistas.

      Lamentablemente aquella esperanza de Copenhague devino, al final de la cumbre, en Brokenhague, la nueva palabra que nos servirá para recordar aquella vergüenza de la diplomacia internacional. No iba a ser la única. El asunto fue que Copenhague, una ciudad hermosa llena de gentes amables como es difícil hallar otra en el mundo, pasaría a la historia como el lugar donde la humanidad pudo salvarse a sí misma, pero no hizo ningún esfuerzo por cambiar el sistema de producción y de consumo, que era en últimas lo único que había que empezar a examinar. Y ya en la cima del ‘acuerdo’ que finalmente se firmó, a unos congresistas republicanos les alcanzó el cinismo para convocar una rueda de prensa en la cual dijeron, dos puntos, léase bien, primero: no se ha demostrado que el cambio climático ha sido causado por emisiones que provienen de combustibles fósiles, como el petróleo, el gas y el carbón; segundo: las conclusiones del IPCC, y de decenas de academias científicas del mundo, son sospechosas. Léase bien, y léase, de ser posible, una segunda vez para que no se olvide. No fue el planeta el que quedó a la deriva, borrado del medio mediante un ominoso paréntesis, fue la civilización en su conjunto, empezando por las comunidades más pobres y vulnerables del mundo: las pequeñas islas

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      Resumen Cumbre de Copenhague

      Ahora bien, en Copenhague se insinuó, quizá por primera vez de una manera explícita, que los grandes poderes económicos harían todo lo posible para aplazar soluciones drásticas de los países hacia esquemas ambiciosos de reducción de emisiones de carbono. Se empezó a considerar el aserto que escribió años más tarde (2014) Naomi Klein en su libro Esto lo cambia todo: que el cambio climático es una batalla entre el capitalismo y el planeta. Klein dijo, entonces, que esta batalla la estaba ganando el capitalismo, especialmente cuando se usaba la necesidad del crecimiento económico como excusa para aplazar la acción climática ambiciosa, o para romper los compromisos ya establecidos. A partir del año 2009 esta fue la tónica de las grandes cumbres globales: aplazar, negar, aplazar, confundir, negar, aplazar.

      En 2010 (Cancún, México) se creó el Fondo Verde del Clima, pero en 2019 aún no estaban listos los mecanismos para que los países aporten los cien mil millones de dólares que debían empezar a aportar cada año a partir de 2020. Tampoco se surtieron los treinta mil millones de dólares para el periodo 2010-2012, con objeto de ayudar a los países de menores recursos a sufragar los costos de su adaptación. Pero nadie pudo hablar de fracasos o incumplimientos debido a que el documento de 2010 se encargó de escribir que la adopción de este fondo se haría “tan pronto como sea posible”. En 2011 (Durban) se hizo una hoja de ruta (otra de tantas) que comprometería a los grandes contaminadores que no suscribieron el Protocolo de Kioto: China, Estados Unidos e India, pero se supo que Canadá no lo renovaría, secundado por Japón y Rusia. En 2012 (Doha) el Protocolo se prorrogó hasta 2020, pero se difirieron para el año siguiente las negociaciones sobre la exigencia de mayores donaciones por parte de los países en vía de desarrollo. La mayoría de las delegaciones manifestaron su malestar porque el acuerdo final no cumplía las recomendaciones científicas, pues las emisiones de dióxido de carbono para 2012 ya doblaban las tasas de 1990. En 2013 (Varsovia) se protocolizó la batalla entre el capitalismo (expresado en forma de economía del carbono) y el planeta. La Cumbre fue financiada por la gran industria del carbón polaca. Esto motivó que a un día del cierre de las negociaciones se retiraran las organizaciones no gubernamentales y los sindicatos, en señal de protesta. Y sí, se hizo otra ‘hoja de ruta’ que nos llevaría a Lima (2014) y de allí a París, la cumbre de la nueva esperanza (2015).

      Por eso no era posible esperar de la Cumbre de Copenhague un acuerdo vinculante como el que pidieron en Bonn, meses antes (en junio de 2009) las organizaciones de la sociedad civil: nuevas metas del 40 % de reducción hasta 2020, y de 80 % hasta 2050. Elliot Diringer, vicepresidente de Estrategias Internacionales del Pew Researche Center para el Cambio Climático, habría dicho que “es altamente improbable que en Copenhague salga un acuerdo completo con cifras de reducción de emisiones”33. Y el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, pronunció una de sus frases preferidas: “el ritmo lento actual de las negociaciones es muy preocupante”. El ministro de Exteriores británico, David Miliband, reconoció que “peligra la existencia de un acuerdo en Copenhague”; el embajador de la Unión Europea en Washington, James Bruton, reaccionó molesto, como están muchos otros al escuchar palabras en el momento en que la humanidad reclama algo más que frases: “Estados Unidos solo es uno de los 190 participantes en la cumbre. Pero emite el 25 % de los gases de efecto invernadero que la cumbre intenta reducir”.

      Y el enviado de Obama, Todd Stern, dijo: “Francamente, las negociaciones en la ONU son difíciles”34. La Administración de Obama había propuesto una ley, llamada la ley del clima, orientada a reducir sus emisiones un 17 % en 2020 y un 83 % en 2050. El nuevo presidente, Donald Trump, desmontó esta ley.

      Pues bien, este grupo de expertos (me refiero al IPCC) publicó el 8 de octubre de 2018 su Informe Global Warming + 1,5 °C. Lo que había sucedido en el mundo durante el verano del año 2018 fue, quizá, un adelanto de lo que habría de ocurrir en 2020. Una crisis definitiva e irreversible que daría paso a una mutación esencial en nuestra manera colectiva de ‘estar y vivir en el mundo’. En 2018 el mundo era un grado Celsius más caliente que antes de que empezara la industrialización; el dato es de la Organización Mundial Meteorológica (WMO, por sus siglas en inglés). La temperatura global promedio, para los primeros diez meses de ese año, fue 0,98 grados por encima de los niveles que existían entre 1850 y 1900, de acuerdo con registros de cinco organismos independientes. Los veinte años más calurosos de la historia, desde que comenzaron las mediciones, han ocurrido en los últimos 22 años, y los registros de 2015 a 2018 ocupan los primeros cuatro lugares. Si esta tendencia continúa, la temperatura global aumentará entre 3 y 5 °C


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